Opinión The Guardian

Los futbolistas canalizan nuestras emociones, pero las exigencias sociales y políticas a las que se enfrentan simplemente no son justas

Nuestra organización representa a 65 mil futbolistas de todo el mundo. Cada uno de ellos tiene derecho a expresarse sobre los grandes temas si así lo desea, o a guardar silencio.

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Cuando la selección nacional iraní se niega a cantar su himno nacional para apoyar a los manifestantes en su país natal; cuando cientos de futbolistas siguen al mariscal de campo de la NFL Colin Kaepernick y se arrodillan al comienzo de sus partidos, se unen a una larga tradición de protestas. Quizás el momento más icónico lo crearon Tommie Smith y John Carlos, dos velocistas estadounidenses que levantaron sus puños en los Juegos Olímpicos de 1968 en protesta por el racismo y la injusticia en sus comunidades. Su libertad de expresión, el riesgo que cada uno de ellos asumió para protestar, ha contribuido a moldear el rol del deporte en nuestra sociedad.

Como sabrán, antes de este Mundial, varias federaciones nacionales y sus equipos tenían previsto usar un conocido brazalete con el arcoíris, uno que ya habían lucido en competencias anteriores. Se trataba de un gesto sencillo y modesto, querían evitar los prejuicios y mostrar su solidaridad con millones de personas de todo el mundo que no son libres de amar a quien quieren. Lo que sucedió después –amenazas de sanciones a los jugadores, búsqueda de respuestas por parte de las federaciones– reveló la fricción que existe entre los jugadores y las distintas instituciones deportivas, así como la incapacidad de ver más allá de sus disputas políticas, hacia los valores que podrían unirlos.

De la noche a la mañana, un símbolo de apoyo se convirtió en una fuente de controversia institucional, sin un plan de respaldo para tal eventualidad. Y como suele ocurrir, la responsabilidad pasó a los jugadores. Observamos la incertidumbre en torno al grado de sanción al que podrían enfrentarse los jugadores (¿tarjetas amarillas? ¿prohibición de partidos? ¿peor?), los mensajes contradictorios de las federaciones y el silencio de aquellos que podrían haber tomado decisiones claras meses antes.

Pero, ¿cómo llegamos a esto? ¿Por qué un gesto de apoyo suscitó tanta resistencia? ¿Por qué se permitió que los jugadores se sintieran aislados cuando sus acciones provenían de un lugar de dignidad y respeto? “No me siento cómodo, y eso ya es bastante revelador”, comentó Jan Vertonghen, del Bélgica, mientras se esforzaba por comprender –antes de la eliminación de su equipo– si el hecho de hablar sobre cuestiones de derechos humanos podría haber provocado su suspensión del torneo.

Existe una respuesta fácil, que todo se debe a la decisión de celebrar el torneo en Qatar. Sin embargo, así se eluden problemas más profundos que seguirán existiendo después de esta Copa del Mundo. Al desentrañar los detalles de la saga del brazalete nos encontramos, en el fondo, con dos preguntas. Primero, ¿cuáles son los valores que el deporte realmente adoptará y defenderá cuando afirme ser una influencia unificadora en un mundo fragmentado? ¿Y por qué los jugadores cuya conducta en la cancha está regulada, a quienes se pide que representen esos valores, no están en la mesa cuando se dictan las normas y se toman las decisiones que tienen tanta repercusión en su deporte?

Esta última pregunta pone de manifiesto el reiterado fracaso del sistema de gobierno del futbol en cuanto a escuchar y compartir el poder con las mismas personas que dan vida a este deporte, en la cancha. Un fracaso, en última instancia, para compartir la toma de decisiones con las personas a las que afecta de forma directa.
Pero la primera pregunta es más delicada y compleja de lo que la mayoría de los reportajes y comentarios nos quieren hacer creer.

Los grandes acontecimientos deportivos internacionales nunca han estado exentos de cuestiones geopolíticas; la propaganda, las protestas y los boicots forman parte de su historia. Y cuando el organizador se esfuerza por imponer su identidad y un conjunto único de reglas –no solo para proteger sus intereses comerciales, sino también para ofrecer un punto de encuentro que esté abierto a todos– es posible que busque un objetivo legítimo. Pero únicamente si acepta que todo deporte está arraigado –profundamente– en la sociedad que lo alimenta.

Los brazaletes del arcoíris, como el que lució el capitán de Inglaterra, Harry Kane, es un partido contra Italia en sempretiembre, fueron prohibidos por la FIFA. Foto: Calanni/AP

Independientemente de cuál sea la intención, cualquier intento de aislar el deporte de nuestros derechos fundamentales, codificados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ratificados por todos los gobiernos de las naciones que compiten en este Mundial y consagrados en los estatutos de la FIFA, equivale a abandonar una de las pocas normas comunes disponibles y a perder la excepcional oportunidad de un marco igualitario para todas las personas del mundo. Las organizaciones deportivas deben comprender que su compromiso con la neutralidad en cuestiones de política o religión no puede ser aplicado a los derechos humanos. La pasividad o la presunta neutralidad en materia de derechos humanos es una elección profundamente política.

Cuando vemos el lugar que ocupa el deporte en el corazón de nuestra sociedad, vemos con mayor claridad el papel de nuestros deportistas: son el centro del escenario, representan el drama, canalizan nuestras emociones, incluso mientras construyen sus propias carreras profesionales. El suyo es un mundo que conlleva grandes recompensas para algunos, pero también las exigencias de la vida pública.

Como sindicato internacional que representa a 65 mil jugadores de todo el mundo, nuestro trabajo consiste en proteger sus derechos humanos, sus condiciones sociales y sus perspectivas económicas. Los ayudamos a sobresalir como deportistas, trabajadores, colegas, ciudadanos, figuras públicas y, sobre todo, como seres humanos.

Sin embargo, las expectativas que actualmente se depositan en esos jugadores no son ni justas ni realistas. En cualquier grupo de personas hay algunas que quieren hablar y tomar una postura por lo que es más grande que ellas mismas, y hay otras que no, aunque compartan los mismos valores. ¿Por qué los futbolistas iban a ser diferentes? Muchos de ellos sí quieren hablar, pero con libertad, en sus propios términos e independientemente de las decisiones, en las que no tienen nada que decir, de sus federaciones, clubes o ligas.

No obstante, si les pedimos que encuentren su voz, sin duda también debemos respetar su derecho al silencio. Cada jugador sigue siendo, ante todo, un atleta profesional. Nadie debería obligarlos a asumir un papel público que no desean; pero si ellos realmente quieren asumir ese papel, tienen el mismo derecho a hacerlo como cualquier otra persona.
Esta Copa del Mundo ha resaltado con dureza todos estos difíciles retos. Pero los jugadores y los entrenadores no están solos.

Mientras gran parte del planeta lucha contra los conflictos económicos y sociales, la desigualdad y una creciente sensación de alejamiento de las decisiones que moldean nuestras vidas, los viejos modelos de gobernanza cerrada y jerárquica están llegando a su límite. Los ciudadanos de las sociedades más diversas exigen que se les escuche más. Hoy en día, el deporte se enfrenta al mismo reto, por parte de sus jugadores, sus aficionados y el público en general.

Los jugadores están encontrando su voz –individual y colectivamente– en un sistema que durante mucho tiempo los ha querido callar. Las federaciones deportivas deberían aceptarlo –de forma genuina, abierta y urgente– y compartir la administración del deporte con aquellos que se encuentran en el centro del mismo.

Tal vez eso nos ayudará a redescubrir el espíritu de humanidad que muchos sienten que falta en nuestras instituciones deportivas. Abramos la puerta, demos la palabra a los jugadores.

Jonas Baer-Hoffmann es secretario general del sindicato internacional de futbolistas profesionales FIFPro.

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