Analista y consultor político. Licenciado en Ciencia Política por el ITAM y maestro en Estudios Legislativos por la Universidad de Hull en Reino Unido. Es coordinador del Diplomado en Planeación y Operación Legislativa en el ITAM. Twitter: @FernandoDworak
¿Se puede hablar de populismo en México? 
Hay elementos culturales y políticos que nos predisponen a ciertos elementos del discurso populista.
Hay elementos culturales y políticos que nos predisponen a ciertos elementos del discurso populista.
En mi opinión, el mayor error que podemos cometer al hablar de populismo en México es comparar al presidente con otros gobernantes populistas, asumiendo que fatalmente vamos a terminar como uno u otro país que tienen este tipo de administraciones. Al contrario, y como se ha visto en entregas anteriores, se trata más de un conjunto de estrategias claras para conquistar y mantenerse en el poder. Bajo este entendido, veamos si se le puede o no clasificar al actual gobierno de populista.
Hay elementos culturales y políticos que nos predisponen a ciertos elementos del discurso populista. Por ejemplo, heredamos del viejo discurso del Partido Revolucionario Institucional (PRI), una cultura orientada a ensalzar las virtudes del presidente en turno, en tanto titular de una maquinaria política hegemónica, apoyados en un discurso historiográfico que proveía una visión de “pueblo” excluyente, chauvinista y fatalista: el nacionalismo revolucionario.
Para difundir y arraigar este discurso, el PRI se presentaba como la culminación de un proceso histórico que inició en 1810 con la Independencia, continuó en 1857 con el triunfo de los liberales y terminó con la Revolución de 1910. También impuso sus propios discursos en las interpretaciones históricas, políticas y jurídicas, premiando generosamente a quienes colaboraban en ello.
Aunque esta interpretación historicista no es distinta de cualquier otra en regímenes autoritarios, donde el pasado se convierte en una serie de efemérides inconexas, acomodadas para apoyar una interpretación única del pasado que condiciona el presente, se encuentra tan arraigada en la psique colectiva que Andrés Manuel López Obrador la ha explotado con éxito para su narrativa personal.
A finales de los años 80 hubo un cambio al interior del PRI: subió al poder una generación con formación tecnocrática y un discurso de progreso excluyente, aunque desprovisto de una narrativa alternativa al nacionalismo revolucionario: lo que se ha llamado “neoliberalismo”. En respuesta, las viejas élites tricolores salieron de ese partido y fundaron, con otras corrientes de la izquierda, el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Aquí se pueden distinguir otros dos elementos que ayudaron al triunfo del populismo en 2018. Primero, el surgimiento de un discurso polarizante entre masas puras y élites corruptas. Segundo, el faccionalismo del PRD no solo inhibió la formación de una estructura institucional cohesiva, sino requirió siempre el control de líderes “morales” para su funcionamiento: primero Cuauhtémoc Cárdenas y después López Obrador.
Aunque hay elementos populistas en el discurso del PRD, el partido no puede identificársele como tal. Más bien, en diversos momentos se han confrontado con el presidente en turno. Incluso se pueden distinguir varias etapas de cuestionamiento y acercamiento al sistema, según los liderazgos que tuvieron: cuestionamiento entre 1989 a 1993 con Cuauhtémoc Cárdenas, conciliación de 1993 a 1996 con Porfirio Muñoz Ledo, interlocución de 1996 a 2000 con López Obrador, y defensa electoral de 2000 a 2008 con el tabasqueño como líder de facto. En cada una la postura de colaboración en el Congreso era limitada, total o selectiva; aunque nunca de rompimiento con el orden institucional.
¿Se puede considerar que Andrés Manuel López Obrador es un líder populista? Para evitar malos entendidos o sesgos políticos, volvamos a la definición que se ofreció hace unas semanas: una estrategia política a través de la cual un líder personalista busca conquistar o ejerce el poder público basado sobre el apoyo directo y no distinguible de una gran cantidad de seguidores no organizados. Vayamos por partes.
El discurso de López Obrador es eminentemente personalista, donde teje su imagen de autoridad a través de la polarización. Ejemplos: la imagen de los liberales contra los conservadores del siglo XIX, la familiaridad que adquieren sus palabras de uso cotidiano y su uso monopólico de la vieja historiografía que nos inculcó el nacionalismo revolucionario. Un ejemplo es su lema de la Cuarta Transformación, que es la historiografía priísta con un piso añadido: él mismo. A lo largo de su carrera política se ha presentado como víctima de lo que llama la “mafia del poder”. Como presidente ha hecho que su gobierno trate sobre su persona, desde las conferencias mañaneras hasta sus estrategias de manejo de crisis, donde todo problema lo reduce a una serie de conspiraciones.
Al contrario de otros líderes populistas que son ajenos a las élites partidistas existentes, López Obrador inició su carrera en el PRI, además de fundar y dirigir el PRD. Al agotarse su liderazgo en el segundo, se vio obligado a formar su propio partido: el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Formado de personas provenientes de intereses y partidos disímbolos, el nuevo partido recuerda a la formación de frentes amplios de otros países.
Finalmente, López Obrador siempre apela a un indistinguible “pueblo”. En sus experiencias de gobierno ha seguido los discursos y políticas populistas: colonizar órganos autónomos para afines, ignorar a los órganos legislativos donde no tiene mayoría a través de decretos, y la constante movilización de enemigos para mantener su base de apoyo.
En resumen es posible clasificar tanto a López Obrador como a su partido y gobierno dentro de nuestra definición de “populismo”. Las siguientes semanas, veremos cómo se ha comportado el populismo en el Congreso, primero como oposición y ahora como gobierno.