Ballet contra machismo: los bailarines latinoamericanos que desafían las ideas anticuadas de la virilidad
Juan Pablo Rodríguez, de 29 años en el momento de ser fotografiado, vive en Lima, la capital de Perú. Con sus raíces en Colombia, creció en un ambiente rodeado de danza y siempre la ha utilizado como forma de expresión personal. Todas las fotos: Santiago Barreiro

Cuando solo tenía ocho años, Roberto Rodríguez recuerda que su tía lo sacó del parque donde solía jugar con sus amigos para que se presentara a una audición en la escuela de ballet de La Habana, la capital de Cuba. Él no quería ir. El ballet era para niñas, no para niños. Es un cliché el de los bailarines que ha persistido durante décadas: una idea impuesta de lo que significa ser una cosa u otra, de las elecciones que deben hacerse en función de los conceptos sociales de género.

Pero su tía insistió. “Al principio no quería ser bailarín de ballet, pero luego se convirtió en lo que quería en mi vida”, dice. Ahora, a mediados de sus 30 años, Rodríguez es solista en la Compañía Nacional de Danza de México. “De niño siempre hice deporte, gimnasia, taekwondo… deportes que eran “para hombres”. Cuando empecé a bailar ballet, en mi barrio existía la idea de que sería una “bailarina”, de que sería gay. Pero eso no me molestaba, siempre defendí quién era”. Al cabo de los años, estas actitudes perjudiciales y homófobas empezaron a cambiar, incluso para su padre, dice. “Al principio, no quería que fuera bailarín de ballet; tuve que decirle que eso era lo que quería para mi vida. Y ahora lo respeta”.

Rodríguez dice que el ballet se lo ha dado todo. Así conoció a su pareja, otra bailarina, con la que ahora tiene un hijo. Pero a través de la danza también ha aprendido sobre su propia identidad y su lugar en este mundo. “He aprendido a ser un hombre y a ser un artista”, dice. “Para mí, la masculinidad es saber quién soy. Es tener los ideales correctos, saber lo que quiero y, sobre todo, respetar cualquier sexualidad que exista. Es simplemente esto: respetar a los demás y ser yo mismo”.

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Roberto Rodríguez con su hijo (arriba y centro) y su mujer Ana Elisa, a quien conoció gracias a la danza. Dice que el mundo del ballet es como una “microsociedad” que permite a la gente explorar con seguridad sus propias versiones de la masculinidad y la identidad.
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Las complejidades en torno a la masculinidad y el arte siempre han fascinado al cineasta y fotógrafo Santiago Barreiro. Barreiro, uruguayo, creció en una región donde la percepción de la identidad masculina ha estado históricamente asfixiada por el machismo. Explora estos conceptos en su serie La Forma Masculina.

Estas actitudes forman la base de estereotipos perjudiciales que afectan a todas las vidas e identidades, creando una cultura de sexismo y, en el peor de los casos, de violencia contra las mujeres. América Latina es una de las regiones del mundo con mayor índice de violencia de género.

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Juan Pablo Rodríguez (ambas fotos)
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Barreiro llevaba años trabajando con bailarines de ballet a través de su trabajo de fotografía comercial. Fue durante este tiempo cuando descubrió que los bailarines de ballet desafiaban las tradiciones y cuestionaban las estructuras patriarcales, y vio cómo esto se reflejaba a través de la forma humana. Le pareció importante examinar más de cerca el impacto del machismo en los hombres y los niños. “Llegamos a los límites de la sociedad. Fíjate en las cifras que tienen que ver con la salud mental: que los hombres mueren porque la masculinidad no les permite ser sensibles, cuidarse, dice Barreiro. “Ha habido una idea preconcebida sobre la masculinidad en toda Latinoamérica. Empecé a investigar por qué las sociedades creen que la danza es un arte para mujeres, o que está feminizado, y por qué existe la idea errónea de que el ballet te cambia la orientación sexual, por ejemplo.”

Es algo que él mismo ha experimentado como artista. “Existe la idea de que las personas que trabajan en el arte son muy sensibles. Y la sociedad ha hecho algo negativo de este tipo de masculinidad, porque nuestra obligación, según la sociedad, según la hegemonía, es proveer, procrear y proteger”, dice. “Pero en el arte, los hombres tienen la libertad de exhibir sus sentimientos, de ser más sensibles, de revelar sus problemas”.

Barreiro añade: “Creo que necesitamos más narradores e investigadores que trabajen estos temas “menores”, porque estas cosas más pequeñas siempre dicen algo importante sobre la vida real”.

Aunque Cuba parece ser una excepción, ya que el ballet y las artes recibieron apoyo y financiación directa de los gobiernos tras la revolución, en el resto de la región el ballet sigue siendo una profesión y una forma de arte en la que todavía hay muchos menos hombres que mujeres. “Esto tiene que ver directamente con la concepción que la sociedad tiene de la masculinidad, el género y la danza”, afirma Barreiro.

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Aarón de Jesús Márquez, de Veracruz (México). Lleva practicando ballet desde los siete años, tras ser descubierto por el proyecto de danza ProVer, que apoya a niños de entornos desfavorecidos. Fotografiado a los 15 años, con su abuela.
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Le conmovieron las historias de bailarines que habían ido en contra de las expectativas familiares y sociales para dedicarse al ballet. En sus fotografías se centra en bailarines de ballet de toda América Latina que deconstruyen una idea hegemónica de la masculinidad. “El ballet pide al cuerpo que rompa las tradiciones. Estos bailarines tuvieron que adaptarse, explorar sus cuerpos de una forma que no se había explorado antes, porque la sociedad no lo permitía”, dice.

Está Aarón de Jesús Márquez, de Veracruz (México), que tenía 15 años cuando Barreiro lo fotografió justo antes de la pandemia. Los retratos presentan a un chico que está superando los prejuicios a los que se ha enfrentado en su elección de dedicarse al ballet. “La fotografía muestra que realmente le gusta hacer esto, y no importa que la sociedad vea que está en un ambiente de mujeres. Él propone una nueva forma de ser hombre”, dice Barreiro.

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Josué Gómez, que entonces tenía 16 años, es de Cali (Colombia). Se enamoró del ballet a los cinco años, y sus padres le han apoyado para que se dedique a la danza. “Creemos en lo que Josué cree”, dice su padre.
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Josué Gómez tenía 16 años cuando le hicieron el retrato; procede de una familia de clase trabajadora de Cali (Colombia) y empezó a bailar a los cinco años, cuando su madre lo llevó a las clases de folclore a las que asistía. Gómez es un ejemplo de alguien que ha tenido que perseverar para conseguir la aprobación de su padre. “Josué trabajó duro para que su padre aceptara y respetara lo que hacía. Colombia es un país como muchos en Latinoamérica, muy machista, y él tuvo que enfrentarse a eso muy pronto. Pero su padre aprendió muy pronto que su hijo era feliz haciendo esto, así que el retrato muestra muy bien el apoyo familiar.”

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Santiago Fernández, de Cali, Colombia, fotografiado a los seis años. Sueña con ser bailarín profesional y dejó de jugar al fútbol con sus amigos para estudiar en el Instituto Colombiano de Ballet de su ciudad natal.
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Los retratos de Juan Pablo Rodríguez, de 29 años, residente en Lima, Perú, presentan la creencia del bailarín en la libertad de expresión como forma de resistencia. Como hombre gay, ésta es una parte vital de su propia masculinidad, afirma Barreiro. Por su parte, el colombiano Santiago Fernández, que tenía seis años cuando fue fotografiado, se enfrentó a su padre, que no quería que bailara.

Todos los bailarines de la serie tienen sus propias historias y expresiones de identidad. “En el mundo de la danza no hay una sola masculinidad”, dice Barreiro. “Este es un proyecto que habla de danza, pero también de una sociedad en conflicto. Poco a poco tenemos que cambiar. Está cambiando, pero necesita más”.

Traducción: Ligia M. Oliver

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