Opinión

La mujer que fue Borges y mi abuela

En un mundo donde lo terrible impera por encima de la belleza, sueño y me observo cada día en esa orbe de reflejos que dejó mi abuela como única herencia necesaria: ella sabía que mirar a través, tomar perspectiva y crear un punto de fuga con los ojos del alma era lo único que nos liberaría a ambas.

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Infinitos los veo, elementales

ejecutores de un antiguo pacto,

multiplicar el mundo como el acto 

generativo, insomnes y fatales.

Jorge Luis Borges

No logro reconocer a la mujer frente a mí. Debo pedirle perdón. Perdonarla. Decirle que la amo. Es tremendamente difícil después de devenires, pasos en falso, erratas y dudas. Me parece ajena a grado tal de resultar una completa desconocida. Un estoperol dorado en el centro, once centros. Los decididos surcos en su frente, el árido estoicismo de su rostro, la palidez de verdaccio medieval, la melena larga y desordenada cubriendo el pecho liso. Todo habla por el tiempo transcurrido. Los remaches como abanicos de meninas diminutas en las cuatro esquinas lo definen, delimitan y convierten en un espacio temporalmente autónomo. Los años, tantos ya, aparecen perturbadores como destellos epilépticos, ráfaga discontinua de impulsos electrizantes, incluso momentáneamente dolorosos. Están pintados en los lunares de aquel rostro, las comisuras inmóviles, el ceño permanentemente extrañado ante la vida. El bisel en los cuatro lados de los diez rombos enteros y doce partidos por la mitad, interrumpe la realidad. Los ojos ambarinos tan duramente expresivos, inquisitivos debido, en gran parte, al marco implacable de las cejas negrísimas, me traen de vuelta. Es el reflejo completo, la completud del objeto frente al que he estado de pie, desnuda desde hace varios minutos, lo que, por fin, me hace a reconocerla. Se trata de mí, retratada en el espejo art deco que mi abuela me heredó antes de morir y que ha viajado conmigo o yo sobre él, como una especie de balsa de salvamento, madero bruñido que me pone a flote en mitad de las tormentas.

Raquel. La mujer de piel cobriza de albanene quebradizo, los ojos negros y atribulados, los cabellos ensortijados y recortados por ella misma cada mes con unas tijeras de costurera, porque eso es lo que ella era. Tan pequeña y más que se fue haciendo cuando decidió, deliberadamente, dejar de alimentarse de otra cosa que no fuera café y unos mordiscos de pan de piña. Sus pies siempre enfundados en unas botitas negras de agujetas, sus piernas dentro de vaporosas enaguas, su torso debajo de holgadísimos suéteres que ella misma tejía con el punto tan abierto, que parecían ir colgados de sus hombros puntiagudos. Del cuello siempre pendiendo una decena de dijes suspendidos de una cadena plateada ennegrecida por el tiempo que hoy habita mi alhajero como una joya extraña que a veces me atrevo a rozar con las yemas de los dedos, justo antes de cerrar la caja y salir corriendo a la ajetreada vida elegida para huir del sufrimiento. Tres cosas de Raquel veía yo, de niña, sin parar. Su finísima nuca, casi a punto de romperse, donde la cadena se enredaba con tres o cuatro cabellos rizados; las manos cadavéricas con las venas saltadas, idénticas a las mías, eternamente heridas por los alfileres, la tiza seca y el roce cruel de telas rugosas que iban abriendo las falanges, obligándola a vendarse para seguir trabajando porque ella era el motor de una familia y su comparsa un torero que prefería la bohemia, el hipódromo y la plaza, cuyos sueños se quedaron colgados en la pasamanería del último traje de luces que Raquel cosió para él, con la promesa de nunca más volver al ruedo porque serían padres del niño de los ojos de ella: mi padre; lo tercero era su boca que a penas se abría, muy de vez en cuando, para emitir metáforas inciertas o duras sentencias sin miramientos de las consecuencias. Años después, esa mujer, la que perfumaba su cuerpo con pachuli y cortaba lunas menguantes traslúcidas de manzana para mí, abrió mis párpados —ojos zarcos, me decía— al surrealismo, el cine mudo y, en mucho más que lo estético, al patetismo del barroco más tenebrista: ella misma torturaba su cuerpo y su alma con el cilicio de la culpa y el reconcomio, enjaulada como un ave con una mente atormentada de artista que no cabía en el cuerpo frágil de una niña citadina maltratada en la infancia, madre trabajadora de tres hijos y mujer cinéfila, lectora, diletante que sentía la vida en la carne al rojo vivo, como quemada por el napalm de una existencia que no comprendía. Sostuve su mano tibia al morir y, estoy cierta, mi derecha se convirtió en su izquierda. 

Guardó silencio durante casi dos años. No pronunció palabra hasta que un día, así sin más, volvió a hablar sobre el frío, el calor y “ven acá que te traigo en jabón”. Así también cubrió el espejo que me enfrenta hoy, con una tela negra, convirtiéndolo en el lienzo más terrible donde el claroscuro nunca alcanzó la iluminación de la serenidad ni la dicha. De un lado Velázquez, del otro El Bosco, en medio el espejo entelado, más bien enlutado, traído por su hermano al mudarse de Nueva York, donde trabajaba como mesero en un restaurante que, se rumoraba, era de Frank Sinatra.  Raquel, silenciosamente decidida a morir por fin, sólo corría el paño para ver un par de fotografías que había prendido de dos de los tachones del espejo. En esas imágenes estaba mi rostro, al año de nacida y en el jardín de niños. Ahora también está mi rostro ahí, prensado entre las líneas transversales de un espejo que tiene ya la mácula intrínseca del tiempo, atrapado en la duda e intentando marcharse del dolor. La superficie multiplicante, desdoblante y prolongadora que me atrapa y encara es, asimismo, el hilo áureo que me une a Raquel. Como escribiera Borges, ya no estoy sola, hay otra que es mi reflejo, pero también otra que es mi pasado consanguíneo y, de muchas formas, mi futuro vaticinado: el sigiloso teatro borgiano es una puesta en escena múltiple, un aleph donde ambas nos desdoblamos sólo para acabar siendo una misma. 

En un mundo donde lo terrible impera por encima de la belleza con guerras, crisis migratorias, hambre, sequía, violencia a toda costa y paraísos artificiales que son falso refugio para escapar de la condena segura de la realidad, sueño y me observo cada día en esa orbe de reflejos que dejó mi abuela como única herencia necesaria: ella sabía que mirar a través, tomar perspectiva y crear un punto de fuga con los ojos del alma era lo único que nos liberaría a ambas, tan volcánicas, melancólicas y preclaras. No me horroriza que la superficie sea impenetrable, sino justo lo contrario, que esta “agua especular” me adentra en mi propio silencio abismal, en mi auténticamente infinito azar: viajera real que contempla su propio naufragio, Caspar David Friedrich en femenino singular. Ahora sólo me queda aprender a nadar. 

(A veces así se escribe la Historia del Arte, no desde un museo o galería, sino desde las vivencias más íntimas vinculadas a la experiencia estética verdaderamente trascendental. Quizá lo necesitemos de vez en cuando, para devolver la humanidad a lo que no siempre se puede valuar o vender para coleccionar).

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