‘No voy a la deriva’: Nicole Kidman habla sobre la fama, la familia y lo que le quita el sueño
‘Las amistades son los hilos que sacan adelante’: Nicole Kidman. Foto: Nick Knight

Nicole Kidman no duerme bien. Hace poco se levantó a las 3 de la mañana para buscar en Google esa cosa, en la pierna, que hace que “se siente que hay que moverla…”. Pero lo más frecuente es que se acueste en la oscuridad junto a su esposo, en su cama en Nashville, con sus dos hijas durmiendo a unos cuartos de distancia, y tome decisiones. “Contemplará”. Entre la medianoche y las siete, dice serenamente, es el “momento de mayor confrontación”.

Dice mucho de Kidman, de su prolífica carrera, de su presencia permanente en el cine y en la televisión lujosa, el hecho de que podamos imaginárnosla de inmediato ahí, con el cabello enroscado en la almohada, los ojos muy abiertos, la sensación inquietante de que se ha vuelto claustrofóbica en su propio cuerpo. Kidman, de 54 años, ha actuado desde que tenía 14 años, y en aquel entonces ya medía 1.70 metros, con una piel que se quemaba fácilmente. Sus comienzos en el teatro fueron, en parte, una forma de resguardarse del sol australiano; un año más tarde, era conocida localmente (según dijo con anterioridad a un entrevistador) por interpretar a “mujeres mayores y sexualmente frustradas”. Durante los 40 años siguientes amplió ese repertorio, por lo que ahora también es conocida por interpretar a mujeres enigmáticas, aventureras y con problemas, en obras audaces que tal vez no se hubieran llevado a cabo si no fuera por su deslumbrante poder de estrella.

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Shore thing: en Big Little Lies, de 2017. Foto: AA Film Archive/Alamy

Estaba previsto que nos reuniéramos en Londres, no obstante, a causa de la resbaladiza pandemia, se produjo un “giro” de última hora, dice (“¡Debo dejar de usar esa palabra!”), así que Kidman me saluda desde Nueva York con una camisa de rayas y una ventana de Zoom etiquetada como “Nic”. Está aquí para hablar sobre Being the Ricardos, la nueva película biográfica de Aaron Sorkin sobre la relación entre las estrellas de I Love Lucy, Lucille Ball y Desi Arnaz. Así que por ahí comenzamos, enumerando sus temas con cierto regocijo: los temas sobre el hogar, la familia, el matrimonio, el poder y la forma en que el género lo complica, la maternidad. “Pues eso es todo”, dice. “Eso es toda mi vida. Me encanta que puedas describir la película, y que luego se relacione con mi vida. ¿No es fantástico?”

La película se desarrolla a lo largo de una tensa semana en los años 50, en el apogeo de la fama de la “reina de la comedia”, cuando Ball y Arnaz (interpretado por Javier Bardem) lidian con las implicaciones profesionales de un nuevo embarazo, las acusaciones de comunismo y las denuncias de infidelidad que finalmente conducen al divorcio. “Se trata de una relación creativa y romántica que no funciona. Pero de ella surgen cosas extraordinarias. Y eso me encanta. Me encanta que no se trata de un final feliz“. Toma un trago de una gran botella de agua que, a primera vista, parece ser vino. “Esta película dice que es posible hacer prosperar una relación extraordinaria y dejar restos de ella que existan para siempre. Sí, eso es realmente magnífico. No puedes hacer que la gente se comporte como tú quieres, y a veces te vas a enamorar de alguien que no será la persona con la que pasarás el resto de tu vida. Y creo que todo eso es algo con lo que uno se puede relacionar. Puede que tengas hijos con ellos. Puede que no, pero estaban muy enamorados”. Hacemos una pausa. ¿Es esta, pregunto con exquisito cuidado, tu forma de hablar de Tom Cruise? Se atraganta, solo un poco. “Oh, Dios mío, no, no. Absolutamente no. No. Quiero decir, eso es, honestamente, algo que ocurrió hace tanto tiempo que no está en esta ecuación. Así que no”. Está enojada. “Y me gustaría pedir que no me encasillen de esa manera, tampoco. Me parece casi sexista, porque no estoy segura de que nadie le diga eso a un hombre. Y llega un momento en que dices: ‘Dame mi vida. Por derecho propio'”.

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Estrella del espectáculo: como Lucille Ball en Being the Ricardos. Foto: Glen Wilson/mazon Content Services

Es un punto más que justo. Aunque ambos estuvieron casados (y adoptaron dos hijos), ella ha vivido al menos dos vidas completas desde su separación, un año después del estreno en 1999 de Eyes Wide Shut, el drama psicosexual que realizaron con Stanley Kubrick. A esta película le siguió una década de películas audaces, como Moulin Rouge y The Hours, por la que ganó un Oscar como mejor actriz. En 2006 se casó con la estrella de la música country Keith Urban y todavía se derrite un poco ante la mención de su nombre. “Nos decimos el uno al otro”, sonríe: “‘Tú eres suficiente'”. Sin embargo, cuando cumplió los 40 años y dio a luz a una hija, descubrió que la industria era repentinamente menos hospitalaria. Decidió retirarse educadamente. Para “tener mi bebé y quedarme en una granja. Hasta que mi madre me dijo: ‘No creo que simplemente debas darte por vencida’. Estaba bastante convencida de que podía cultivar verduras y estar en casa y sentirme muy satisfecha con eso, pero mi madre me impulsó bastante. Los amigos también, tengo amistades que han impregnado mi vida”. Conoce a Jane Campion, quien la dirigió en The Portrait of a Lady y Top of the Lake, desde que tenía 14 años. “Esas relaciones son relevantes. Son los hilos que te sacan adelante, cuando la gente aparece y dice: ‘Te conozco y creo en ti’, y te impulsa a seguir adelante”. Sus decisiones de vida y profesionales, así como la decisión de crear su propia productora como respuesta a una industria discriminatoria por razones de edad, “no siempre provienen de un sentimiento de confianza, como si supiera lo que estoy haciendo. En absoluto. En muchas ocasiones dependo mucho de la gente que me rodea para que me diga: ‘Tienes más en ti'”.

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La dama de rojo: con su esposo, el músico Keith Urban. Foto: Valérie Macon/AFP/Getty Images

Y entonces, después de un cuarto hijo (mediante subrogación de vientre), llegó otra vida, en la que, junto a una serie de éxitos de taquilla y retorcidas películas independientes, forjó una carrera en la televisión de “prestigio”, el tipo de programas glamurosos (como The Undoing y Nine Perfect Strangers) que vimos sin mirar ni una sola vez nuestros teléfonos. Los críticos decían que estaba desarrollando su mejor trabajo. Que el renacimiento de su carrera en la mediana edad no solo era bueno para ella, sino para las mujeres de todo el mundo. Ella se sorprendió. “Nunca habría pensado que la televisión sería una vía de crecimiento para mí”.

La gran oportunidad fue Big Little Lies, que produjo junto a una vieja amiga, Reese Witherspoon, y con la que ganó un Emmy por su interpretación de Celeste, cuya desenvoltura y perfección enmascaraban violentos abusos. “La televisión te brinda una conexión mucho más fuerte con el público, porque estás en sus casas. Tuve una respuesta mucho más profunda que la que alguna vez tuve, que de repente llegó a mí”. La gente se le acercaba para hablar, dice entre comillas, de “una ‘amiga'” en una situación similar a la de Celeste. “Fue… bastante encantador”.

La última vez que recuerda que su trabajo tuvo esa repercusión fue con la película Lion, por la que fue nominada al Oscar por su interpretación de la madre adoptiva de un niño que busca a su familia biológica. “Fue algo bastante conmovedor. Mi hermana se sentó a mi lado durante una proyección, en un cine oscuro, solo nosotras dos, y estaba deshecha. Estaba… destrozada por ella”. Algo que a Kidman le encantó. “La idea de introducirse en la gente, para que bajen la guardia, es hermosa”. Sonríe. “Entonces, la forma en que tendemos la mano y ayudamos, nos tomamos de la mano. Algo que nos quitaron recientemente, ¿no es así? Existe algo increíblemente hermoso en el hecho de que nos sostengan. En sentirse seguro”. Su expresión cambia de repente. “Lo siento. Me hace llorar que nos lo hayan quitado. Que no puedan tomar a la gente en los hospitales en sus últimos momentos. Yo… no puedo soportarlo”.

¿Llora con frecuencia? “Sí”. ¿Qué fue lo último que la hizo llorar? “Eso es demasiado personal”, sonríe. “Pero sí, lloro. Procuro no hacerlo, pero todo es profundamente triste. Existe una enorme melancolía, ¿verdad? Quiero decir, cuando uno estudia realmente a las personas melancólicas, estamos muy presentes. Yo poseo una enorme cantidad de ella. Creo que mucha gente también la tiene, ¿tú no?”

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Juego de niños: en el drama biográfico de 2016, Lion. Foto: Allstar Picture Library/Alamy

Su familia viajaría a Australia en Navidad para ver a su madre de 81 años, que quedó viuda cuando el querido padre de Kidman, un psicólogo, murió en 2014. “Hoy estaba viendo mi teléfono, y ¿sabes cómo tienen esas cosas de memoria, donde te muestran fotos aleatorias? Lo vi y entonces, su rostro estaba ahí…”. Sacude la cabeza, sorprendida por la pena.

Quiero saber más sobre su familia, sobre su vida con dos hijas pequeñas, pero con una amable disculpa descarta mis preguntas. “No, tengo que protegerlas de verdad. He aprendido a mantener mi boca cerrada“. Una sonrisa de Hollywood. Respeto a regañadientes sus límites, digo. “Gracias. Es algo con lo que he batallado en el pasado”. ¿Es difícil saber qué ofrecer y qué conservar? “Sí, por eso hago este trabajo. Para hablar a través de él. Pero también”, hace una pausa y considera cuánto compartir, “ahora mismo estoy ‘en la vida'”. Se inclina hacia delante y su rostro de repente ocupa toda la pantalla. “No voy a la deriva. Estoy en ello”. Está criando a una niña de 10 años y a otra de 13, cuida a su madre de edad avanzada, trabaja con solidez durante la pandemia y, además, es una estrella de cine. “Ese término me confunde. ¿Lo puedes definir? Es demasiado intelectual para mí. Solo se me ocurre lo que me decía Stanley Kubrick, que era: ‘Nicole, eres una actriz con carácter’. Normalmente, me resisto a las etiquetas. Ahora existe una nueva generación que dice: ‘No, no puedes definirme solo de esta manera’. Estoy muy a favor de esto. Y también puedes cambiar. Eso me encanta”.

¿Qué impacto tiene la fama en su vida? “¿Por qué te interesa tanto el tema de la fama?”, pregunta, un poco irritada. Bueno, tartamudeo, porque pareces ser una persona real – “¡Oh, Dios mío!” – y a la vez una estrella. De acuerdo. Ella asiente con la cabeza. “Yo no vivo esa vida. Me encuentro muy inmersa en una familia, en un matrimonio muy profundo. Soy madre de niños. Soy una hija. Esas son las cosas principales. Y sí, hay otras cosas que pasan alrededor. Pero como mi base están las relaciones que son muy, por usar tu palabra, ‘reales'”. Se ríe entre dientes de forma teatral. “Y me encantaría que fueran más color de rosa y esponjosas, pero son asombrosamente reales, como lo es la mortalidad, al igual que todas esas cosas que rodean al ser humano. Lo único que le puedo aportar a mi trabajo es esa verdad emocional. Mi vida es mi vida, al final me quedo solo con eso, ¿no? Es decir, no estás trabajando a las 3 de la mañana, acostada en la cama”. Hay una breve pausa, en la que visualizo su almohada, posiblemente de seda. Duerme mal. Su pierna. La contemplación. Los recuerdos del teléfono inesperados. “Estoy inmersa en ello, una mujer en sus 50 años, con un montón de cosas, dando vueltas”. Está lista para usar algunas de estas cosas, estas vulnerabilidades, para llevarlas a su trabajo, “Pero no todas. Porque no es justo. Para mí. Para mis relaciones. Puedo darle una parte, realmente profunda. Pero tengo que hacerlo en un lugar muy seguro, con personas en las que confío que no abusarán de ello ni me harán daño. Y vamos a valorarlo”.

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‘Estoy inmersa en ello, una mujer en sus 50 años, con un montón de cosas, dando vueltas’: con la directora Jane Campion. Foto: Alamy

Me interesa la fama de Kidman no solo por la discordancia entre esa inescrutable celebridad y la vivaz mamá que conozco hoy, sino porque su estrellato es del tipo más absoluto. Nunca fueron para ella las carreras a Starbucks con botas Ugg, las cándidas publicaciones en Instagram, ni siquiera las casuales afiliaciones políticas. Me doy cuenta de que su fama desenfrenada y brillante no se debe a que el público nunca la conozca del todo, sino a ello. Al parecer, sus 40 años de carrera le han enseñado la importancia de seguir siendo una desconocida para el público, que necesita esa distancia -no solo la longitud de un cine o la barrera de una pantalla, sino la separación psíquica- para mantener el sueño y el deseo, la creencia de que puede, en el transcurso de un solo día de palomitas, ser una bruja, una cortesana, Lucille Ball y una terapeuta de Manhattan manipuladora con un abrigo muy bonito.

En una calurosa tarde se encontraba en el Festival de Cine de Cannes platicando con Meryl Streep cuando la conversación giró inevitablemente en torno al trabajo, y a la falta de oportunidades para las mujeres. “Directoras, guionistas, miembros del equipo: las cifras eran asombrosas”. Hicieron una pausa, y me las imagino tomando lánguidamente sus bebidas espumosas antes de hacer un pacto. “Se hablaba mucho de que las cosas estaban cambiando. Pero entonces pensé: ‘Tenemos que hacer algo de verdad'”.

Kidman se comprometió a protagonizar una película o serie dirigida por una mujer cada 18 meses. Superó su promesa. “Fue mi forma de decir: ‘Hazme responsable'”. El éxito, tiene claro, conlleva responsabilidad. “Mi compromiso con esta industria es que le proporcionaré una plataforma a las nuevas voces que surjan y que puedan apoyarse en mí… Eso forma parte del ‘pagar por ello'”. Esto tiene aspecto de que Kidman aparezca mucho más en la pantalla, y de que haya trabajos más arriesgados, y presumiblemente también un recorte de sueldo. “Podría descansar. O podría hacer lo que prometí que haría. Claro que estoy cansada. Pero al mismo tiempo, tengo la fuerte sensación de que tengo que dejar de hablar de ello, y realmente… hacerlo”. También existe una motivación adicional. “Tengo una hija de 13 años que quiere ser directora, le interesa mucho la comedia”. Abre mucho los ojos, como si dijera: “¡Imagínate!“.

Cuando era niña, su madre feminista la llevaba a las reuniones de Women’s Electoral Lobby. “Un centenar de mujeres, sentadas hablando y fumando. No recuerdo cómo eran las conversaciones, pero sí que comía muchas galletas”. El más auténtico acto feminista. Son estas reuniones en las que pienso cuando me cuenta su sueño de construir una especie de estudio. “Crear un verdadero hogar para 10 o 15 mujeres, todas trabajando en un pequeño espacio, completamente apoyadas. Me encantaría poder hacer cosas sin tener que estar realmente en ellas, simplemente generarlas sin tener que poner en realidad mi propio cuerpo en la pantalla“. Me sorprende saber que no tiene ese poder. “Todavía no”. Se sienta aún más erguida, con la barbilla levantada como si se aproximara la batalla.

Mientras terminaban Being the Ricardos, Kidman se dirigió a Aaron Sorkin con una pregunta. “Le dije: ‘La primera vez que vea la película, quiero hacerlo con público’. Él dijo: ‘¿Estás loca?’. Pero no podía soportar la idea de sentarme en una habitación oscura y verme interpretando a Lucille Ball diciendo: ‘Soy terrible'”. Así que, provisionalmente, Sorkin la llevó a una proyección, donde se sentó en un estado de tensa tortura mientras se apagaban las luces. ¿Y entonces? “Entonces escuché que la gente se reía. Y fue muy bueno”.

Conocida por la gracia que aporta a los papeles serios, intentó retirarse de la película al menos una vez, asustada de no ser la persona adecuada para interpretar a una estrella icónica de la comedia. Pero entonces comenzó a aplastar las uvas. En el set en el papel de Lucille, se metió la falda en un cinturón y se metió descalza en una tina de uvas, y, con la boca pintada en una mueca, las aplastó hasta convertirlas en vino. “¡Fue tan liberador! El abandono fue maravilloso. No quería renunciar a eso. Puedo hacer esa secuencia de la uva a la perfección, pero solo pude hacerla tres veces”. Se vuelve a inclinar hacia la cámara, sus ojos redondos, mortalmente seria sobre la dicha transportadora de la bufonería. “No dejaba de preguntarle a Aaron: “¿Puedo hacerlo otra vez?”. Una sonrisa profunda. “¿Puedo volver a hacerlo?”

Being the Ricardos ya está disponible en cines seleccionados y en Amazon Prime Video.

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