Segunda vuelta y ‘mayorías’ que no siempre son
Podría explorarse un modelo de segunda vuelta cuando el candidato ganador no alcance un porcentaje mínimo de apoyo o una ventaja considerable frente al segundo lugar.
Podría explorarse un modelo de segunda vuelta cuando el candidato ganador no alcance un porcentaje mínimo de apoyo o una ventaja considerable frente al segundo lugar.
En México no existe segunda vuelta electoral pese a que, desde la creación del primer Instituto Federal Electora (IFE) en 1990, ningún presidente de la república ha sido electo con el respaldo de la mayoría de votantes potenciales. Solo Andrés Manuel López Obrador ha logrado sumar, en 2018, más de la mitad de los votos depositados en las urnas (votantes que participan), porcentaje que en otras democracias permite eludir la segunda vuelta en automático, conocida también como “balotaje”.
Gobiernos que se conforman con menos de la mitad de los votos ha sido tendencia en México desde 1994 y hasta 2012, la excepción fue 2018. Aunque no es un tema muy popular entre la clase política, a menos que sus sumas y restas sugieran que puede beneficiarles en lo inmediato, es importante asomarse a medidas que puedan propiciar una mejor representación de la voluntad colectiva cuando se defina quien gobierna.
Por eso podría explorarse con seriedad un modelo de segunda vuelta, cuando la candidata o el candidato ganador de una contienda presidencial o de una gubernatura no alcance un porcentaje mínimo de apoyo o una ventaja considerable frente al segundo lugar el día de la primera jornada de votación. Es un tema que suele discutirse con calculadora de coyuntura en la mano y en buena medida por eso fracasan las iniciativas que lo retoman. Es mejor debatirlo sin premura y con visión a futuro, ubicar sus ventajas y desventajas en ánimo de que tengamos gobiernos con la mayor legitimidad posible emanada directamente de urnas.
Si tuviéramos el modelo de segunda vuelta condicionado a ganar por cierto margen o porcentaje similar al que tienen otros países de América Latina, solo la contienda 2018 se habría resuelto en primera vuelta.
Aludir a que en democracia se gana por un voto o que las mayorías son las que definen quién nos representa o gobierna es una verdad a medias. Es bueno que puedan competir muchas candidaturas, pero no asumir como representativa o sinónimo de “la mayoría” una votación minúscula frente al universo votante o menor a la mitad de quienes participan en una jornada comicial.
Si el número de candidaturas es amplio, prevalece una dispersión de votos que, combinada con abstención y voto nulo, incentiva estrategias de atomizar deliberadamente sufragios. La segunda vuelta podría ser antídoto para patiños sembrados en favor cachar voto antisistema o voto de derechas o de izquierdas que solo se registran para despejarle el terreno a una u otra candidatura de partidos más fuertes (patiños disfrazados, por ejemplo, de candidatos independientes que tratan de obtener u obtienen su lugar con firmas falsas). También podría neutralizar la creación de partidos satélites, que solo tratan de restar votos a opositores e, incluso, a los propios aliados.
No se trata de cancelar partidos ni derecho a que sean muchas las candidaturas las que puedan competir, sino de propiciar el mayor respaldo de la población para quien va a gobernar. Las fórmulas son diversas en el mundo. Hay experiencias como la de Francia (que desde le siglo XIX tiene balotajes), donde se requiere la mitad de votos en primera vuelta para eludir la segunda, o el la de Ecuador, donde se necesita el 50% de los votos para que la presidencia se defina en primera vuelta, aunque también es válido con 40% de votos siempre y cuando haya ventaja de 10 puntos frente a la candidatura que queda en segundo lugar.
La logística puede significar gasto y ese argumento va y viene, pero eso podría superarse y es perfectamente compatible la pluralidad partidista y la multiplicidad de candidaturas con una segunda vuelta que filtre a partir de porcentajes razonables del voto a finalistas, en ánimo de representar de mejor manera a la población y formar gobiernos con mayor legitimidad y realmente de mayorías.
Ernesto Zedillo (PRI) tuvo menos de la mitad de votos: 48.7% de los depositados en las urnas cuando la elección de 1994. Vicente Fox (PAN) en el año 2000 se quedó en 42.5%, Felipe Calderón (PAN) fue presidente solo con el 35.89 % de votos y Enrique Peña Nieto (PRI) con el 38.2%. Solo Andrés Manuel López Obrador (Morena) superó la mayoría simple en el porcentaje de votos con el 53% y es el único que habría evitado segunda vuelta si tuviéramos un modelo como el de Francia, Ecuador, Argentina o Bolivia.
Conflictos postelectorales como el de 2006 y las enormes dudas que generó habrían tenido una solución jurídica simple si hubiéramos tenido un esquema de segunda vuelta con porcentajes de ventaja o de mayoría absoluta de votos.
Empiezan a discutirse agendas de una eventual reforma electoral, pero el tema de la segunda vuelta nunca es muy popular entre la clase política porque implica que ganar el mismo poder de representación requiere más respaldo en votos.
Hay siempre dos caras de la moneda en este tipo de reglas y están lejos de ser el paraíso de la legitimidad, pero con un diseño bien elaborado podrían aportar, ser una alternativa para que tengamos gobiernos que realmente sean elegidos por “la mayoría”, al menos de la mayoría de quienes acudimos a votar y no por menos 30% o 40% como ha ocurrido, aprovechando la dispersión que puede generarse con múltiples candidaturas.
En un país tan presidencialista como el nuestro, al menos se debería convocar a la mayoría de los electores para formar gobierno y de ahí la importancia de no asumir que “la mayoría” de la población ha pedido ser representada por presidentes cuando no alcanzan ni siquiera el 40% de los votos. La segunda vuelta puede ser una alternativa desde esa mirada.
Luis Miguel Carriedo es especialista en medios y elecciones.
@lmcarriedo