Volver a estudiar, camino de resiliencia tras la violencia en pareja
¿Alguna vez te has preguntado por qué las mujeres abandonan sus estudios? La vida en pareja, los hijos, la violencia y estereotipos de género son algunas razones.
¿Alguna vez te has preguntado por qué las mujeres abandonan sus estudios? La vida en pareja, los hijos, la violencia y estereotipos de género son algunas razones.
A Gisela Sandoval su pareja le escogía la ropa que podía utilizar en el trabajo. A Laura Morán incluso le prohibían saludar a otras personas. A Juana Flora Pérez le impedían ganar su propio dinero para cuidar de los suyos. Todas soñaban, en secreto, con retomar sus estudios. Todas querían un mejor futuro para sus hijas e hijos, pero todas pusieron en pausa sus sueños debido a la violencia.
Ellas son tres mujeres atravesadas por la estadística en México. Son parte del 40% de las mujeres de 15 años y más que tienen o han tenido una relación de pareja violenta, en la que se les maltrató psicológica, económica, patrimonial, física o sexualmente, según el Inegi.
Y pese a ello, una vez que lograron separarse también fueron parte del 31% que alguna vez asistió a la escuela y pensó en retomar sus estudios. La edad nunca fue un impedimento para sus metas y ahora se dicen felices de seguir estudiando y preparándose.
Aquí te contamos sus historias:
‘Sueño con litigar en los tribunales’
Hace siete años, la computadora y el celular de Gisela Sandoval eran revisados por su pareja, quien la celaba y quería controlar todos los aspectos de su vida; hoy, esos aparatos se han convertido en sus herramientas de estudio.
A sus 63 años, Gisela se convirtió en estudiante de Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). La necesidad económica, una pareja violenta, la pérdida de fe en sus capacidades y la incertidumbre no pudieron con ella ni con el sueño de toda una vida: cursar una carrera universitaria.
Gisela hizo dos veces el examen de ingreso y por poco renunció a su meta, pero este 10 de agosto empezó su cicló escolar más motivada que nunca. “Yo ya estaba desanimada, me parecía que ya había perdido muchos años como para seguir intentando entrar a una universidad, sobre todo a una pública. Y todavía hoy estoy que no me la creo, de verdad, no puedo creer que lo logré”, expresa.
Gisela interrumpió sus estudios del nivel medio superior en 1977 para apoyar a su familia, y hasta el 2002 logró retomarlos. En esos 25 años ingresó al mundo laboral, se divorció de su primer esposo y tuvo a su única hija, pero la inquietud por superarse nunca desapareció. A tal grado, que cursó la prepa abierta apenas ocho meses después de dar a luz.
Desde el embarazo su pareja mostró signos de celopatía, pero todo empeoró cuando Gisela perdió su empleo, en 2012. “Era una persona sumamente posesiva y cuando me corren del trabajo todo se tornó más violento. Tomó el control de mi casa, de mi economía y de mi vida, porque incluso los vestidos y zapatos que yo usara debían ser elegidos por él”, rememora.
Tres años después, contra todo pronóstico, Gisela consiguió un trabajo como secretaria en un despacho de abogados y el panorama económico de su familia empezó a mejorar, pero la violencia doméstica empeoró.
Los insultos eran cada vez más graves, e incluso empezó a ser violentada a través de su hija. Él la hacía llorar a ella, porque sabía que con eso podía partirle el corazón. En su relación, hubo violencia económica, material, psicológica y verbal; sin embargo, le costó trabajo reconocerla porque antes creía que la violencia solo se manifestaba a través de los golpes.
Cuando su hija tenía 16 años de edad, Gisela decidió separarse de su pareja y sin planearlo, pero motivada por su familia y sus jefes, empezó a gestar la idea de convertirse en abogada.
“Siempre me ha gustado el Derecho. Me acuerdo que desde que estaba en el CCH yo quería ser abogada Nunca se me quitaron las ganas de estudiar. De hecho, cuando mi mamá todavía vivía, yo siempre le decía que iba a volver a entrar a la escuela, aunque me graduara hasta los 82 años”, sostiene.
Aunque Gisela considera que “ya está grande” para emprender su propio despacho, confía en que, de permanecer en su trabajo actual, le permitirán ejercer desde ahí y litigar incluso en temas de violencia contra la mujer. “Todavía tengo ganas de hacer muchas cosas, pero la verdad sueño con litigar en los tribunales“.
‘Mis hijos se sintieron orgullosos de ver que su mamá sí pudo’
Laura Morán se fue a vivir con el papá de sus hijos cuando todavía era adolescente, justo después de terminar la secundaria. Al poco tiempo se embarazó. Como mujer casada perdió todos sus derechos: no podía saludar ni voltear a ver a nadie. También tenía prohibido asistir a reuniones familiares y ponerse la ropa que le gustara.
“Al no poder usar ropa acorde a mi edad y con la que me sintiera bien, solo me vestía con pants, y el resorte nunca te avisa que estás subiendo de peso. A mis veintitantos ya tenía obesidad, y como él no quería que nadie me volteara a ver, pues no podía hacer nada por mi salud y mi aspecto. Pasé tantos años con el yugo que yo pensé que toda la vida estaría así, pero en cuanto empecé a trabajar y estudiar me di cuenta de que no podía aspirar solo a eso”, recuerda.
Aunque siempre hubo celos, Laura señala que la violencia se volvió más evidente cuando ella comenzó a tomar independencia. “Siempre me decía que era una ridiculez que a mi edad quisiera seguir estudiando. En esa relación hubo violencia por el solo hecho de querer superarme y buscar mejores oportunidades para mis hijos. Para él, por ser una mujer casada, yo no tenía derecho a nada”, lamenta.
Cuando cumplió 30 años de edad, decidió separarse y a sus 50 concluyó su licenciatura en trabajo social en una escuela privada de la Ciudad de México. Su motivación principal siempre fue brindarle un futuro mejor a sus hijos.
Laura tiene 58 años de edad y es trabajadora social en el área de transfusión sanguínea del Hospital General de México, donde ha laborado por más de dos décadas. Su primer puesto ahí fue como personal de limpieza, pues su último grado de estudios era la secundaria, pero sus ganas la llevaron a escalar puestos y mejorar sus condiciones de vida.
“Cuando ya trabajaba en el hospital me inscribí al bachillerato y luego a una carrera técnica. Yo sabía que para tener posibilidad de un escalafón debía tener una licenciatura, pero como mamá no podía solo pensar en mi escuela. Durante casi nueve años tuve que sacrificar mucho tiempo con mis hijos por trabajar horas extra. Mi meta era sacar dinero suficiente para sus escuelas y la mía”, cuenta.
Laura se recuerda como una niña que soñaba con convertirse en “trabajadora social”. Su admiración por ese empleo nació gracias a la persona que atendía a su mamá en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y aunque llegó a creer que nunca alcanzaría su meta por la violencia que vivía en la pareja no se dio por vencida. “Se requiere de mucho esfuerzo y valentía, pero sí se puede”, enfatiza.
“Fueron unos años muy difíciles en los que yo pensé que no iba a poder ni siquiera salirme de ese matrimonio de infidelidades, maltratos y celos. Hoy, mis hijos y yo tenemos una carrera. Y ellos se sienten muy orgullosos de ver que, pese a todo, su mamá sí pudo, y esa es mi mayor satisfacción”, expresa.
‘Mi mamá me decía que la escuela no era para mujeres’
Para Juana Flora Pérez era impensable cursar una carrera universitaria, y menos que llegaría a hacerlo a los 61 años de edad.
En enero de 2020, se tituló como licenciada en trabajo social y dos años después, en 2022 culminó su maestría en Tanatología. Este último grado de estudios lo recuerda con mucho sentimiento, pues con ello impulsó a su hijo menor a estudiar una maestría.
“En ese tiempo mi hijo andaba muy de capa caída, no quería levantar el vuelo en la escuela, entonces le dije: un día voy a tomar clases y te voy a alcanzar. Me inscribí a la licenciatura y oficialmente se volvió un reto, así él también terminó su carrera. Y yo ya estaba en la maestría cuando me avisó que haría lo mismo. Me dijo: vamos a salir juntos de esta, mamá. Me dio un abrazo, estudiamos al mismo tiempo y los dos nos titulamos a la par”, señala.
En la actualidad, Juana Flora tiene 65 años de edad y es trabajadora social en el área de oncología en el Hospital General de México, donde labora desde hace más de dos décadas. Ahora se siente muy feliz con su vida, pero no siempre fue así.
Juana Flora nació y creció en una familia conservadora en el estado de Hidalgo, que consideraba como algo inútil que las mujeres estudiaran, en vista de que terminarían casadas y atendiendo a su marido. “Yo siempre quise estudiar, sin embargo, mi madre –que en paz descanse– decía que la escuela para las mujeres no servía de nada”.
Juana Flora se casó a sus 17 años y se fue a vivir a Veracruz, donde crió a sus tres hijos, pero su marido siempre fue muy violento. “Los insultaba y les aventaba las mochilas, los platos y todo lo que pudiera. Como es arquitecto y se dedicaba a la construcción se sentía superior, y ante el resto de mi familia era considerado un pan de Dios, porque yo nunca dije nada de lo que ocurría puertas adentro. La violencia siempre existió, pero como mujeres nos obligaron a aguantar”, lamenta.
La violencia no solo era física y verbal, sino también económica, y Juana Flora se vio obligada a vender comida, velas, ropa y zapatos, todo a escondidas de su esposo, con tal de garantizar el alimento de sus hijos.
Hasta que Juana Flora decidió separarse se le abrieron las oportunidades y gracias a que consiguió un trabajo en el Hospital General pudo terminar la preparatoria. Durante seis meses, tomó clases los sábados, de siete de la mañana a una de la tarde, y hasta ese momento, supo que la escuela “sí se le daba”, pues su promedio fue de 9.5.
Con la ayuda económica de uno de sus hermanos, pudo costear la colegiatura de su universidad y como ya solo tenía como dependiente económico a su hijo menor, decidió continuar con la maestría.
Hoy, se agradece haber superado cada etapa y abraza su nueva realidad. “Sé que todo tiene una recompensa (…) le doy las gracias a la Juana Flora que aguantó tanto. La vida me ha dado la oportunidad de llegar a donde estoy y en las noches me apapacho por todo lo que pasé. Siempre me digo: mi reina, ya estamos del otro lado, tu vida cambió y ahora puedes disfrutarla”, concluye.