The Guardian

¿Los animales tienen emociones?

¿Realmente podemos intuir los sentimientos de un animal, o simplemente estamos proyectando los nuestros?

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Cuando un perro te ladra, ¿está enojado? Cuando una ardilla sube a un árbol cuando te acercas, ¿está asustada? Cuando un elefante se queda durante días en el lugar donde murió otro, ¿está de luto? Si vives con un animal (del tipo no humano) puedes pensar que la respuesta es obvia, sin embargo, la pregunta científica sigue estando tentadoramente abierta.

Empecemos con algunos descubrimientos bien definidos. El cerebro de todos los animales regula sus órganos, hormonas y demás sistemas de su cuerpo a través de la electricidad y de los remolinos de sustancias químicas. Dentro de tu propio cuerpo, estos procesos te mantienen vivo y también, de alguna manera, provocan tu estado de ánimo general de una forma que los científicos aún están intentando descifrar. Tu estado de ánimo es una especie de resumen de cómo está funcionando todo tu cuerpo. Varía de lo agradable a lo desagradable y de la quietud a la activación. El estado de ánimo no es una emoción, siempre está contigo, incluso cuando no estás emocional.

¿Otros animales sienten conscientemente el estado de ánimo igual que nosotros? No nos lo pueden decir, por lo que no podemos saberlo con certeza. El filósofo Peter Godfrey-Smith, en su libro Metazoos, propone tres comportamientos que pueden aportar pistas. ¿El animal tiende a proteger y cuidar las partes de su cuerpo lesionadas? Muchos lo hacen, entre ellos las aves, los mamíferos, los pulpos y los crustáceos, aunque las moscas pueden perder un miembro y seguir adelante con normalidad. ¿Parece que el animal toma en consideración los costos y los beneficios? Los cangrejos toleran descargas eléctricas para permanecer en su sitio cuando el olor de un depredador está presente. ¿El animal busca sustancias químicas analgésicas después de una lesión? Los pollos lo hacen: eligen el pienso mezclado con medicamentos en lugar del normal cuando están heridos. Algunos peces nadan en aguas poco profundas, donde los depredadores pueden estar al acecho, para alcanzar y consumir opioides. Las abejas, no obstante, no muestran este tipo de comportamientos.

Pasar del estado de ánimo a la emoción es algo más complicado porque la cuestión de las emociones animales depende de cómo se defina “emoción” en primer lugar. Algunos científicos consideran que las emociones son sentimientos específicos, tales como el miedo, y se preguntan si otros animales las sienten. Otros científicos las definen como comportamientos con funciones útiles para la supervivencia, por ejemplo, las acciones que permiten que un animal escape de un depredador. Y otros definen las emociones como los circuitos cerebrales que corresponden a dichos comportamientos; por ejemplo, buscan un “circuito del miedo” específico que podría desencadenar la paralización en situaciones que consideraríamos temibles.

Cada una de estas definiciones de emoción requiere una deducción humana: observar el estado físico de un animal y adivinar su significado psicológico. Para resolver este problema, intentemos separar la perspectiva humana. Pensemos en una mosca, una rata y una persona en situaciones que consideraríamos aterradoras. Si pasamos un matamoscas por encima de la mosca, esta frotará sus patas rápidamente. Entrenemos a la rata para que asocie un tono de audio con una descarga dolorosa; reproduzcamos únicamente el tono y la rata se paralizará en su lugar. Observemos a un hombre que es seguido por un desconocido en una calle oscura y que abre mucho los ojos, mirando constantemente hacia atrás mientras su corazón se agita en su pecho.

El típico científico que observa a estos animales llega a la conclusión de que los tres están expuestos a una amenaza y, por tanto, se encuentran en un estado de miedo. No obstante, lo curioso es que los tres ejemplos prácticamente no tienen nada en común desde el punto de vista físico. Implican diferentes tipos de cerebros en diferentes situaciones, que mueven diferentes tipos de cuerpos de maneras diferentes. Entonces, ¿dónde radica la similitud que hace que las tres situaciones constituyan “miedo”? Se encuentra en el propio cerebro del científico. Es posible que experimentes un mundo lleno de animales que lloran de tristeza, chillan de terror y merodean por la culpabilidad, sin embargo, son inferencias que realizas sin esfuerzo, percepciones humanas que le dan sentido a los llantos, chillidos y merodeos.

No pretendo decir que las emociones sean imaginarias. Lo que quiero decir es que nuestros cerebros han evolucionado para agrupar de forma instantánea cosas que son similares, incluso cuando físicamente son diferentes, como las moscas que frotan las patas, las ratas que se quedan paralizadas y los humanos que tienen los ojos muy abiertos. De este modo categorizamos las 24 horas del día, todos los días, la mayoría de las veces sin darnos cuenta. Como ejemplo de una rama diferente de la ciencia, Mercurio, la Tierra y Júpiter son planetas, por lo que deben ser parecidos de alguna manera, ¿no? Bueno, Mercurio es una roca diminuta, caliente y árida. La Tierra es tres veces más grande y su superficie está compuesta en su mayoría por agua, rebosante de vida. Júpiter es una gigantesca bola de gas. ¿Dónde está el parecido? En nuestro cerebro. Nos fijamos en características abstractas como “orbita el sol” e ignoramos las inmensas diferencias en cuanto a tamaño y sustancia para agrupar estos cuerpos celestes en la misma categoría. Una gran roca en el espacio es algo real físicamente, pero la categoría “planeta” es una creación humana.

Las emociones que ves y escuchas en los demás también son creaciones humanas. Cuando percibes a otro animal como temeroso, no estás “detectando” el miedo de ninguna manera objetiva. Se trata de una construcción de tu cerebro que se genera de forma automática, y más rápido de lo que puedes chasquear los dedos. Tu cerebro agrupa diferentes movimientos, sonidos y otras señales físicas en la misma categoría, para darles un significado emocional. Si una mosca debajo de un inminente matamoscas frota sus patas en una ocasión, pero se paraliza en otra, el cerebro humano puede aplicar una generalización en ambos casos para interpretar que la mosca se encuentra en un estado de miedo. Sin embargo, ¿los cerebros de las moscas están equipados para trascender las características físicas y construir este nivel de significado? ¿Qué pasa con el cerebro de un gato o un perro? La respuesta es probablemente no. El cerebro de algunos animales, como el de los chimpancés, puede establecer categorías abstractas, pero, hasta donde sabemos, solo nosotros tenemos la capacidad necesaria para elaborar abstracciones de esta magnitud. El estado de miedo de un animal no humano es real para los observadores humanos, pero no necesariamente para la propia criatura.

Como científicos, debemos ser extremadamente cuidadosos cuando se trata de separar nuestras observaciones físicas de nuestras conjeturas mentales. Cuando no lo hacemos, puede resultar realmente problemático. Si un científico descubre un circuito neuronal que controla el comportamiento de paralización en las ratas, lo llama “circuito del miedo” y descubre que un determinado medicamento puede suprimir el circuito, constituye un error suponer que el medicamento domina los síntomas de trastornos humanos como el trastorno de estrés postraumático.

Cuando nos quitamos la bata de laboratorio, puede resultar beneficioso asumir que otros animales tienen las mismas emociones que nosotros porque fomenta la empatía, es más fácil incorporarlos a nuestro círculo moral y protegerlos. La empatía es importante, sin embargo, este punto de vista también nos tienta a considerar a los demás animales como versiones inferiores de los humanos, llenos de emociones, pero carentes de la racionalidad necesaria para domarlas. Y el hecho de situarnos en la cima del reino animal de esta manera nos puede llevar a maltratar a criaturas que parecen ser menos sofisticadas de lo que nosotros mismos creemos.

Quizás sea más respetuoso y científicamente útil considerar a los animales en sus propios términos. Los perros pueden oler cosas que nosotros no podemos. Los pájaros pueden ver colores que nosotros no podemos. Así que tal vez también pueden sentir cosas que nosotros no podemos. Cuando un elefante permanece junto al cadáver de otro durante días, es evidente que está ocurriendo algo, pero ¿por qué debe tratarse de una versión primitiva del dolor humano? ¿Cómo sabemos que el elefante no está protegiendo el cuerpo de los carroñeros, regocijándose en la muerte de un rival o sintiendo algo que no podemos comprender? La idea de que otros animales comparten nuestras emociones es persuasiva e intuitiva, no obstante, es posible que las respuestas que ofrezcamos revelen más sobre nosotros que sobre ellos.

Lisa Feldman Barrett es profesora de psicología en la Northeastern University y autora de La vida secreta del cerebro: Cómo se construyen las emociones (Pan Macmillan).

Otras lecturas

Metazoos: La evolución de la vida y el nacimiento de la consciencia, de Peter Godfrey-Smith (William Collins, 20 libras).

An Immense World: How Animal Senses Reveal the Hidden Realms Around Us, de Ed Yong (BBodley Head, 20 libras).

Between Us: How Cultures Create Emotions. Escrito por Batja Mesquita (Norton, 24.14 libras).

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