Con frecuencia no cumplimos nuestros propósitos, pero escribir en una libreta trae grandes recompensas
Foto de Ketut Subiyanto en Pexels

En 1989, cuando tenía 16 años, me mudé a un bar junto con mis padres y mi hermano menor, Matty. Fue muy emocionante. Me gustó el trabajo en el bar porque me gustaba platicar y también disfrutaba de las oportunidades que se me presentaban para escuchar a escondidas. Sentía curiosidad por el mundo de los adultos y hasta entonces había adquirido la mayor parte de lo que conocía a través de los libros. Ahora tenía todas esas vidas reales para estudiar. Debería anotar algo de esto, pensé, y garabateaba en mi diario antes de acostarme.

No podíamos creer lo ajetreada que fue aquella primera Navidad, que culminó en la víspera de Año Nuevo, cuando todo el mundo se amontonó en la calle principal a medianoche e intercambió abrazos borrachos y cálidos deseos para 1990. Después de que se vació el bar y se terminó el gigantesco trabajo de limpieza, nos reunimos con nuestro personal para tomar unas copas y la plática giró en torno a los propósitos. Todas las mujeres querían perder peso. Un par de personas querían dejar de fumar. Yo anuncié con firmeza que quería escribir una novela.

Me gustaría poder decirles lo que dijo Matty, pero no lo recuerdo. Tal vez prometió esforzarse para obtener buenos resultados en el GCSE. Si lo hizo, lo consiguió, ya que obtuvo las mejores calificaciones de la escuela. Pero cuando llegaron los resultados, ese verano, había sido atropellado por un carro y se encontraba en coma tras una cirugía cerebral de emergencia.

Estuve junto a su cama en cuidados intensivos, platicando con él porque todo el mundo, desde los conductores de las ambulancias y otros, sugirieron que eso podría ayudar a mantenerlo con nosotros y a recuperarlo. Incluso intenté rezar en la capilla del hospital: “Por favor, Dios, por favor. Por favor, no lo dejes morir. Es demasiado joven. Es demasiado bueno. Lo quiero demasiado. Por favor, ayúdalo”.

Cuando no estaba con Matty, estaba en casa. Podía poner una cara valiente detrás de la barra, pero cuando estaba sola me entregaba a mi desolación. No podía creer la magnitud de lo que había ocurrido. No tenía palabras. Sabía que a menos que Matty despertara, no podría volver a escribir nada jamás. La simple visión de mi diario me hacía sentir mal. Hojeé las páginas, odiando a mi joven e inocente yo. Las agrupé todas y las tiré en el contenedor situado en la parte trasera del bar, metiéndolas debajo de las cajas aplastadas y las bolsas de basura llenas de paquetes de papas fritas y colillas.

Matty no murió, pero tampoco recuperó la conciencia. Vivió durante ocho años en un estado vegetativo persistente hasta que mis padres y yo acudimos al tribunal familiar y nos concedieron el permiso para retirarle la alimentación y la hidratación para que pudiera morir y nosotros pudiéramos, por fin, ocho años después de sufrir su pérdida, realizar un funeral.

Me quedé desconsolada. A lo largo de la siguiente década, mis palabras se desviaron e intenté darle sentido a lo que le ocurrió a Matty y a lo que sentí al ser testigo junto a su cama. Pero siempre era demasiado difícil. Seguramente, si tuviera el talento suficiente para ser escritora, me resultaría más fácil y tendría menos dudas. De todos modos, ¿qué sentido tenía? Nadie querría leer nunca una historia tan sombría. En lugar de eso, intenté escribir novelas, pero tarde o temprano Matty llegaba a la página queriendo ser escuchado. Estaba estancada. De vez en cuando lo intentaba de nuevo y después me rendía. Sentía que estaba destinada a fracasar en esto, como en todo lo demás, que el carro que atropelló a Matty también me había derribado, que estaba viva, pero solo por poco, y que no podía pedir demasiado. Guardaba mis libretas en un cajón y trataba de preocuparme por otras cosas.

Y entonces, tras el nacimiento de mi hijo, me llené de una determinación renovada. No quería seguir reencontrándome en el cajón y me di cuenta de que la única manera de liberarme de este ciclo de intentos y fracasos era anotándolo todo. Me propuse algo nuevo. Solo tenía que hacerlo.

No tenía que ser bueno, ni siquiera en el orden correcto. Y no se lo enseñaría a nadie, para no tener que preocuparme de lo que pensarían los demás. Leí una novela en la que un sacerdote decía que nuestros secretos son los que nos hacen enfermar. Eso es, pensé. Necesito limpiarme, confesarlo todo en el papel. Solo entonces me sentiré mejor.

Fue difícil. Muchas veces sentía que estaba luchando con un pulpo, mientras me esforzaba por domar todos los diferentes tentáculos de la historia. Me sentía cansada y desanimada, pero esta vez pude seguir adelante, y palabra por palabra me desenterré en las páginas, que finalmente se convirtieron en The Last Act of Love. Fue un largo recorrido. Tenía 17 años cuando Matty fue atropellado, 25 cuando murió y 42 cuando logré terminar mi libro sobre él. Y me sentí y me siento mejor. Existe una asombrosa sensación de logro al alcance si somos lo suficientemente valientes como para comprometernos y tener la resistencia necesaria para mantenernos firmes a través de todos los altibajos.

Todavía me asombra el proceso de escribir. Los primeros pasos son tan sencillos. Encontramos un poco de papel o encendemos una computadora. Después, anotamos algunas palabras y jugueteamos con ellas, y algo mágico comienza a suceder. Escribir es lo más cerca que me encuentro de tocar lo divino y me siento un poco evangélica al alentar a los demás, así que permítanme sugerírselos como propósito de Año Nuevo. Es mucho mejor para nosotros a largo plazo que cualquier objetivo en torno a comer menos o ser menos. ¡No te propongas encoger tu cuerpo! Considera, en cambio, los beneficios que te ofrece el hecho de ser lo suficientemente valiente como para minar tu propio ser, para desenterrar tus secretos, para intentar por fin contar esa historia que llevas arrastrando, tal vez durante tanto tiempo como yo. O, si eso te parece demasiado, simplemente escribe tu vida; crea un registro personal de estos tiempos tan interesantes que estamos viviendo. Lo que ves en tu camino al trabajo, quizás, o lo que soñaste, o cómo te sientes justo antes de irte a dormir. Tres cosas por las cuales sentirse agradecido, cuatro cosas azules que viste ese día, cómo te nutriste o anotaciones de tu ejercicio. ¿No sería satisfactorio que el próximo año por estas fechas hubieras escrito unas líneas sobre cada día?

O quéjate. Me encanta quejarme bien en mis libretas. Tener un espacio privado para desahogarse es una liberación. En este mundo de la hiper comunicación, en el que todo aquel que tiene una cuenta en las redes sociales se siente presionado para emitir comentarios al estilo de los comunicados de prensa sobre cada asunto y acontecimiento, existe una gloriosa intimidad en el hecho de agarrar una pluma y garabatear nuestros propios pensamientos sin otro objetivo más que el de darle sentido a las cosas por nosotros mismos.

El mejor consejo que tengo para ustedes es que deben aceptar que tendrán que esforzarse un poco. Por desgracia, nuestra cultura se centra demasiado en el talento. Creemos que los escritores son especiales y nos imaginamos que esos ungidos simplemente se sientan en sus magníficos escritorios en un cuarto forrado de libros y dejan que la hermosa prosa fluya de sus plumas, todo en el orden correcto. Desde mi propia práctica, y observando a otros escritores, nos desenvolvemos mucho mejor cuando escapamos de esa imagen idealizada y nos concentramos en cambio en nuestro esfuerzo. La mayoría de las actividades que valen la pena implican preparación y trabajo. Aceptamos que si queremos correr un maratón o escalar una montaña, tendremos que trabajar duro. Mi vida como escritora se volvió menos angustiosa desde que dejé de enojarme conmigo misma porque no me resultaba fácil.

Otro malentendido cultural que me gustaría que desecháramos es que el escribir debería conducir a la publicación y al lucro. Podemos hacerlo por puro placer y por nuestro desarrollo personal, del mismo modo que podemos tomar un curso de acuarela, o aprender a tocar el ukelele, o empezar a correr o a nadar. No todas las actividades de la vida tienen que tener un objetivo comercial. La escritura nos ofrece un estímulo, un significado y un propósito, y un medio para no perder de vista las estrellas. Dejemos que eso sea suficiente en las primeras etapas. No pongas ninguna presión en esos primeros brotes. Aunque, ¿quién sabe qué podría pasar? Escribir es en gran medida una actividad como una bellota. Lo importante es empezar y luego podemos sorprendernos de lo que terminamos cultivando.

¿Y mi propósito de este año? Bueno, me apetece iniciarme en la acuarela y el ukelele, y también quiero terminar un libro, por supuesto. Hace poco, cuando visité el bar, uno de mis viejos amigos me dijo: “Siempre hablabas de escribir. Y ahora has escrito un montón”. Espero que, después de más de tres décadas desde que hice mi primer propósito, el año 2022 me permita terminar mi sexto libro. Sé que habrá altibajos, pero he aprendido que vale mucho la pena perseverar.

Write it all Down: How to Put Your Life on the Page, de Cathy Rentzebrink, será publicado por Bluebird el 6 de enero. Adquiéralo por 13.04 euros en guardianbookshop.com

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