Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.
De frente al mar
Van estas letras por ustedes, por todas las que se aman y encaran la marejada, como venga, porque tomadas de la mano sí que se puede saltar, bordando fino muy juntas, escribiendo de frente las nuevas líneas de la feminidad.
Van estas letras por ustedes, por todas las que se aman y encaran la marejada, como venga, porque tomadas de la mano sí que se puede saltar, bordando fino muy juntas, escribiendo de frente las nuevas líneas de la feminidad.
A Úrsula, Mayra, Yohali, Mariela, Phanie, Marcelia e Ileana.
Soy mujer.
Y un entrañable calor me abriga
cuando el mundo me golpea.
Es el calor de las otras mujeres,
aquellas que hicieron de la vida este rincón sensible,
luchador, de piel suave y corazón guerrero.
Alejandra Pizarnik
El pintor eligió retratar a dos mujeres. Bien pudieron haber sido cuatro o seis; se habrían apeado, arremolinándose gustosas, para caber todas en la ventana y, ya estando bien juntas, abrazarse y mirar al espectador de frente. Ellas, las dos que efectivamente aparecen en la obra, en 1675 no lo sabrían, pero verían pasar ante sus ojos y sonrisas, vertiginosos siglos y con ellos miles de observadores fascinados por su maravillosa intimidad. Bartolomé Esteban Murillo eligió pintar en esta obra sólo a dos mujeres, de manera que se centrara en ellas una atención expectante; dejó pasar el fondo como un mero escenario y revelar aquello que le demandaba mostrarse, mediante un claroscuro dramático, casi teatral. El personaje femenino más joven apoya el codo derecho y el antebrazo izquierdo en el antepecho de la ventana que nos permite el acceso a esta dimensión atemporal, vistiendo una escotada blusa blanca con un biez oscuro, rematada en un moño rojo similar al que se adivina adornando el costado del cabello castaño. La baña una luz que se refleja y destella en la frente, hombros y brazo; incluso la punta de su nariz recibe un haz blanquecino, revelando las facciones redondeadas y casi adolescentes del personaje. Su mirada no tiene reparo alguno en ser frontal, clara y sostenida, esbozando una ligera pero no por ello tímida sonrisa, enmarcada por un pliegue en la mejilla sonrosada. La otra mujer, en un segundo plano, oculta medio cuerpo detrás de la persiana de madera y cubre nariz y boca con una sencilla mantilla clara para ocultar la risita de complicidad; a penas recibe luz suficiente para distinguirse y, tanto los brazos como la cadera, acaban por difuminarse en el fondo oscuro. Las arrugas en la frente revelan que se trata de una mujer un tanto mayor a la otra, con los brazos fuertes, arremangada para desempeñar algún duro trabajo con manos recias y picadas que el artista captura con el amaneramiento clásico de la pintura de la época. No hay nada más en el lienzo. Ellas bastan y sobran para pasar a los anales de la historia del arte como uno de los retratos más hermosos: coloquial y cotidiano, desprovisto de sacralizaciones, títulos nobiliaros o afeites cortesanos. La bajísima línea de horizonte nos pone en franca conversación con dos mujeres seguras que, entre sí, declaran el inmenso valor de la confabulación, a tal grado que intimidan un tanto al observador encarado, sin tapujos, como voyerista. Queda para otro estudio si se trataba de prostitutas pobres llegadas a Madrid desde Galicia y, por ende, posiblemente abusadas, explotadas y sometidas. Por ahora quiero concentrarme sólo en ellas: en su intimidad, su compenetración y su posibilidad de hacer frente a la vida estando juntas.
Otra obra más. Camille Claudel esculpe, hacia 1897, una pieza donde tres mujeres desnudas, tomadas de las manos, están a punto de hacer frente a una gran ola de ónix que hace un guiño a la famosa estampa de Katsushika Hokusai. Son también una suerte de tres gracias que, a diferencia de tantas otras o de las pinturas decimonónicas de bañistas, no desean complacer al espectador. Sus posturas son absolutamente naturales, sin disposiciones erotizantes o seductoras. Da la impresión de que dos de ellas, colocadas en los dos extremos inferiores de la composición triangular, alientan al personaje en el vértice más alto, a saltar la inminente ola, pues ambas sujetan sus manos y se agachan, mientras la tercera dobla las rodillas pero levanta la cabeza y estira el cuello para ver la cresta de la ola en contra picada y, de un momento a otro, saltar. Saltar. Su cabello está suelto, mientras que el de las demás permanece recogido a la altura de la coronilla: el personaje central de Claudel está a punto de liberarse, de abrirse a la vida con el aliento y sostén de sus pares. Viene entonces a mi mente una fotografía en blanco y negro, fechada alrededor de 1978, año en que la artista y activista feminista Judy Chicago, convocara en su estudio a amigas y voluntarias para la creación de la gran pieza Dinner Party, donde treinta y nueve personajes femeninos de la mitología, el arte, la literatura y el pensamiento, son imaginadas compartiendo un gran banquete ceremonial en una mesa triangular; cada textil bordado con casi mil nombres femeninos y cada cerámica horneada en clara referencia a una vulva florida, fue confeccionada, en comunión, por esas amigas de Judy Chicago. En el archivo de imágenes se les ve conversando, riendo, pintando y bordando para cristalizar la pieza imaginada por sólo una de ellas, pero lograda por todas, que se convertiría en estandarte de la lucha feminista. Chicago consiguió esa instalación masiva, con la entrega y el soporte de sus hermanas y compañeras.
Ahí está, justamente, lo que quiero decir con esta columna: gracias. Me debo a ustedes, a mis amigas, hermanas, compañeras e iguales equidistantes, para todo lo que he logrado, lo que hemos conquistado juntas y, cuánto más, lo que seguimos soñando. Tanto a la que sostuvo mi mano en un momento de agobiante agonía, como a la que se brindó en una sonrisa por la calle, a la que compartió una pañoleta conmigo en una marcha o me acuerpó en medio de las consignas con el puño en alto; me debo a la que se entregó toda en una conversación animada, a la que me confesó algo impronunciable o prestó sus oídos a mis pesares y, cómo no, a la sonora carcajada coreada al unísono en el tiempo invaluable de la dicha compartida. Si las obras de Murillo, Claudel y Chicago tienen el peso específico necesario, en otras palabras, el valor simbólico esencial para atravesar transversalmente la historia del arte, es precisamente por la fuerza con que retratan el poder del contubernio de lo femenino, tantas veces malversado con frases como “mujeres juntas, ni difuntas” o la idea de que entre nosotras privan las envidias, los celos y la competencia, poniendo a lo masculino en medio de esas fantasías falocentristas y patriarcales. Lo cierto es que no: las innumerables colectivas que hoy luchan por los derechos de las mujeres, por la justicia para aquellas violentadas o asesinadas, tanto como las que se han unido para proyectos en pos de los derechos humanos, del medio ambiente, del rescate de las culturas originarias, en emprendimientos de naturaleza artística, industrial o científica, son la prueba fehaciente de lo que somos capaces de hacer estando unidas: ser el epicentro de la acción, afirmarnos, descolonizar el género y liberarnos de todo lo que hiere, reprime y sofoca. Porque todo eso es tan importante como tomar decisiones de vida, contar una historia, compartir la crianza o la anti reproductividad, desnudarse del alma y abrirse a la vida en una sala o en la prolongada mesa de una casa: eso soy con ustedes, eso somos juntas, para eso hemos sido llamadas. Nos vimos, olisqueamos el bien en nuestras pieles y nos tomamos de la mano para hacernos a la vida, para entregarnos a vivir derribando muros y sembrando los brotes para un nuevo jardín donde los senderos, por más que se bifurquen, se encuentren de nuevo en la dicha de llamarnos por nuestros nombres, respetando la bendita diferencia que nos ha permitido la comparecencia. Van estas letras por ustedes, por todas las que se aman y encaran la marejada, como venga, porque tomadas de la mano sí que se puede saltar, bordando fino muy juntas, escribiendo de frente las nuevas líneas de la feminidad.