Opinión

Esculpiremos piedras

Queda puesta una regla para esta columna, una sola: escribir desde el amor al arte y para aquellos que desean amar lo creado como reflejo de la vida misma.

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Mucho de lo que se labra, a golpe de cincel, queda ahí para los ojos del tiempo y la memoria de los pueblos. Tanto como ha quedado lo escrito en páginas y cantos, porque lo esculpido, igual que lo trazado, se convierte en signo. Signo de ideas, impulso eléctrico que escapa del escondite de uno, rumbo al encuentro de todos los posibles otros apenas apareció en el pensamiento, donde ocurre el incalculable contubernio entre la cultura y el sentido individual del ser. Semeyon, pensamiento en estado puro. El arte no es captura ni creación demiúrgica, sino escisión en las culturas, grieta de donde emerge el magma que nos constituye y hacia donde fluye todo cuanto ocurre en la superficie de la corteza social. Surtidor de lava, filtración de transparencias. Historias generales o mínimas pero, sobre todo, sueños, vidas, genealogías, improntas en la memoria, sensaciones casi imperceptibles, lo mágico, lo etéreo: el firmamento que hoy, como nunca, veo: todo eso va a parar al arte, ahí se decanta. El arte, si es verdadero, tomará ese concentrado para hablar, en voz de uno, por los millones que sientan el impacto de un verso, un trazo, una línea o un silencio en medio de dos estruendos. Y es siempre acción: creación, contemplación, interpretación o conmoción. Verbo irrefrenable materializado.

Me detengo para definir, al fin historiadora del arte. Un friso es, en la arquitectura clásica, una franja que forma parte del entablamento y que, más allá de su función tectónica, se convirtió en un espacio relevante para la narración. Cuando se trataba de un friso corrido, no liso y llano, ni dividido por triglifos y metopas, era una especie de tira de la peregrinación, de filacteria para contar las historias de un pueblo. Aquellos medio o alto relieves dan cuenta de épicas, batallas, encuentros, metamorfosis, tentaciones, dramas y comuniones. Sendos grupos escultóricos con escorzos, contrapostos, serpentinas, desnudos púdicos, hieratismos o serenidades, tanto como fragmentos faltantes o destruidos, narran lo que hemos sido como civilizaciones, horizontes y culturas. Su ausencia no arriesga estructuralmente el edificio, pero sí acoge buena parte de su valor simbólico. Esta columna toma el nombre de Friso corrido para narrar eso que nos hace ser y hallar sentido en estar siendo, visto de manera lateral porque de frente las figuras, como los seres humanos, suelen aplanarse con la luz y precisan del claroscuro para completar su movimiento. Algunos tipos de oscuridad nos ensombrecen, otros iluminan lo que hay, lo que se es ahí. 

Esta columna habrá de ser una casa de cal y canto, de ladrillos cocidos al sol y bruñidos para conseguir un vidriado que refleje la luz del día y el brillo de los astros, donde todos los muros son frisos para contar. Ubicada en un barrio medio, de esos que siempre han existido y por los que uno camina en cualquier país, dando la sensación de que todos los lugares se parecen y tienen un tanto de familiaridad, sencillez y parsimonia. Casa tuya y mía, en una calle con sombras proyectadas por árboles que unen sus cabezas de frondas, de donde aparecen pájaros que vuelan en círculos, rejas repintadas u oxidadas por el golpe del agua en su parte baja. Donde huele a algún guisado apretado y a leche derramada, suena alguna radio y se escuchan las carcajadas de un niño que vive en la misma casa que un gato tomando el sol en la ventana. Donde vuelan las cortinas como velos de novia al viento, con la salvedad de que estas novias libres han contraído nupcias con la soltura de la luz y los remolinos de polvo que tapizan el suelo. Casa construida con piedras de letras en las que se lee “Arte, poesía y libertad”.  Siempre lateralidad natural, nunca enciclopedismo o retrato frontal, porque al arte nunca se vive así, sino con miles de ideas paralelas, con preocupaciones y recuerdos, con una pareja que comenta a un lado, un pequeño que llora desesperado, un amante que no llega, deseos que el cuerpo exuda y terror de lo ininteligible. Son esas historias las que confieren sentido verdadero a lo que queda de lo leído, contemplado, escuchado o a penas ojeado. Ese telón de fondo es, en realidad, el camino que conduce a la conmoción y, por ende, a la experiencia estética: la marca del arte en los individuos, la herida en el centro de la humanidad. 

Queda puesta una regla para esta columna, una sola: escribir desde el amor al arte y para aquellos que desean amar lo creado como reflejo de la vida misma. Amar la vida, pues, como se ama la belleza prístina, cualquiera que conmueva y cimbre los espíritus de guardia baja para volvernos nuevamente humanos, haciendo frente al silencio del horror que nos rodea. 

Cierro con esto: cuando Anne Carson narra su andar por el Camino de Santiago, dice que los peregrinos de antaño fueron construyendo los puentes sobre la marcha y que, mientras caminaban, cargaban cada uno con una piedra grande que luego colocaban. Para despistar al hambre, fingían que cada piedra era una hogaza de pan, siendo ambas doradas y, agregaría yo, que en común tienen sumar, nutrir y constituir. Imagino que aquellas piedras serían dispuestas en algún hueco, donde algo faltaba: donde quedaba algo por decir y el vacío ponía en silencio la vida, donde la ausencia de materia interrumpía la conexión entre dos puntos. Es ahí donde cabe la palabra, no solo para unir dos extremos, sino para allanar, volver transitable y abonar a hacer, a ser. Por el lapso que dure la escritura y lectura de estas líneas, abriremos la vida, el mundo que no se ha cerrado del todo, a partir del arte: nos merecemos, tú y yo, un espacio de contemplación y vida que en verdad sea vida. Por eso llegamos hasta aquí. 

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