Las exguerrillas de Colombia aisladas, abandonadas y viviendo con miedo
Exguerrilleros de las Farc viajan en chivas - vehículos de transporte local - hacia Bogotá en Medellín, Colombia, en octubre de 2020, exigiendo que se respeten los acuerdos de paz. Fotografía: Joaquín Sarmiento / AFP / Getty Images

Daniela Márquez de 30 años lleva en su cuerpo las cicatrices de la guerra civil de Colombia. Hasta hace tres años, ella era médico de uno de los ejércitos de guerrilleros más poderosos de América del Sur: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc.

Hace cinco años, mientras los comandantes negociaban la paz, un ataque aéreo mató a siete de sus compañeros y cubrió de metralla sus brazos, piernas y espalda.

A pesar del odio que siente por el gobierno, apoya el acuerdo de paz que se firmó en 2016 que dio fin a cinco décadas de guerra que mató a más de 260,000 personas y que dejó sin hogar más de 7 millones.

“El gobierno nunca dejó de ser un enemigo”, dice. “Pero vivir con el temor de otro ataque aéreo se volvió insoportable”.

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Durante los últimos cuatro años, Márquez y sus hijos han estado viviendo en un campamento remoto de desmovilización hecho de sencillas chozas en las montañas lluviosas de la Cordillera Central, en donde están creciendo sus pequeños de uno y tres años.

Pero Márquez y otros excombatientes dicen que la apuesta que hicieron por la paz todavía no les sirve de nada, y que el gobierno ha hecho muy poco para protegerlos de los que todavía los quieren ver muertos.

Desde que se firmó el acuerdo de paz, 254 antiguos miembros de las Farc han sido asesinados en todo el país, y aunque ha sido por diferentes motivos, los responsables, ya sea los gatilleros o los que ordenan las muertes, muy pocas veces se enfrentan a la justicia.

El terrible hilo de muertes ha hecho dudar a muchos combatientes desmovilizados de que la paz en Colombia sea posible.

La guerra es la guerra, nunca termina”, dice Márquez. “Siempre es lo mismo, estamos esperando que se nos venga el techo encima”.

El acuerdo de paz le valió un premio Nobel a Juan Manuel Santos, el presidente que lo negoció, pero en Colombia esto provoca opiniones divididas.

Muchos colombianos consideran que, debido a que se garantizaron sentencias suaves a cambio de testificaciones en un tribunal especial de paz, el acuerdo es muy benevolente con los rebeldes que secuestraron a miles de civiles, emboscaron al ejército y se convirtieron en los principales actores del tráfico de drogas del país.

Después del acuerdo, los exguerrilleros formaron un partido político, cuyo nombre, Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, conserva las siglas del grupo armado. En enero cambiaron el nombre a “los Comunes”, lo que hace menos referencia a las décadas de guerra. Días después, el tribunal especial de paz culpó de secuestro a ocho líderes rebeldes.

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Aunque provoque controversia, las audiencias son la primera oportunidad que tienen muchas víctimas de la guerra de llegar a la corte. Pero mientras el proceso de justicia y reconciliación se realiza en las cortes de Bogotá, los exguerrilleros acusan al actual presidente, Iván Duque de frenar deliberadamente el ritmo para la implementación de otras partes del acuerdo de paz.

A principios de noviembre, cientos de excombatientes de las Farc marcharon a Bogotá para exigir oportunidades de trabajo y mejor protección. Duque prometió mejorar las casas y la seguridad, pero culpó de la violencia los disidentes de las Farc que han retomado las armas.

En Carrizal, las condiciones han empeorado. Las chozas se están derrumbando, los caminos y los senderos están destruidos, y la única forma que tienen los residentes de comunicarse con el mundo exterior es una señal pública de Wi Fi con servicio intermitente. Algunos proyectos comerciales como las cosechas de piña o los apiarios no han resultado productivos porque el campamento está demasiado lejos de los mercados.

Mientras tanto, el combate continúa. La región, en donde se encuentran algunas de las minas más productivas de oro de Colombia, está sitiada por grupos armados. El Ejército Nacional de Liberación mantiene sus enfrentamientos con el ejército, y se encuentra en todo el valle.

Las fuerzas de Autodefensa Gaitanista de Colombia, AGC, y los Caparrapos, dos grupos de narcotraficantes que tienen su origen en las milicias paramilitares que combatieron a las Farc también han ido aumentando su presencia, al igual que los disidentes de las Farc.

En la noche, el sonido de los disparos se alcanza a escuchar entre el croar de las ranas y los cantos de los grillos.

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“Al igual que un pez bajo el agua que súbitamente salta por encima de la superficie, los enfrentamientos pueden darse en cualquier momento”, dijo Wilmer Perdonimo, de 57 años, quien pasó 35 años con los rebeldes y ahora atiende una granja en el campamento. “Vivimos entre el miedo y la esperanza”.

Cuando la lluvia es torrencial, como sucede en esta época del año, el camino al campamento es un lodazal. No hay recepción en los teléfonos, no hay electricidad ni agua potable. Los exguerrilleros todavía viven en los refugios temporales que armaron hace cuatro años. La pandemia del coronavirus todavía no llega a su campamento, aunque los brotes de dengue y fiebre amarilla sí se dan.

Sin embargo, algunos excombatientes dicen que las condiciones difíciles son un pequeño precio que pagar por la paz.

El camino hacia la paz es tortuoso y rocoso”, dice Teo Panclasta, un exguerrillero con aspiraciones políticas. “Pero para allá vamos”.

En el pueblo cercano de Carrizal, las casas y las tiendas están cubiertas de graffiti del ELN, y está claro que los grupos rebeldes pueden ganar apoyo en lugares aislados que tienen pocos trabajos y no cuentan con centro de salud, escuela o policía.

“Cuando te das cuenta de lo abandonados que estamos aquí, entiendes por qué los grupos armados se convierten en autoridad”, dice una líder civil de la comunidad, que prefiere no dar su nombre por miedo a represalias. “Nadie espera que el gobierno haga algo”.

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Algunos analistas advierten que las antiguas guerrillas podrían ver que la historia se repita. Después de un intento de paz en la década de los 80, miles de miembros de la Unión Patriótica, que fue un partido político de las Farc, fueron asesinados por los grupos paramilitares que trabajaban con el ejército.

“Ya vimos este guión en la generación pasada, y si estas guerrillas piensan que va a volver a pasar lo mismo, volverán a tomar las armas”, dice Adam Isacson, un experto en Colombia del think tank de la Washington Office de América Latina. “No van a tener otra opción”.

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