Alguien lo tiene que contar
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Alguien lo tiene que contar
Foto: Juan Pablo Serrano Arenas/ Pexels

Siempre me gustó escribir diarios. Comencé el primero a los 17 años, pero mi época más constante fue entre los 18 y los 22. El último que encontré en mi archivo fue de los primeros meses del año 2000, porque los otros los quemé. Repetía el ritual cada año: después del brindis de Año Nuevo, salía a la calle y quemaba el diario del año que recién terminaba. La idea era comenzar un nuevo ciclo, como si el fuego pudiera terminar con todos mis recuerdos.

El primer diario que escribí lo comencé en septiembre de 1988, después de un campamento al que fui con mis amigos Marco Orozco, Gastón y Gunther Figueroa, y Miguel Ángel Hidalgo. Conservo una libreta Scribe con la reseña de aquellos tres días fundamentales para el resto de mi vida. El de 1990 era una joya, pues fue uno de los años más turbulentos de mi vida, donde conocí el desamor, me corrieron de la prepa, la relación con mi papá era fatal y hasta mandé todos los cupones que encontré en mis viejas Rolling Stone gringas para alistarme en el ejército de Estados Unidos e ir a pelear a la primera Guerra del Golfo, cosa que no sucedió. Para mediados de 1991, cuando regresé a la escuela y nuevos vientos soplaban en mi vida, quise escribir un diario novelado (¡Valga la expresión!), tipo Pasto verde, la extraordinaria novela de Parménides García Saldaña, donde retrataba a su “palomilla” de la Narvarte y en la que el escritor José Agustín era conocido como “Pepcoke Gin”. En mi novela estaban mis hermanos, primos, amigos y Sweet Sixteen, la vecina de mi primo Samuel de la que me enamoré aquel verano.

He leído cuatro libros en forma de diario. El primero fue Chris. El diario de una adolescente, de Marta González Correa, que no sé de dónde salió, pero un día apareció en casa. En la secundaria, por supuesto que me conmoví hasta el llanto con El diario de Ana Frank. Inevitablemente tiempo después llegó La tregua, de Benedetti, y finalmente Fever pitch, de Nick Hornby, un libro que trato de leer cada año y aún le encuentro enseñanzas, a pesar de que ya superé la edad del protagonista, el propio Hornby, y de que ya no me apasiona el futbol. Mis últimas lecturas de Fever pitch han sido curiosas, pues con la aparición de YouTube, me detengo cada tanto para ver los goles del Arsenal que relata en el libro, incluida la dramática anotación de Michael Thomas en Anfield Road con el que los “Gunners” rompen la maldición de 23 temporadas sin un campeonato.

Hace justo un año que llegué a vivir a Puebla, comencé a escribir un diario porque, en medio de la pandemia, no hablaba con nadie, salvo con la gente del trabajo y, literal, me estaba volviendo loco. Lo dejé a las pocas semanas cuando me di cuenta que, de alguna manera, Facebook se convirtió para mí en ese diario personal o un chismógrafo moderno. En esa “libreta” en donde apuntamos lo que contestábamos en secreto en la secundaria. Hay gente que se enoja si subes a la plataforma que hiciste ejercicio, si publicas fotos de tus hijos o de lo que comiste o bebiste. A mí me molesta la excesiva ñoñería, pero al fin y al cabo es un espacio personal y cada quien publica lo que quiere, claro, compartido ahora con cientos de personas. Para mí es ese diario en donde puedo encontrar los cambios que he experimentado a lo largo de los últimos años de mi vida. Hay fotos que ya no me gustan y las borro, pero los recuerdos, buenos o malos, ahí se quedan y alguien tiene que contarlos.

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