Vivir en un cuerpo de mujer: Salí de la cárcel, pero no puedo olvidar lo que se siente cuando se criminaliza el deseo
Judith Clark en el centro correccional para mujeres de Bedford Hills, en el estado de Nueva York, en 2017. Foto: Damon Winter/New York Times/Redux/eyevine

Me encuentro en la fase embriagadora de una nueva relación. Ese estado de euforia y lujuria que es tan electrizante que en ocasiones lo confundimos con el amor. Nos encontramos ilegalmente en su celda, en su cama, casi desnudas, tan inmersas en nuestra relación que no escuchamos el tintineo de las llaves de la guardia en el largo pasillo. En cuanto nos damos cuenta, ella está en la puerta, bajando la cortina. Nos apresuramos a vestirnos y a sentarnos con cierta apariencia de decoro. Sudorosas, avergonzadas, asustadas.

“Denme sus identificaciones”, dice con severidad. Se las entregamos, conscientes de que nos acusará de numerosos cargos que nos llevarán a que nos separen en diferentes unidades de alojamiento, y posiblemente a que nos quiten nuestros trabajos. “Vístanse, vayan a sus celdas y quédense ahí”, dice.

Cuando se va, le digo: “Déjame hablar con ella”. Mi compañera es nueva en la cárcel, pero yo llevo más de una década aquí. Conozco cómo funciona todo. Mientras me dirijo a la oficina de la oficial, intento encontrar un equilibrio entre sentirme arrepentida por haber infringido una regla y poner a la guardia en una posición incómoda, y a la vez no avergonzarme de mi intimidad.

Pienso en mis años antes de la cárcel, cuando me declaraba homosexual y luchaba por la liberación de los homosexuales, para ayudarme a mantener la calma. Sospecho que esta guardia también es lesbiana. La veo directamente a los ojos mientras hago un trueque para conseguir nuestra libertad. Finalmente, me regresa nuestras identificaciones y le prometo dos semanas de labores de limpieza.

Regreso a la celda de mi compañera para entregarle su identificación y alardeo. Me siento tremendamente aliviada. Ella no. Se siente avergonzada y estresada. Está traumatizada, y este trauma resuena con muchos traumas anteriores. Cuando su miedo se transforma en enojo, se dirige a mí con ira. Es un momento que no dura mucho, pero que se repetirá muchas veces a lo largo de nuestra relación, provocado por las circunstancias distorsionadas de la represión sexual que definen nuestras vidas por dentro.

Quiero hablar del sexo en las cárceles de mujeres. No de los abusos sexuales. No del sexo al servicio de la excitación del público masivo. No del estudio de un sociólogo sobre las falsas configuraciones familiares en las cárceles de mujeres. Quiero hablar de cómo el sexo, la sexualidad y el tacto son necesidades y derechos humanos, negados y distorsionados, criminalizados y reprimidos cuando entramos al sistema penitenciario. Quiero hablar de lo que esto supone para quienes pasamos nuestros mejores años dentro de la cárcel; de lo que implica para las mujeres cuya experiencia traumática marcó su camino hacia el daño, la autolesión y la cárcel en sí misma.

Incluso ahora, tras casi tres años fuera de la cárcel, siento vértigo al escribir este artículo. Cuatro décadas de relaciones sexuales prohibidas, de rapiditos en el armario y de orgasmos silenciosos y reprimidos; de tener prohibido bailar en los brazos de mi pareja o tomarnos de la mano mientras bajamos la colina hacia el trabajo. Cuatro décadas de anhelos y de esconderse, y de siempre tener que prestar atención. De cacheos y registros al desnudo y de ponerme en cuclillas y toser y separar las nalgas, de orinar delante de extraños uniformados; de ser amenazada con informes de mala conducta por abrazar a una joven en lágrimas o en festejo; de que solo se permitan 15 minutos de “cortina de privacidad” para desvestirme en la falta de privacidad de mi propia celda. Me duelen el cuello y los hombros mientras la adrenalina recorre mi cuerpo. El pasado y el presente colapsan. Siento un enorme nudo en la garganta de deseo reprimido y de ira no expresada, de amor de mujer y de furia de mujer, del clamor de décadas de satisfacción e insatisfacción, exigiendo una voz que resuena dentro y fuera.
Judith Clark es una activista política.

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