¿Bailar con alguien de mi mismo género?
El baile también es revolución, porque es una vía que nos ha ayudado a saciar las necesidades de un cierto grupo en su contexto específico.

Desde la época de las primeras comunidades humanas, se ha considerado a la danza como una expresión de las personas para manifestar su sentir, pensar o el contexto histórico que están viviendo. Aunque ha evolucionado mucho desde entonces, esta actividad sigue manteniendo un objetivo primordial: darle la oportunidad al cuerpo humano de hablar.
Dicho planteamiento lo desarrolla Alberto Dallal en su artículo “Danza como Lenguaje; danza como expresión: algunas consideraciones teóricas”. Ahí explica la gran importancia que tiene el contexto para el desarrollo de la danza como expresión:
“Las actividades dancísticas de los pueblos primitivos (rituales, guerras, agrícolas, etc) implicaban, además de la práctica metódica (social) o impuesta (religiosa), una acción de acercamiento a las peculiaridades del grupo. En efecto, a través de las de danzas rituales de los grupos registraban las singularidades de su religión, de sus costumbres e incluso de su raza”.
Sin embargo, Dallal también considera que esta expresión sólo cambiaba imperceptiblemente de generación en generación cuando estas prácticas se heredaban, tal como las costumbres y tradiciones.
Algo muy similar pasa con las danzas populares contemporáneas, según plantea el académico en su texto, que a través de su danza se puede conocer las características culturales de una nación o un grupo.
Con todo esto, entendemos que desde el baile regional de un municipio de Veracruz hasta los colectivos de bailarines de salsa en la Ciudad de México encuentran en los movimientos una forma de expresar su realidad y su sentir, desde las emociones que les provoca la música hasta el ritual que hay detrás de cada vez que están sobre la pista.
En su artículo, Dallal escribe que el baile también es un lenguaje pero que no se puede entender por si sólo, porque para esa decodificación se requiere de un contexto que le de sentido. Por lo tanto, podríamos decir que las personas que hacen cierto tipo de danza en un tiempo, espacio y condiciones específicas quieren expresar lo que en ese momento necesitan.
Con el tiempo, las necesidades de los grupos sociales van cambiando y por lo tanto las expresiones también. Por ejemplo, durante la moral porfiriana de finales del siglo XIX era común ver ante la aristocracia estos bailes de cuadrillas de una separación física respetable entre cada individuo. Que inmoral fue en su momento el danzón cuando llegó a principios del siglo pasado con la propuesta de tomarse las manos y bailar cara a cara. Aunque hoy parece muy lejano, este género afroantillano que hoy nos parece muy anticuado, en su momento fue transgresor.
¿Jóvenes moviendo los hombros y las caderas con el mambo? ¿Cómo es posible que las muchachas dobloguen sus cuerpos al ritmo del rock and roll? Estos cuestionamiento que se hacían las personas más ortodoxas de los años 50, hoy nos parecen absurdas, porque no tenemos el mismo contexto ni las mismas necesidades de aquella juventud rebelde.
Por lo tanto, la danza no sólo es una expresión o un lenguaje, también se ha convertido en una herramienta disruptiva que nos ayuda a revelarnos, manifestarnos y hasta conseguir derechos o espacios. El baile también es revolución, porque es una vía que nos ha ayudado a saciar las necesidades de un cierto grupo en su contexto específico.
Si bien es cierto que en la segunda década del siglo XXI es más común ver bailar a dos hombres o dos mujeres, hay sectores que todavía se contraponen a este cambio, como los que se han opuesto a las evoluciones a lo largo de la historia antes descrita. Hoy en día las necesidades del baile popular en México, específicamente, han cambiado. Las reglas de la moral heteronormativa cada vez se cuestionan más y se usan menos.
En uno de los colectivos más viejos de baile popular en México, el danzón, se generó controversia por el baile queer, aquel que invita a bailar a dos personas del mismo género o incluso cambiar de rol (la mujer de guía y el hombre de seguimiento). Ante la propuesta de varios promotores como Maru Ayala y Mauricio Castillo, se les acusó de “matar” o “desvirtuar” esta forma de expresión “ancestral”, ignorando que el mismo el baile del danzón ha tenido numerosos cambios desde su creación hace más de 145 años.
La danza, al ser una creación humana, es tan maleable y adaptable como el mismo ser humano. Si las necesidades y el contexto cambia, aún dentro de un mismo sector que trata de mantener su identidad a través el baile, es muy probable que la danza también lo haga.
Tal vez por la globalización o la expansión tecnológica, pero hoy en día los cambios sociales se ven aún más marcados que en el pasado. Pareciera que han pasado cinco décadas, cuando sólo ha corrido una. Tal vez por eso las necesidades vanguardistas como la perspectiva de género, los derechos de la comunidad LGBTQ+, la visibilidad de los sectores vulnerables y muchos temas más nos parecen abrumadores, sobre todo para aquellos que nacieron antes de la década de los 80.
Bailar con una persona del mismo género se ha convertido en una necesidad, por distintas razones: “no hay hombres con quien bailar” o “quiero bailar con mi pareja no heterosexual”. Las razones son muchas y cada una diferente, pero que responden a un sólo tema: los humanos deberíamos bailar con quien y cómo se nos dé la gana, sin esperar un prejuicio por hacerlo.
Dallal menciona que es casi imperceptible el cambio entre una generación y otra cuando se hablar de la danza de un grupo o región. Aunque el objetivo es mantener la costumbre y la tradición, la necesidad humana es más fuerte, sobre todo para que aquello que se resguarda siga vivo.
No todos tenemos que bailar con una persona de nuestro mismo género, es mas, ni siquiera tendríamos que estar de acuerdo. Pero sí deberíamos de estar consientes que las necesidades cambian y la danza también. Es válido que el cambio nos de miedo, porque tememos a lo desconocido. La añoranza duele porque es lo que nos formó, pero una realidad más cruel es que las cosas no han siempre igual. Y eso lo descifró el filósofo griego Heráclito desde antes de Cristo: “Lo único constante es el cambio”.