Opinión

El futbol americano, un impulso vital

Antes de cada partido, cuando volteo a las tribunas, ahí está él, orgulloso de mí. Me gustaría abrazarlo una vez más

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Cada vez que juego futbol americano, volteo a las tribunas y veo a mi papá. Motivado por los partidos de Guerreros Aztecas a los me llevaban al Estadio Olímpico, a los 10 años le dije a mi viejo que quería jugar con Lobos de Plateros. Mis hermanos y yo dejamos las clases de natación en la Unidad Independencia para irnos a batir al lodo de los campos que estaban junto a la Prepa 8.

Para mí, aquellos primeros meses fueron un suplicio. Aunque tenían mi edad, veía a los veteranos enormes y con dos o tres temporadas de experiencia, golpeaban durísimo. Sentí miedo y comencé a faltar a las prácticas. Me iba de “pinta” con mis amigos mientras mis hermanos y el resto del equipo entrenaban. El día que entregaron los uniformes para la temporada, mi nombre no estaba en el róster. No hubo jersey para mí. Mi papá reclamó y discutió con los coaches y el dueño del equipo. No me conocían. No recuerdo su regaño, pero sí su cara de decepción. Fue más doloroso que si me hubiera golpeado.

Al año siguiente volví al campo de entrenamiento. Tenía miedo, pero el pavor de volverle a fallar a mi viejo era mucho más grande. Jugué esa temporada como centro suplente de Omar, mi hermano menor. Ganamos el campeonato con “carrera de Tennessee”, es decir, invictos y sin ningún punto en contra. Aún conservo el jersey, la chamarra, el diploma y el trofeo de aquel año mágico. Evidentemente nunca fui una figura, simplemente cumplía mis asignaciones en la línea ofensiva y me divertía. Pero un día, cuando más podría haberle dado al football, lo dejé. Nos cambiamos de casa y mi papá quería que jugáramos en Cherokees, pero mis hermanos y yo le pedimos descansar una temporada. Omar e Iván, que sí eran titulares, nunca volvieron a pisar un emparrillado.

Siempre estuvo ahí

En mi primer año como reportero de deportes, en Reforma, me tocó cubrir partidos de la Liga Mayor de México y me reencontré con ex compañeros, coaches y a gente que conocí en Lobos. Me arrepentí una y otra vez de haber dejado de jugar.

Cuando mi hija era una recién nacida, una tarde fui a comprar pañales y pasé frente al “Ejido de oro”, en Lomas Verdes. Detuve el auto y bajé a ver un entrenamiento infantil de Pieles Rojas en un campo donde jugué alguna vez a los 11 años. No sé cuánto tiempo estuve ahí. Cuando la mamá de Camila me llamó por teléfono para ver dónde estaba, me secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

En 2008 me invitaron a jugar el “Tazón del Barro”, un partido que disputan los reporteros y fotógrafos de la fuente de futbol americano contra árbitros, veteranos o el equipo que se deje. Al comentarlo con mi papá, su respuesta fue seca y contundente: “¿A quién quieres impresionar?” Mi viejo murió en 2009 y nunca me volvió a ver jugar. En 2011, finalmente acepté la invitación para el tazón y después de 15 años me volví a equipar. Mi mamá y mi hija me acompañaron. Desde ese año sólo dejé de jugar en 2020 y 2021 por la pandemia, que se llevó a seis compañeros de los equipos en los que he jugado, cuatro de ellos linieros, como yo.

Después de los 40 aprendí a disfrutar cada entrenamiento, cada golpe, cada raspón y hasta las lesiones. Salí dos veces campeón con Spartans y otra vistiendo los colores azul y oro de la Horda Dorada, equipo con el que grité un “goya” como jugador después de ganarle la final a Frailes, en un partido donde no entré ni un minuto. Con Marshals he ido a jugar a León, Toluca y a la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla. Dos veces sufrí la “humillación” de que nos pararan el partido, pero me he reído como nunca.

Durante el cuarto día de mi convalecencia por Covid-19, en septiembre de 2021, tuve una fiebre tan alta que comencé a delirar mientras veía un partido de futbol americano en la televisión. En ese momento le pedí al Barba y a mi papá que me dejaran jugar otra vez, solo quería sentirme jugador una vez más. Con la camiseta empapada de sudor y a pesar de las recomendaciones de Marilú, mi doctora, me levanté de la cama y me puse a levantar pesas. Ayer, después de cuatro años, me volví a equipar y jugué mi noveno Tazón del Barro. Una vez más, como en las últimas tres ediciones, hice la oración antes de comenzar el partido.

En el emparrillado, soy otra vez aquel niño que hace 41 años llegó al campo de Lobos y me emociono cada ocasión que me entregan el jersey para una nueva temporada o partido. Cuando me revuelco en el lodo o llego a casa escurriendo después de un entrenamiento bajo la lluvia, recuerdo el orgullo de ser jugador de futbol americano.

Antes de cada partido, cuando volteo a las tribunas, ahí está él, orgulloso de mí. Me gustaría abrazarlo una vez más y decirle: “Viejo, nunca se me quitó el miedo”.

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