Dentro de Villa Somalia: 72 horas con el presidente del ‘país más peligroso del mundo’
Hassan Sheikh Mohamud es la primera persona elegida presidente de Somalia en dos ocasiones distintas. Foto: Girma Berta

El trayecto desde el aeropuerto de Mogadiscio hasta la residencia presidencial de Villa Somalia debería durar aproximadamente 15 minutos. Rara vez es así. Cada cientos de metros hay un retén policial. No se puede dejar nada al azar: las explosiones letales en los puestos de control son habituales.

Para evitar fallos de seguridad, nadie excepto Hassan Sheikh Mohamud, el recién reelegido presidente, y unos pocos asistentes, saben sobre la visita de The Observer. Llegamos en un Hilux blindado, detrás de una jeep que trasporta a siete soldados y una ametralladora montada, por una carretera bordeada de contenedores de transporte cubiertos con sacos de arena y muros coronados con alambre de púas. El silencio es inquietante.

Al llegar al aeropuerto a primera hora de la mañana, cargando un pesado chaleco antibalas y un casco, me pareció de mala educación llevarlos delante de un hombre que ha sobrevivido a múltiples atentados contra su vida –incluso uno dentro del complejo presidencial– y que gobierna el que posiblemente es el país más peligroso de la Tierra.

Un grupo de jóvenes serios con lentes Ray-Ban vigilan la entrada de su despacho, donde Mohamud está sentado solo ante un modesto escritorio de madera, frente a un retrato del primer presidente de Somalia después de la independencia, Aden Adde. Vestido con un sencillo traje azul, con el cuello de la camisa abierto, Mohamud parece particularmente relajado y ofrece un entusiasta apretón de manos.

Ser presidente de Somalia –un país cuyo nombre todavía se utiliza ampliamente, aunque de forma ligeramente engañosa, como abreviatura de “Estado fallido”– podría parecer un trabajo singularmente ingrato.

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Escombros en las calles de Mogadiscio después de que un coche bomba atentara contra el Ministerio de Educación el 29 de octubre de 2022. Foto: Hassan Ali Elmi/AFP/Getty Images

Mohamud tiene la distinción única de haberlo hecho dos veces. Su primer gobierno, entre 2012 y 2017, fue la primera administración electa y no interina del país desde 1991, año en que el dictador militar Mohamed Siad Barre, que gobernó Somalia durante mucho tiempo, fue derrocado en un golpe de Estado. Casi inmediatamente después de ser elegido, Mohamud sobrevivió a un intento de asesinato en un hotel donde estaba reunido con el ministro de Relaciones Exteriores de Kenia. En otra ocasión, terroristas pertenecientes a al-Shabaab, la filial más lucrativa y letal de Al Qaeda, que controla gran parte del país, hicieron estallar un vehículo a las puertas de Villa Somalia. Uno de los combatientes llegó a acercarse a menos de 100 metros del presidente antes de ser abatido.

Reelegido en mayo, Mohamud es, según indica su propia agencia de inteligencia, el “objetivo número 1 de al-Shabaab una vez más. Pocos días después de esta entrevista, los yihadistas perpetraron dos atentados con coches bomba en Mogadiscio que causaron la muerte de al menos 100 personas. Uno de los objetivos era el Ministerio de Educación, dirigido por Farah Sheikh Abdulkadir, el amigo político más cercano a Mohamud (sobrevivió al atentado).

El presidente denunció los asesinatos como una venganza por las victorias que su nuevo gobierno ha logrado en lo que describe como una “guerra total” contra los yihadistas. Su gobierno recientemente recuperó varios territorios estratégicos. Sin embargo, los logros que ha conseguido son frágiles, y Somalia todavía se enfrenta a una enorme variedad de retos, entre los que destacan la aceleración de la degradación medioambiental y el agravamiento del hambre. Somalia habitualmente se encuentra casi o en los últimos puestos de las clasificaciones mundiales de corrupción, pobreza y fragilidad del Estado.

Dentro de la fosa somalí de la política, Mohamud, de 67 años, es una figura inusual. Durante todos los años sangrientos que transcurrieron tras el espectacular colapso del Estado central en 1991, él nunca se marchó. Todos menos uno de sus 20 hijos nacieron aquí. Esto lo diferencia especialmente de su predecesor más reciente, Mohamed “Farmaajo” Abdullahi Mohamed, que pasó la mayor parte de su vida adulta en el norte del estado de Nueva York, junto con gran parte de la élite culta de Somalia.

Cuando Mogadiscio quedó sumida en la anarquía a raíz de la fallida intervención estadounidense en la década de 1990, la mayoría huyó al extranjero.

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El horizonte de Mogadiscio, capital de Somalia. Foto: Girma Berta

Mohamud, que en aquel entonces era profesor y empresario en la capital, recuerda este período como una época de saqueos y asesinatos, milicias depredadoras y noches de insomnio en las que “nunca sabes cuándo puede caer un proyectil en tu casa”. Recuerda la muerte de un viejo amigo, herido por la metralla de una bomba que cayó a pocos metros de él. “Fueron tiempos muy difíciles”, comenta. “No creíamos que sobreviviríamos”.

Con un título de posgrado obtenido en una universidad india, Mohamud era exactamente el tipo de somalí que podría haber prosperado en el país vecino, Kenia, o haber obtenido una visa para viajar a un país seguro en Occidente. No obstante, se sentía incómodo en el extranjero. “Nunca tuve esta idea de salir al extranjero… Mogadiscio es el lugar al que pertenezco”, explica. Con el optimismo que lo caracteriza, supuso que los conflictos entre los clanes que asolaron el país en aquella época serían efímeros, un breve interludio antes del restablecimiento de un gobierno central fuerte. “Los jefes militares decían que vendrían cosas buenas, y les creímos”, explica. “Lamentablemente, solo era el principio”.

Mohamud se convirtió en activista de la sociedad civil y puso en práctica sus aptitudes diplomáticas para mediar entre los jefes militares que habían dividido Mogadiscio en territorios enfrentados. Era un trabajo peligroso. Varios de sus colegas fueron asesinados. Recuerda un día de 1998 en que un grupo de milicianos le hizo señas para que entrara por una puerta abierta cuando estaba pasando.

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Mohamud, islamista moderado, cree que la religión puede ser el factor de cohesión de una nación fracturada y que el Islam político no tiene por qué ser violento. Foto: Girma Berta

Dentro encontró un cuerpo tendido en el piso: “Al principio, pensé que era alguien durmiendo”. Los milicianos lo asaltaron, pero lo dejaron libre cuando descubrieron que era del mismo clan.

La fama de Mohamud creció en la década de 2000, cuando fundó una universidad privada y se convirtió en el líder de facto de las organizaciones de la sociedad civil que ocuparon el vacío que había dejado el colapso del Estado. A mediados de la década, el yihadismo estaba en pleno auge y la vecina Etiopía había invadido el país. Somalia había tocado fondo. Los yihadistas, que posteriormente se convertirían en al-Shabaab, luchaban contra los soldados de Etiopía calle por calle, cuadra por cuadra, dejando “cadáveres por todas partes”. El futuro presidente y sus amigos pasaron días recuperándolos de entre los escombros.

Se estableció una sucesión de “gobiernos de transición” con el objetivo de mantener la paz, aunque su control apenas abarcaba unos cientos metros más allá de Villa Somalia. Desmoralizados, Mohamud y sus amigos comenzaron a debatir entre ellos qué hacer a continuación. “Nos preguntábamos: ‘¿Cuántos años más podemos esperar?”. Mohamud llegó a la conclusión de que tenía pocas opciones que no fueran entrar en la política. En 2010, fundó el primer partido político de Somalia desde el golpe militar de 1969.

En estos 12 años, Somalia ha logrado algunos avances. Al-Shabaab ha sido expulsada de las zonas rurales y los cinco gobiernos estatales federales (excepto el aspirante a estado separatista de Somalilandia), que se crearon o reforzaron durante el primer mandato de Mohamud, han crecido. Posteriormente, esa misma tarde, mientras es trasladado en su caravana motorizada, hay un bulevar adornado con pancartas que conmemoran la fundación de una de las prósperas empresas de telecomunicaciones de Somalia: incluso ante la ausencia de un Estado, las empresas han encontrado la forma de prosperar.

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Mohamud en un mitin contra al-Shabaab el 12 de enero. El presidente es el ‘objetivo número 1’ del grupo terrorista. Foto: Hassan Ali Elmi/AFP/Getty Images

Sin embargo, el viaje también demuestra los límites del proyecto de consolidación del Estado. Villa Somalia es un caso emblemático. A diferencia de otras residencias estatales en capitales africanas, no transmite majestuosidad. Hay agujeros de balas y escombros por todas partes. Con la excepción de una construcción colonial italiana art decó en su centro, el complejo se asemeja más a un cuartel militar que al centro neurálgico del gobierno. Soldados de Uganda pertenecientes a la misión de paz de la Unión Africana en Somalia patrullan su perímetro, un recordatorio diario para Mohamud de la dependencia de su gobierno de los extranjeros. Ser presidente de Somalia no está tan relacionado con el hecho de disfrutar de los atributos del poder estatal como con la lenta construcción de sus andamios.

Las calles son despejadas con antelación para el paso del presidente. En nuestro destino, cerca de la fortificada “zona verde”, que alberga embajadas extranjeras y los hoteles más seguros, es necesario acordonar dos cuadras con fuerzas especiales uniformadas con boinas rojas. Mohamud habla en la última jornada de una conferencia sobre educación islámica impartida en escuelas y madrasas, que el gobierno patrocina como parte de una iniciativa para “recuperar la narrativa islámica” de al-Shabaab. Mohamud, islamista moderado, cree que la religión puede ser el factor de cohesión de una nación fracturada, y que el Islam político no tiene por qué ser violento.

Cuando transmite su mensaje principal, –que es el momento de que los clérigos y los líderes comunitarios se pronuncien y denuncien a al-Shabaab –, la multitud –integrada en su mayoría por hombres de las mezquitas– parece estar de acuerdo. Resulta difícil saber si es sincero o no, pero se ríen con sus chistes (uno de los sobrenombres de Mohamud es “Qoslaaye”, que significa risa), y en sus propios discursos lo colman de elogios.

Mohamud no destaca en el escenario, sino que más bien observa a través de sus lentes como un académico anticuado. A pesar de ello, tiene una voz fuerte y grave y un porte tranquilizador. Sus ojos brillan cuando sonríe, y tiene el poder de animar a su público.

Hoy, describe una Somalia anterior a la llegada del yihadismo importado del extranjero, una época, según sus palabras, de coexistencia pacífica entre las sectas que es posible revivir.

Al día siguiente se celebra la inauguración de una campaña de plantación masiva de árboles. El lugar elegido es una plaza ubicada en el centro histórico de la ciudad, bajo la llamativa estructura del primer edificio del parlamento somalí, que quedó destruido durante la guerra civil de la década de 1980, pero que se conserva en ruinas como monumento conmemorativo. En la oposición, Mohamud ayudó a organizar una marcha que terminaría simbólicamente en sus escalones, para protestar contra la decisión de Farmaajo de aplazar las elecciones. Las artimañas electorales de Farmaajo habían sumido al país en una nueva crisis, y fueron parte de lo que impulsó a Mohamud a postularse de nuevo para la presidencia. No obstante, antes de que pudiera comenzar la marcha, soldados leales a Farmaajo registraron el hotel en el que se alojaba Mohamud, una acción que este considera como un atentado contra su vida.

En esta ocasión logra llegar a la plaza, donde es recibido con entusiasmo. La multitud está integrada en su mayoría por mujeres, vestidas con los colores azul y blanco de la bandera somalí. Carteles, anuncios y playeras llevan la imagen del presidente, y la música dedicada a él resuena en los altavoces mientras camina, luciendo una gorra de béisbol verde y blanca, en dirección al área de tierra donde plantará un árbol. Sonriendo ampliamente, saluda a los miembros de la multitud que lo vitorea bajo el inclemente sol del mediodía. Después de su discurso –promete plantar 100 mil semillas antes de fin de año– aparecen fotos del evento en sus distintas cuentas de redes sociales.

Pocos dudan de la habilidad de Mohamud para el regateo y la negociación entre clanes que caracterizan a la política de Somalia. En dos ocasiones logró formar una coalición lo suficientemente amplia como para triunfar en el notoriamente juego sucio de las elecciones indirectas de Somalia (en las que los miembros del parlamento son elegidos por delegados designados por aproximadamente 14 mil ancianos de los clanes). Expastor de camellos, cuyos padres murieron cuando él era joven, Mohamud creció en el campo, absorbiendo la vertiginosa complejidad de su cultura de clanes. “Si vives en las zonas rurales nómadas, pasas mucho tiempo hablando”, comenta el ministro de Estado de Relaciones Exteriores, Ali Omar, un viejo amigo. “Por eso conoce la cultura y la lengua mejor que el resto de nosotros”.

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El horario de Mohamud es extenuante: 20 horas al día, siete días a la semana. Foto: Girma Berta

La popularidad de Mohamud entre el público en general es discutible. El ultranacionalista Farmaajo invirtió mucho dinero en relaciones públicas y cuenta con un ejército activo de seguidores en las redes sociales. Las encuestas en Somalia son poco confiables, y los periodistas se encuentran demasiado limitados por los riesgos de seguridad como para evaluar la opinión pública más allá de Mogadiscio. La escena de la plaza está demasiado escenificada como para ofrecer una respuesta definitiva. A los pocos segundos de que el presidente abandonara el estrado, se encuentra de nuevo detrás de los cristales polarizados de un automóvil, recorriendo a toda velocidad la avenida arbolada en la caravana que se dirige a Villa Somalia.

Al tercer día, el presidente vuelve a llegar tarde. Sentado en el asfalto del aeropuerto, Mohamud ha estado ocupado con llamadas con los comandantes militares. Esto, dicen sus asistentes, es típico: casi siempre está hablando por teléfono, recibiendo actualizaciones del campo de batalla e interesándose incansablemente por los pormenores de la nueva ofensiva contra los yihadistas. Se trata de una fortaleza y una debilidad. Su predecesor apenas mostró una pizca de interés por combatir a al-Shabaab (sus críticos lo acusaron de estar más centrado en eliminar a sus rivales políticos), sin embargo, Mohamud muestra su compromiso con la lucha. Es un microgestor que se apoya en un pequeño círculo de asesores de confianza. Pero los problemas de Somalia están demasiado arraigados y afectan a demasiadas comunidades sociales y religiosas como para que una sola persona pueda aportar una solución.

El presidente se ve cansado, y de vez en cuando hace una pausa en medio de la conversación para mirar por la ventana. Su horario es extenuante: 20 horas al día, siete días a la semana. No obstante, a medida que la conversación pasa del tema principal del viaje (la inauguración de un nuevo puerto en Puntlandia, el más antiguo y poderoso de los estados federales miembros) a cuestiones más filosóficas sobre la construcción de la nación, el mandatario se anima. Mohamud tiene inclinaciones académicas y reflexiona sobre lo que considera que son las raíces de los problemas de Somalia: los clanes; el legado del gobierno militar; las formas ajenas del islam violento. “Creo que se puede construir un Estado democrático en Somalia”, me dice. “Y esa es la única solución”.

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La amenaza de al-Shabaab es real e impredecible. Soldados fotografiados desde el interior de un vehículo de seguridad durante un recorrido por Mogadiscio. Foto: Gary Calton/The Observer

Sin embargo, Mohamud también es un orgulloso nacionalista, y se muestra reservado cuando se le pregunta por la etiqueta que atormenta a su país. “Sí, éramos un Estado fallido. Pero ahora hay un Estado, por muy débil que sea”, responde. “El reto es pasar de ser un Estado frágil a ser un Estado completamente funcional”.

Esto requerirá lo que Max Weber, el sociólogo alemán, denominó el “lento aburrimiento de los consejos duros”: la búsqueda paciente de cambios graduales, por largo que pueda parecer el camino. Su objetivo es “sentar las bases” de la recuperación y, a su edad, sabe que es poco probable que lo vea en vida. No obstante, cree que el cambio es posible. “La única meta que tengo es ver a Somalia de nuevo sobre sus propios pies”, comenta. “No hay nada más que quiera en la vida”.

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