Immanuel Wilkins, estrella del saxofón: ‘Las manos son un símbolo de alabanza, pero también se levantan ante la policía’

Immanuel Wilkins aparece en una videollamada desde su departamento en Brooklyn, viendo atentamente la laptop colocada encima de su teclado Fender Rhodes. Una columna de luz rebota en su frente, y sus lentes circulares rojos magnifican ligeramente sus ojos, haciéndolo parecer particularmente absorto en la conversación.

Hablamos antes del lanzamiento de The 7th Hand, la continuación de su debut con Blue Note Records (“un saxofonista alto cuya forma de tocar es al mismo tiempo deslumbrantemente sólida y perfectamente ágil”, exclamó el New York Times, cuando el álbum encabezó su encuesta sobre el mejor jazz de 2020). Es cálido, efusivo y un poco nervioso. Existe un momento prometedor en el que considera tocar el Rhodes para explicar una idea, antes de que se le trabe la lengua, lo reconsidere y comience de nuevo. Solo tiene 24 años y, sin embargo, este nuevo álbum -que analiza la espiritualidad en su obra artística y la danza contemporánea en sus videos– es maduro y aventurero.

“En el centro de la existencia negra, es decir, de la música jazz también, se encuentra esta idea de lo intermedio”, comenta. “Lo que hace que el jazz sea tan genial, es el solo, ¿no? Tocamos la cabeza [el tema central], luego hacemos un remix, hacemos lo nuestro en el medio”.

Nació en Filadelfia y se mudó a 20 minutos al este, al suburbio de Upper Darby, para ir a la primaria: “Tenía jardín. Tenía un parque infantil en el patio trasero. Tuve la vida de niño suburbano por excelencia”. Al ser hijo único, la música fue la forma que Wilkins tuvo para hacer amigos, a través de las bandas de la escuela y el histórico Clef Club of Jazz and Performing Arts de Filadelfia. De nuevo en casa, sus padres lo alentaron a hacer música, tal vez viviendo sus sueños artísticos abandonados, ya que recientemente se topó con las transcripciones de Archie Shepp y Benny Golson recopiladas por su padre, que coqueteó con el trabajo profesional como trombonista y flautista.

Wilkins es miembro de la Iglesia Pentecostal de Dios en Cristo, y comenzó su carrera musical como pianista permanente en el grupo de alabanza de su iglesia local. “Enseguida me di cuenta de que existía una correlación entre el ambiente de la sala y lo que tocaba. Ese fue un momento crucial para mí como compositor, intérprete, todo. La idea de ser responsable de la forma en que la gente consumía el espíritu”.

Recorrió rápidamente sus primeros instrumentos: “Empecé con el violín a los tres años, y sí, realmente no funcionó. Después intenté con el piano, y no se me dio bien. Intenté cantar. Sí…”, dice, riéndose. Para convencer a sus padres de que tomaba con seriedad lo del saxofón (y para que desembolsaran el dinero para comprar uno propio), Wilkins regresó a casa de la iglesia un domingo y descubrió que “ya podía tocar uno de los himnos [con él], a medias, simplemente”. Le dijeron que sí.

Al crecer, todo giraba en torno al saxofonista Kenny Garrett (“tercer grado, cuarto grado, quinto, sexto, segundo de secundaria…”) y a los consejos que le proporcionaba Branford Marsalis, a cuya banda se unió recientemente su “hermano mayor” no oficial, Justin Faulkner, en la batería.

Su compañero de Filadelfia Marshall Allen, líder y miembro de mucho tiempo de la Sun Ra Arkestra, invitó a Wilkins a los 12 años a la famosa casa de la Arkestra en Germantown, lugar en el que los aventureros interestelares han vivido desde 1968. Wilkins consiguió sentarse junto a Allen y experimentar su sonido cáustico. “Marshall solía atar una cuerda roja alrededor de la campana de su saxofón, y yo conseguí una muñequera roja y la puse alrededor de la mía para ser como él”.

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Tocando en el festival de jazz de Monterey de 2021. Foto: Craig Lovell/Eagle Visions Photography/Alamy

Entonces, ¿por qué se fue? “Hay algunas buenas universidades en Filadelfia, pero yo solo quería ir a Juilliard, quería estar cerca de Wynton [Marsalis]”, el trompetista y profesor ganador del Premio Pulitzer que simboliza el jazz prestigioso y con clase. “Así que me levanté y me fui”. Marsalis lo encaminó hacia el álbum Town Hall, 1962, de Ornette Coleman (“Igualar el sonido [de Coleman] se convirtió en una gran parte de lo que hago”), y su mudanza a Nueva York también lo acercó al pianista vanguardista Jason Moran, que posteriormente produciría su primer álbum.

“Lo conocí por primera vez en un concierto de Aretha Franklin cuando era niño. Después, siempre que iba a Filadelfia, iba a todos sus conciertos. Cuando su baterista me escuchó en Nueva York, le dijo a Jason: ‘Oye, ¿conoces a ese vato que solía ir a todos nuestros conciertos? No se escucha tan mal, deberías darle una oportunidad'”. En Juilliard, Wilkins también conoció a su cuarteto (Micah Thomas, Daryl Johns y Kweku Sumbry); ahora se está creando un rumor expectante en torno a los cuatro.

El departamento de jazz de Juilliard comparte piso con las divisiones de danza y actuación, y Wilkins se arrepiente de no haberse diversificado anteriormente en otras disciplinas (su madre era bailarina, y todavía baila en la iglesia de vez en cuando). The 7th Hand compensa el tiempo perdido, una declaración creativa colectiva con raíces en el pensamiento crítico negro. El arte de la portada, en el que aparece Wilkins en medio de la inmersión, remezcla las ideas establecidas del bautismo negro del sur, colocando a las mujeres en el papel de liderazgo tradicionalmente masculino. “Supongo que intento preguntar quién es verdaderamente digno de ser bautizado. O, ¿cuál es el imaginario consolidado en torno a la santidad que vemos?”. Por su parte, el video Emanation/Don’t Break (con Farafina Kan Percussion Ensemble, y dirigido por Cauleen Smith, que aparece más arriba) busca las conexiones entre los estilos de danza negra -el footwork, el line-dance y el double-dutch- tejiendo un simbolismo todavía más rico en la creación de Wilkins.

El título del álbum proviene del Libro de Ezequiel, donde Dios ordena a Ezequiel construir un altar con las medidas de “seis codos y una palma”.

“Las manos son el centro de la vida espiritual, son muy poderosas”, comenta Wilkins. “En la iglesia, esas manos levantadas son un símbolo de alabanza, ¿no? Pero también se levantan esas mismas manos ante la policía”. Su filosofía, y su música, es utópica en unos Estados Unidos que no lo son: “Se trata de imaginar un escenario que se encuentra muy lejos de nuestro alcance, pero que nos lleva a una cierta verdad que nos encuentra más lejos de lo que estamos ahora”.

El álbum continúa donde dejó la rapsodia de Omega sobre la totalidad de la vida negra: siete movimientos que fluyen entre sí y culminan en el tapiz inmersivo de 27 minutos de Lift. La improvisación colectiva incorpora gradualmente al cuarteto a medida que avanza el disco; el grupo se transforma en recipientes a través de los cuales la inspiración divina puede fluir libremente. Su sonido es emocionantemente diverso, fluyendo rápidamente desde la disonancia áspera e impulsora hacia tonos gospel más apacibles, antes de estallar de nuevo en una vibrante improvisación.

Le pregunto a Wilkins cuál es su opinión sobre la idea del jazz espiritual, un género que ahora está ligado a la psicodelia cósmica. “Me gusta más la expresión música sagrada”, dice. “Por ejemplo, John Coltrane tenía A Love Supreme, y Duke Ellington tenía Come Sunday. Me pregunto si tal vez éste es mi período de música sagrada”. En cualquier caso, conforme los miembros de la banda se alejan gradualmente del grupo y adoptan la idea de Wilkins de ser un recipiente con solos trascendentes, su música siempre se siente impulsada por el espíritu.

The 7th Hand ya está a la venta en Blue Note Records.

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