La ‘capital del horror’ de Colombia se enfrenta a una nueva ola de violencia
Los soldados patrullan las calles de Buenaventura, Colombia. Fotografía: Luis Robayo / AFP / Getty

Tatiana Angulo, mientras apretaba su puño, habló sobre los asesinatos de los dos hijos adolescentes de sus vecinos. 

“Se enrollaron en eso”, dijo Angulo, 34, quien dirige un grupo de teatro que interpreta las historias de las víctimas locales. “Solíamos salir y convivir en las esquinas de las calles, pero ahora suceden ahí los asesinatos”. 

La ciudad portuaria de Buenaventura, en la costa del Pacífico de Colombia, se conoce como la “capital del horror”, con un historial de asesinatos brutales y “casas de pique”, donde se desmembran cuerpos y se tiran al mar. 

En las semanas recientes se vio una nueva ola de violencia de las bandas criminales que compiten por el territorio en los vecindarios y causan terror en la población mayormente afrocolombiana. “Literalmente tememos por nuestras vidas. Al menos, yo temo por la mía”, dijo Angulo, y usaba una playera con el eslogan “Hagamos un pacto por la vida y por la paz”. 

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Muchos bonaverenses temen hablar sobre lo que pasa por temor a las represalias. Dicen que los grupos armados son activos en las redes sociales y rastrean a quienes hablan en contra de ellos. The Guardian habló con más de 20 residentes y con organizaciones civiles sobre la violencia. Todos dijeron que es lo peor que han experimentado desde el tratado de paz de 2016, el que muchos pensaron que terminaría con las décadas de conflicto en Colombia. 

La violencia se intensificó en la pequeña ciudad de casi 400,000 habitantes a finales del año pasado, cuando los sicarios mataron a siete hombres jóvenes. Se estableció un toque de queda a partir de las 8pm después de los asesinatos. Dos grupos, Los Chotas y Los Espartanos, están detrás del conflicto reciente. Ambos se separaron de la ahora extinta La Local, y las autoridades dicen que están involucrados en “economías ilegales” y en el reclutamiento de niños, 

“En mi vecindario, el reclutamiento de jóvenes sucede mucho, de niños desde nueve o 10 años”, dijo Mosquera. 

La lucha hizo que casi 30 familias dejaran sus casas en semanas recientes, según la defensoría municipal. 

Danelly Estupiñán, una activista social, llegó a la reunión con The Guardian en un auto blindado y con dos guardaespaldas. Ella se ha visto forzada a vivir con protección desde la publicación de una investigación en la que trabajó hace cinco años, que expuso la corrupción en el puerto de la ciudad. Ella recibe múltiples amenazas de muerte y la suelen seguir.

“Es realmente una situación crítica, una crisis humanitaria”, dijo ella sobre la nueva ráfaga de violencia. “Hay pánico colectivo, una sensación generalizada de inseguridad con la que no nos sentimos tranquilos ni en nuestros vecindarios ni casas ni espacios públicos”. 

Estupiñán habla sobre las muchas “fronteras invisibles” entre vecindarios que hacen que sea imposible, o extremadamente peligroso, que la gente se mueva. Ella se siente obligada a seguir presionando por el cambio es su región empobrecida. “Siento que todas las amenazas no son nada en comparación a la injusticia con la que la gente de Buenaventura vive”, dice ella. “Si no puedo vivir en paz en mi propio territorio, continuaré tomando riesgos para al menos intentar hacer el cambio y no hacerme de la vista gorda”. 

La voz de Mónica tiembla mientras habla de esa tarde de hace unas pocas semanas cuando un grupo armado se llevó a un joven de su vecindario. Su ubicación se mantiene desconocida. “La gente está aterrorizada incluso en sus propias casas”, dijo Mónica, en sus treintas, quien le pidió a The Guardian proteger su identidad. “La gente se mete bajo sus camas en las tardes porque no saben a qué hora comenzarán las balaceras”. 

Las protestas en semanas recientes tienen a los jóvenes al frente. La más grande fue el 11 de febrero, cuando 80,000 personas formaron una cadena humana para protestar por la paz

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Cerca del 60% de las importaciones y exportaciones de Colombia pasan por Buenaventura y la gente dice que ellos se merecen más del gobierno. El rapero y activista Leonard Rentería, de 28 años, dijo que está cansado de la desigualdad y de la falta de oportunidades. “La realidad de la pobreza, abandono y desempleo es que muchos jóvenes terminan uniéndose a estos grupos”, le dijo Rentería a The Guardian en un estudio de grabación que construyeron jóvenes del vecindario. 

Sus letras hablan de la violencia con la que la gente se encuentra en sus vidas diarias en su ciudad. Pero su actitud tiene un precio. Lo han amenazado de muerte varias veces y, como casi todos los que levantan la voz, lo tiene que acompañar un equipo de seguridad. 

“El rap ha sido una forma de protesta para mí… una manera de demostrar la realidad de aquí, pero también me sirve para expresar mi enojo por todo lo que pasa aquí”, dijo. 

Los políticos locales y ciudadanos piden que el Presidente Iván Duque vaya a Buenaventura para apoyar las protestas. En su campaña de 2018, Duque se autoproclamó un “hijo adoptivo” de la ciudad y prometió que el puerto sería una de sus prioridades principales. Todavía no regresa. 

Human Rights Watch (HRW) dijo que las fuerzas de seguridad se enfocan “casi exclusivamente en encontrar a los comandantes de los grupos armados”, pero no hacen lo suficiente para desmantelar los grupos, o atacar su financiamiento. “La situación en Buenaventura es un claro ejemplo del fracaso de la estrategia de seguridad del gobierno colombiano”, dijo Juan Pappier, investigador de HRW. 

“Parece que el gobierno cree que asesinar o arrestar a un comandante automáticamente traerá protección. Pero la experiencia reciente demuestra que están mal. Muchas veces, reemplazan rápidamente a los comandantes. Otras veces, como en los últimos meses, los arrestos resultan en divisiones en los grupos armados y luchas entre facciones y más sufrimiento para la gente”.

El espacio humanitario Puente Nayero en el vecindario de La Playita es una zona empobrecida de casi 500 familias en la cima de lo que era un relleno sanitario. El drenaje pasa debajo de las casas de madera en pilotes. Este vecindario solía ser el sitio del legado más aterrador de la ciudad, las casas de pique, donde los grupos armados torturaban y desmembraban a sus víctimas. Algunos de los que entrevistamos dicen que las casas de pique todavía operan en otras partes de la ciudad, solo que no tan abiertamente como antes, y que se dejan miembros en las calles como advertencias. 

Los militares patrullan las calles desde 2014, para deshacerse de las bandas criminales y que los ciudadanos vivan en paz. Ha sido un éxito.

Nayibe Valencia Angulo, de 36 años, es la esposa de un profesor que “fue desaparecido” de su pueblo en 2018 en el Río Naya por grupos armados. Después de recibir amenazas, ella se fue con su familia y ahora vive en el espacio humanitario protegido. 

“La violencia ha sido imparable en las últimas semanas. Es impactante lo que viven en Buenaventura. Lo más triste de todo es que muchas familias tuvieron que dejar sus hogares”, dijo ella, y añadió que la gente puede lidiar con el Covid pero no con “esta pandemia de violencia”. 

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“La culpa es del gobierno. Hay tantos jóvenes aquí sin trabajo ni oportunidades de empleo”, dijo ella, mientras sostenía una fotografía enmicada de su esposo. 

Mucha gente en Buenaventura, a pesar de la inactividad del gobierno, todavía tiene la esperanza de un futuro mejor. “Tiene que cambiar. No podemos seguir viviendo así”, dijo Monica, azotando su mano en la mesa. “Hay más buenos que malos, y tenemos que hacer esta tierra mejor para nuestros niños… para que vivan en paz, que es lo más básico… ¡por Dios!”.

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