Opinión

Las relaciones parasociales y el día del influencer

Platiquemos de estas dinámicas de una sola vía que se disfrazan de interacción y de la responsabilidad que la atención de una audiencia debe considerar.

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Las relaciones parasociales son definidas como relaciones unilaterales, interacciones donde una persona despliega energía emocional, interés y tiempo, y la otra parte desconoce por completo (o casi por completo) la existencia de la primera. Estas relaciones son comunes desde hace varias décadas hacia celebridades, organizaciones (por ejemplo, equipos deportivos) o estrellas de cine y televisión, etcétera.

El término hace referencia a un tipo de relación psicológica experimentada por una audiencia en sus dinámicas con artistas, famosos, gente presente en los medios de comunicación y, más recientemente, en plataformas en línea.

El concepto regresó a mí al escuchar que el pasado 30 de noviembre se celebró el Día del influencer. Ese nuevo ente y nomenclatura con el que designamos a cualquiera que ha logrado alcanzar o desarrollar un nutrido y fiel grupo de escuchas/lectores/fans. La fecha busca, de acuerdo con especialistas, “reconocer a todas aquellas personas que inspiran a otras gracias a sus contenidos y que, de esta manera, dan a conocer y posicionan distintas marcas y productos de acuerdo al gusto de los consumidores, valiéndose del marketing digital”. 

Se trata de una conmemoración creada a partir del concepto de que un influencer es cualquier persona o usuario de redes sociales (aunque hay influencers offline, por ahora concentrémonos en lo que sucede en línea) que con una audiencia considerable, que puede ir de los pocos miles a los millones de usuarios, inspira, motiva o atrapa nuestra atención o interés, mientras promueve espacios, contenidos o productos, propios o de otros. 

Valga decir que existen muchos tipos de influencers. Estos hablan de todo tipo de cosas. Habrá que señalar que no todos son superfluos, egocéntricos o exclusiva-prioritariamente interesados en el dinero, la fama/popularidad y las selfies, aunque los más visibles y un importante porcentaje de ellos han alcanzado la fama virtual y el convertirse en memes y chistes precisamente por eso. Y no son pocos los que siguen, admiran y emulan esos pasos. 

No entraré en la controversia de la clase y nivel de influencers que acaparan la conversación o la atención digital y de sus, por decir lo menos, polémicos o cuestionables modos y formas, prioridades y acciones, como con los influencers que durante la jornada electoral de 2018 decidieron apoyar “improvisadamente” al Partido Verde. Sí, son de lo peor que hay en internet. Son carne de cañón para la burla y la genuina y justificada indignación colectiva. Y para bien y para mal son referencia y ejemplo para muchos. Pero también son parte importante de una dinámica y fenómeno de enorme interés y que invita a la reflexión e introspección (ya saben, lo que me gusta provocar en esta columna) de la mano de la idea de nuestras relaciones parasociales. 

Así recordé un episodio del podcast The Cut en el que se exploran algunas ideas y reflexiones mientras se lanzan al aire algunos cuestionamientos que creo necesarios compartir. No por alcanzar u ofrecer una respuesta, sino por la necesidad de iniciar una discusión y/o reflexión sobre esto. 

El interés o atracción a estas figuras es natural. El fanatismo por actores y actrices, cantantes, “famosos” es un ejemplo fácil de entender estas relaciones parasociales. Pero estas dinámicas y relaciones están encontrando un nuevo nivel y dimensión una vez que la fama y atención ha llegado a ciudadanos digitales comunes y corrientes, sin ningún claro o distinguible talento o especialidad que nos permita entender por qué tendrían una amplia audiencia. 

Gente que pide atención para compartir experiencias de superación y crecimiento o de inspiración, pero que muchas veces los hace desde el simplismo de la buena onda, del cliché, el lugar común o la frase alentadora que parece sacada de cualquier libro genérico de autoayuda. 

La pandemia nos acercó a voces y personas que no conocemos realmente. Nos hizo invertir tiempo en ellas. Quizás para matar el tiempo, por curiosidad, por necesidad de conexión o pertenencia. La pandemia redefinió nuestras dinámicas digitales, cuando este era el único recurso de contacto para muchos a lo largo del último par de años. En ambas direcciones. Todos queremos atención. Pero se puede volver algo negativo o poco sano muy fácilmente.

Las relaciones parasociales parecen estarse no solo intensificando, sino alcanzando a estas personas comunes y corrientes que por X o Y logran acumular seguidores por los miles o millones. Ahí aparecen nuestras ciegas defensas (como fans) de sus acciones o contra sus críticos como si fuéramos parte de su círculo cercano. Como si se tratar de una obligación. “Tú no lo entiendes” o “te tienen envidia” es lo único que se alcanza a argumentar. Incapaces de aceptar o escuchar una crítica, seguidores e influencers se encierran en su burbuja de complicidad. Aunque quizá no somos tan cercanos como quisiéramos. “Es que tú no lo conoces como yo”, afirman algunos. Pues qué crees, tú tampoco lo conoces como crees. Todo está en tu cabeza. 

Hemos hecho una considerable inversión en extraños. Porque eso es lo que somos realmente para cualquiera que solo sabe de nuestras vidas por lo que decidimos publicar o no en redes sociales. Es imposible ver las complejidades y detalles. La profundidad y contradicción natural de una personalidad. Todos dejamos MUCHO fuera de la narrativa digital de nuestras historias. Es una versión pública, una representación parcial, un personaje basado en partes de quien soy. 

Por definición, las relaciones parasociales son de una vía. Pero el influencer digital hace su parte para hacernos sentir que somos parte de su vida (aunque de nuevo, no sepamos casi nada de quienes están del otro lado). Lo que no pasa con celebridades más tradicionales (actrices, cantantes, etcétera), quienes no invitan tanto a sentirte parte de esa familia o de conocerlas. Es la creación de la ilusión de amistad. En tiempos cuando incluso las amistades reales se sienten como relaciones parasociales. 

En aras de la superación, el crecimiento y la buena ondez, la motivación y el derecho a compartir historias que pueden conectar con temas de salud mental (depresión, soledad, pertenencia, autoestima) son más importantes que el fondo de lo que se dice, la capacidad integral para abordar esos temas complejos y no dejarlos solo como postales de buenas intenciones con obligatoria selfie incluida (que también suele darse concentrando atención en atributos físicos y poco más, amparadas y amparados en que invitamos a una idea sobre autoestima y sobre sentirnos mejor) pero de una superficialidad innegable. 

Estudios del propio Facebook (ahora Meta) sobre Instagram indican que no, y que hay una altísima factura en la salud mental y en dinámicas individuales y sociales de miles/millones de jóvenes en todo el mundo, que quieren ser como esos y esas influencers que según sus feeds o timelines, viven vidas idílicas y de catálogo, montadas como selecciones curadas de momentos que no pueden reflejar la vida real, cotidiana, de estos humanos famosos de internet, sino una representación (quizá cercana a la realidad pero nunca totalmente precisa… muchas veces, todo lo contrario). Aún cuando entre las selfies de destino turístico/exótico se asomen comentarios sobre cuidarse, quererse, aceptarse, etcétera. Valga de ejemplo sobre esta compleja dinámica y realidad, que muchos influencers quieren pasar por alto los artículos y reportajes del Wall Street Journal y El País, en Facebook knows Instagram is toxic for many teen girls, Company documents show y  La adolescencia sin filtros en Instagram

¿Nos estamos ayudando realmente? ¿Saben otros que están viendo solo una creación, un personaje, una versión mínima de nosotros mismos a partir de lo que sea que publicamos en Twitter, Instagram, TikTok, YouTube o cualquier espacio digital? ¿Sabemos nosotros que solo estamos viendo una versión de lo que otros publican y no a la persona misma? ¿Se vale decir o afirmar con vehemencia (o con franca hostilidad o en plan de defensor revolucionario de un derecho o libertad) que nos conocemos o conocemos a alguien por lo que leemos y consumismos de esa persona en línea? ¿Se puede negar que hay algo de verdadero en el sentimiento de cercanía, familiaridad o conocimiento cuando seguimos fielmente lo que ese alguien publica? ¿Cuál podría o debería ser nuestra posición al respecto? ¿Deberíamos replantear nuestras relaciones hacia estas figuras? ¿Deberíamos cualquiera en la posición de tener una audiencia, reflexionar sobre nuestro rol en etas dinámicas y lo que podemos provocar o alimentar, más allá de nuestras buenas intenciones, con la curaduría que hacemos de nuestras vidas cada que publicamos algo? Piénsenlo. 

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