El Oscar que vivimos en peligro
Alfombra roja de la entrega de los Premios Oscar 20201. Foto: Mark Terrill / POOL / AFP

Llegó la entrega de los Oscar, por una vez literalmente tan esperada –la pandemia retrasó dos meses la verificación de la cita anual–, y, pese a ello, los titulares de las secciones de soft news no fueron acaparados esa mañana por noticias cinematográficas. 

Amanecimos con el anuncio de la muerte por Covid-19 del diseñador de moda Alber Elbaz, a unos tempranos 59 años. Era gordo pero no obeso. Parecía saludable. Y su exitosa carrera le allegaba acceso a las mejores opciones de tratamiento. Que pese a ello haya sucumbido al virus nos advierte que el enemigo sigue al acecho, que todos somos vulnerables ante él, que falta todavía un trecho para alcanzar el tan anhelado next normal

La ceremonia de los Oscar, pese a su insistencia en el tono festivo, lo remarcó de otras maneras, inevitables: en la realización de entrevistas en la alfombra roja en que los comunicadores debían permanercer tras un cordón (sanitario) de terciopelo, en el cambio de sede y montaje a una suerte de cabaret sin tragos dispuesto en Union Station sin más asistentes que los nominados, en la sustitución de la orquesta por un DJ. 

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La primera presentadora, Regina King, se afanó en anunciar que todos los presentes habían sido sometidos a pruebas de detección de Covid19, y que el protocolo seguido era el mismo que priva en los sets de filmación: cubrebocas bien puesto salvo cuando las cámaras están rodando.

Mientras la escuchaba, no pude evitar pensar en la edad de algunos de los presentes –Glenn Close (73), Youn Yuh-jung (73), Harrison Ford (78), Rita Moreno (89)– y en el riesgo que –vacunados o no– enfrentaron al participar. Luego decidí abandonar los pensamientos mórbidos, ya solo por conciencia de que el mensaje que intentaba transmitir con esta ceremonia una de las industrias más afectadas por la pandemia –cuyas perdidas se calculan en miles de millones de dólares– es uno de resiliencia ante la necesidad de seguir viva. Habrá entonces que reconocer el valor de los asistentes, y particularmente el de esos cuatro representantes de la tercera edad.

No fue el único punto en la agenda política: como estaba anunciado, fue ésta una entrega marcada por la reivindicación de los invisibles, que hoy constituyen síntomas más que visibles de malestar social. Ganaron un actor negro y una asiática; el Oscar a la mejor dirección se lo llevó una mujer, igual que el del mejor guión; la mejor película fue una historia de esa middle America pobre que llevó a Trump al poder ante su hartazgo de la elite liberal. Cierto es que los triunfos de Anthony Hopkins y Frances McDormand –en vez de los favoritos Chadwick Boseman y Viola Davis– impidieron el hito de cuatro Oscar actorales en manos de minorías; aun así, el punto quedó claro: Hollywood sabe que, como embajada cultural de su país en el mundo, tiene por misión hoy defender la diversidad. 

En otro tiempo, habría hecho corajes políticamente incorrectos en aras de la defensa del arte: argumentado la superioridad del trabajo de Thomas Vinterberg sobre el de Chloe Zhao, clamado injusticia ante el reconocimiento al guión confuso y panfletario de Promising Young Woman en detrimento de la soberbiamente escrita Minari. No caben hoy. Bien está que los Oscar respondan a intereses acaso superiores a los del cine mismo cuando corren tiempos tan oscuros. El cine sigue teniendo poder para arrojar luz sobre lo que nadie quiere ver. La responsabilidad social constituye su propio Oscar.

IG: @nicolasalvaradolector

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