¿Qué pasó cuando dejé de apresurarme y descubrí el placer de ir más despacio?
Ilustración de Eva Bee

En nuestra nueva serie, Por qué renuncio, escritores, activistas y celebridades hablan de algo que han sacado de sus vidas, para bien o para mal.

Culpo al Conejo Blanco: “¡Oh, Dios! ¡Oh, cielos! ¡Llegaré demasiado tarde!”. Reloj de bolsillo en mano, lentes colocados en la nariz, la ansiedad de la figura peluda reforzó las figuras de autoridad en mi vida diaria -padres, maestros- cuyo control sobre mis primeros años me convenció de que llegar tarde era un crimen, un pecado, un fracaso, una falta. La única forma segura en la que un niño podía incurrir en la ira de los adultos. Y también podía tener consecuencias desagradables: un castigo o una salida cancelada. Así que “apúrate, apúrate” siempre ha sido el mantra que impulsaba mi forma de vida, asegurándome de no perder el tren, la apertura del telón, el discurso de apertura, la vida misma.

En años posteriores me di cuenta de que no tenía que obedecer a este impulso interno. ¿Qué fue lo que marcó la diferencia? Cuando me aventuré cautelosamente al metro en las semanas posteriores a una operación de cadera, me di cuenta de que todos tenían prisa. Más aún, todos se apresuraban exactamente a la misma velocidad, manteniendo un ritmo regular, deseosos de llegar ahí, dondequiera que fuera “ahí”. Alguien como yo, que iba despacio y con determinación, simplemente era un obstáculo. La gente se desviaba y pasaba a mi lado: irritados, maleducados, corriendo hacia su tren, corriendo por la vida. Yo no. Ahora soy la persona que toma el elevador en las estaciones de ferrocarril, la que se aparta de la gente prepotente que se adelanta a codazos en las filas de las tiendas. Llego temprano a los trenes y a los vuelos para no tener que apurarme. Me gusta mirar el vestíbulo, observar el puesto de revistas, comprobar los horarios de salida.

El poeta galés WH Davies acertó en el problema: “¿Qué es esta vida si, llenos de preocupaciones, / no tenemos tiempo para pararnos y mirar?”. Sí, muchas preocupaciones y poco tiempo, esa es la verdad.
¿Cómo es posible que muchos de nosotros carguemos nuestra vida de preocupaciones? ¿Es por elección o por necesidad? En mi caso confieso que es por ambas cosas: casi nunca puedo tomar una revista o ver un programa de televisión sin querer intentar esa receta, visitar esa playa, reorganizar los muebles. Salgo deprisa a comprar esos ingredientes, reservo el tren y muevo los cojines. Nada de esto es necesario. Así que debe ser por elección. Pero no se siente así. Tiene que ser algo intrínseco a mi carácter, no algo planeado y no necesario, sino una elección que, de alguna manera, responde a un impulso muy arraigado. ¡Deprisa, apúrate!

En cuanto a la necesidad, bueno, vean a su alrededor. La vida urbana resulta apenas posible sin apresurarse para cumplir con todo lo que hay que hacer. Todo eso de asearse, vestirse, comer, lavar, ordenar, limpiar, comprar, cuidar el jardín, lavar… y aún no hemos comenzado a ganarnos la vida. Así que ¡apúrate! Al entrar al mundo, tenemos que viajar, llegar, saludar, informar, ordenar, escribir, reunirnos, ponernos de acuerdo, discrepar (esto requiere más tiempo). Añade el elemento placentero: saludar (esta vez a personas diferentes) en internet, en Twitter, cenar, visitar, disfrutar, compartir… ¿cuándo terminará todo esto? El sueño llega como una bendición.

Recientemente he creado algunas reglas para limitar las prisas. ¿De verdad es posible hacer menos de todo? Prescindir de algunas cosas por completo, y hacer las cosas esenciales de manera más superficial. ¿Quién necesita planchar la ropa o lavar los trastes? Estos son los fetiches de una infancia disciplinada. En realidad, gran parte de la vida urbana está organizada para ayudarte: compras en línea, compras a granel, cocinar y congelar a granel, telas que se secan al aire libre, Deliveroo. Pero esto me hace enfrentarme a una verdad inevitable.

En algún lugar de mi interior probablemente disfruto todas estas prisas. Incluso disfruto quejarme de ello. Sospecho que me hace sentir necesaria, deseada, realizada. Después de todo, podría mudarme al campo y vivir una vida sencilla con una parcela y unas cuantas gallinas. Qué tranquilo podría ser eso. Seguir las estaciones, observar las estrellas, medir cada momento según los ciclos de la naturaleza, los botones que se abren, las hojas que caen.

Pero, ¡esperen! ¿Por qué no plantar algunos vegetales, criar una o dos ovejas, recolectar algunas frutas de los setos, hacer mermelada? Y si me apuro, puedo tomar el único autobús diario que va a la ciudad, tomar el té y comer scones con esos nuevos amigos y quedarme para ver al coro cantar en la catedral.

Sí, me temo que será una vida apresurada dondequiera que esté.

Joan Bakewell es locutora, escritora y diputada laborista.

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