Opinión

Belleza de cantina

Carlos Monsiváis definió a las cantinas como 'santuarios errátiles en los que prodigan situaciones patéticas, cómicas, trágicas, melodramáticas, en las que se reúne todo tipo de personas'.

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Una tarde de hace más de 40 años, cuando caminaba con mi mamá por las calles del Centro Histórico, me detuve frente a las puertas abatibles de un local y le pregunté: 

– ¿Qué es una cantina?

– Un lugar donde hay borrachos, me respondió. 

Hasta ese momento, la única imagen que tenía de un borracho era la de un hombre descamisado que sostenía una botella en la mano, junto a una puerta, que aparecía en las tarjetas del mexicanísimo juego de la lotería, por eso, cuando pasaba por alguna cantina me asomaba por debajo de las puertas abatibles para tratar de ver de cerca a un hombre “pasado de copas”.

En el libro A ustedes les consta, Carlos Monsiváis definió a las cantinas como “santuarios errátiles en los que prodigan situaciones patéticas, cómicas, trágicas, melodramáticas, en las que se reúne todo tipo de personas”. En su ruta de cantinas imperdibles del Centro Histórico, Monsiváis llegó a mencionar a La Faena, La Ópera, El Tenampa y La Vaquita, la primera cantina que conocí, a los 17 años.

Mi primo Enrique, que cuando aún bebía solía ser un tipo agradable, me llevó un día de mi cumpleaños a comer a la famosa cantina que abrió sus puertas en septiembre de 1920 y estaba ubicada en la esquina de Isabel La Católica y Mesones, donde una leyenda cuenta que trabajó durante algunos años Mario Moreno “Cantinflas”. El propio Enrique, al que acompañaba a hacer compras por el centro de la ciudad, me llevó a conocer también La Mascota, El Gallo de Oro y Las Dos Naciones, donde me enamoré a los 18 años de una mesera llamada Matilde, a la que le escribía poemas en servilletas con el logo de cerveza Corona.

Se dice que las cantinas se establecieron en la Ciudad de México en los primeros años de la década de los 50 del siglo XIX, por eso El Nivel exhibía, detrás de la barra, la licencia número uno para un establecimiento de este tipo en la capital del país, además de un reloj en donde las manecillas corrían en dirección contraria a la convencionalidad. Durante dos o tres años, cuando éramos estudiantes universitarios, Manolo Almazán y yo hicimos nuestro brindis de fin de año en El Nivel. Nos gustaba acodarnos en la barra, tomando vodka con refresco Del Valle de toronja.

Tras su cierre en 2008, el honor de ser la cantina más vieja de la ciudad fue heredado a La Peninsular (Alhóndiga 26), que abrió sus puertas en 1872 y fue escenario de algunas escenas de la película El Callejón de los Milagros. Cuando era estudiante del ITAM, La Invencible, pero sobre todo La Camelia, ambas muy cerca de la Plaza San Jacinto, se convirtieron en mis cantinas favoritas. Recuerdo que La Camelia no tenía baño para mujeres, por lo que era complicado invitar a chelear a mis compañeras.

Durante más de 30 años, mi papá y su grupo de amigos jugaron dominó los martes en La Trasatlántica, una cantina que estaba en Abraham González y Atenas, a unos pasos del célebre centro nocturno El Patio. Cuando se aburrían de “La Trasa”, se iban a jugar al Salón Luz o al Covadonga, donde yo también pasé largas noches “de ficha” con mis compañeros de Televisa Deportes.

Durante los casi nueve años que trabajé en la televisora de Chapultepec 28, comer en cantinas se volvió una tradición. En La Rambla comía casi diario un nutrido grupo de comentaristas y narradores, entre los que se encontraban Paco Villa y Raúl Sarmiento; pocas veces los acompañé.

A mí me gustaban las cantinas del otro lado de Avenida Chapultepec, como La Jarra de Moya, La Castellana y, por supuesto, El Negresco, en Victoria y Balderas. Fuera del primer cuadro, las cantinas que más frecuenté fueron La Valenciana y El Mesón del Quijote, en Narvarte, y el Río Miño, en la glorieta de Vaqueritos, donde a las siete de la tarde el administrador bajaba la intensidad de las luces, las meseras le subían unos centímetros a las minifaldas y comenzaba el aquelarre.

Mención aparte merece El León de Oro, en la Escandón, cantina a la que llegué, al igual que a El Nivel, después de haber leído sendas novelas de Gonzalo Celorio: Y retiemble en sus centros la tierra y Amor propio. Aunque mi hija casi no toma alcohol, hace unas semanas comimos ahí, en el mismo lugar donde vi la eliminación de México del Mundial de Alemania 2006 con un golazo fuera de este mundo de Maximiliano Rodríguez.

Encerrado en mi casa desde la pandemia, salvo mi breve estancia en Puebla, he dejado de frecuentar cantinas hace casi cuatro años. Las pocas veces que he salido me he encontrado con botanas miserables – caldo de camarón, tostadas, cacahuates y chicharrones de harina-, porque ahora casi todo el consumo es a la carta. Hace casi 35 años dejé de asomarme por debajo de las puertas, para entrar y sentarme en alguna de las mesas de mis cantinas favoritas. Por el bien de la historia de esta ciudad, las cantinas no pueden desaparecer.

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