Opinión

Los candidatos -y los ciudadanos- más grises de la historia

Se llaman Xóchitl, Claudia y Jorge, y cada uno habita su burbuja. Cuando salen de sus zonas de confort les da ansiedad por volver a sus entornos, en los que todo se les alaba y poco se les cuestiona.

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Se llaman Xóchitl, Claudia y Jorge. La realidad es que ninguno transmite más de lo que su estirpe política y su entorno inmediato les permite. Es decir, muy poco, o casi nada. Cada uno habita sus respectivas burbujas -como cientos o miles de políticos mexicanos- y cuando salen de sus zonas de confort se les nota cierta desesperación y ansiedad por volver a sus entornos, en los que todo se les alaba y poco se les cuestiona, lejos -de preferencia- de ese pueblo lioso, pobretón e irritante al que tienen que acudir una vez más para que les voten para luego dejarlos botados. Vaya, nada nuevo ni que no sepamos.

Tampoco es que si no tuvieran que seguir los scripts redactados por asesores ‘expertos’ y las líneas inconscientes que sus padrinazgos políticos les imponen, pudieran entregarnos discursos más o menos sensatos e inteligentes. La realidad es que pese a la preparación que algunos de ellos pueden presumir -la doctora Sheinbaum, por ejemplo-, lejos están de hilar frases que puedan suponer el saludable síntoma de la inteligencia bien habida, y ni qué decir de la elocuencia o la frescura discursiva que suele ir acompañada del intelecto y la claridad de ideas, características todas estas ausentes en lo que han sido las primeras apariciones ya como candidatos oficiales al máximo cargo público del país, en lo que ha sido un arranque de campañas vergonzoso, hablando desde lo que a través de la palabra y los gestos se nos ha dado a los electores por parte de los aspirantes presidenciales.

Migajas, podríamos decir en el mejor de los casos, pero quizá sea tan solo algo que tiene que ver más con la realidad del país en estos tiempos que con algo que escape a la lógica de las campañas políticas en México, que jamás se han caracterizado por ser un fontanar de elocuencia e intercambio de ideas que aspire a usar el poder del discurso para inspirar o movilizar masas de ciudadanos críticos e interesados en la vida política del país.

Y es posible que esto último sea el síntoma que -más allá de lo preocupante que resulta tener tres candidatos que poco y nada dicen- nos da el diagnóstico del alarmante deterioro de la sociedad mexicana, cuyo único logro recurrente en los últimos años -y cada vez menos efectivo, si somos objetivos- es llenar la principal plaza pública del país con 100 mil o 200 mil personas en una ciudad de 24 millones de habitantes y en un país de 126 millones, cifras paupérrimas comparadas con la movilización que se logra en países con menos de un cuarto de esta población.

Es decir, en estas elecciones tenemos a los candidatos que encajan perfectamente con una sociedad que parece cada vez menos educada (y más violenta), más indiferente con la política -en parte por el estercolero en que esta se ha convertido en México desde ya varias décadas-, y a la que el hecho de que la autoridad electoral le diga que está frente a “las elecciones más grandes (e importantes) de la historia” le resulta cada vez menos significativo (basta ver las dificultades del INE para reclutar ciudadanos que funjan como funcionarios de casilla el 1 de junio o personal en puestos temporales durante este periodo electoral).

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Pactos de sangre (como si hubiese qué ver más en el país bandera de los homicidios y los desaparecidos), lapsus que lejos de ‘transformar’ el discurso lo confirman, jaloneos dignos de la república bananera en la que nos hemos ‘cuatritransformado’, y un candidato sin carisma extraviado en un autobús anaranjado que no lleva a ningún lado, ha sido la primera entrega de este viacrucis electoral que parece tener un final ya escrito como hace tiempo (desde los de las dinastías priistas) no ocurría, lo que nos puede dar una mejor idea de qué México es el que estamos viviendo.

Sumado a esto, una sociedad polarizada como pocas veces se había visto, en la que muchos siguen dispuesto a venderse por 200 pesos y comida chatarra o una gorra, en la que otros hacen cansinos esfuerzos por demostrar su descontento sin alcanzar todavía a reenfocar su malestar para lograr una fuera colectiva fresca y efectiva, y los otros, millones también, que parecen totalmente desapegados e impasibles ante no sólo la elección más grande de la historia, sino la que marcará el rumbo del país durante varias décadas, y de la que no habrá marcha atrás.

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