Opinión

A 53 años del #2deOctubre, necesitamos evolucionar el modelo de los movimientos estudiantiles

Durante mi paso por la universidad, viví al menos dos paros estudiantiles. Aquí, mi experiencia.

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Hace 53 años, un atentado por parte del Estado marcó la historia estudiantil de México. Decenas de alumnos del nivel medio superior y superior murieron durante un mitin en Tlatelolco, en la Plaza de las Tres Culturas. Este hecho marcó un antes y un después para los movimientos escolares. Aunque para muchos fue un motivante para defender sus derechos, para otros es una advertencia que todavía causa terror. 

Mi primer paro estudiantil ocurrió cuando cursaba el último año en la preparatoria número 3 de la UNAM. El motivo: la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Rápidamente se crearon comisiones para hacer carteles, “botear” en el transporte público y el contingente que saldría a la marcha. Como adolescente, era increíble la adrenalina que corría por nuestras venas al participar en un acto como este. 

Por fin había llegado el momento de ser parte de lo que leí en los libros por años. Aunque no tuviera clara la idea de por qué berrear con un cartel en medio de una avenida, ni la información suficiente sobre el motivo de protesta, las pláticas estudiantiles te convencían con el corazón en la mano. 

Aquel septiembre de 2014, como si la preparatoria fuera un pueblo escondido que apenas se enteró del estallido de la Revolución mexicana, llegó una comisión de Ciudad Universitaria, de la Facultad de Filosofía y Letras. Aquellos jóvenes nos dieron “santo y seña” de qué hacer. Eligieron a un líder entre nosotros que nos “encaminaría” en ese movimiento. 

Si no se tratara de actos improvisados que surgen como protesta por un hecho detonante, parecería que los paros dentro de la UNAM tienen lineamientos burocráticos. 

Durante mi paso por la universidad, viví al menos dos paros estudiantiles. Cursaba el último año de la carrera en 2018, cuando un grupo de porros agredió a estudiantes del Colegio de Ciencias y Humanidades afuera de la rectoría. Al día siguiente se organizó una mega marcha, más de 30 mil personas desfilaron por el circuito universitario, según estimaciones del gobierno capitalino. 

En las pocas marchas que había asistido no había visto tanta variedad de alumnos. Los de ingeniería iban con sus cascos, los de medicina con sus batas y los músicos cantando consignas. Casi todas las escuelas y facultades asistieron vestidas con un distintivo de su plantel. Era casi imposible que no se te hiciera un nudo en la garganta, era una catarsis masiva aunque los motivos no fueran lo suficientemente claros para todos. 

Con el tiempo el movimiento se desinfló. Un mes después, para el 2 de octubre, las asambleas estudiantiles se volvieron eternas y poco útiles. La asistencia a las reuniones era baja, la fiebre parista había pasado. Comenzaron a surgir demandas locales, las cuales distaban demasiado del hecho principal que había provocado la detención de actividades. Pasamos de debatir agresiones porriles en Ciudad Universitaria a abordar la carencia de jabón en los baños. 

Detener las actividades escolares es difícil: las asambleas son maratónicas y redundantes. ¿Cómo poner de acuerdo a 100 estudiantes que se eligieron como representantes de una comunidad de 20 mil en un plantel? La divagación y desesperación son frecuentes asistentes a esos eventos. 

La UNAM necesita cambios urgentes y de gran fondo, desde las altas esferas hasta quienes habitan sus aulas todos los días. Las demandas del profesorado y de los estudiantes son legítimas, todas y cada una de ellas. Sin embargo, hay que dejar de lado un momento: el amor incondicional a esta institución para ser objetivos y evitar que “nos tiemble la mano” para las modificaciones de gran calado. 

¿Cómo poner de acuerdo a 366 mil 930 alumnos en un movimiento? Una de las más grandes virtudes de la UNAM es su tamaño, pero también es su desventaja. Requiere de cambios integrales como acabar con las opacidades en los procesos de todas sus esferas, así como dejar de lado los impulsos viscerales de su grueso estudiantil que los hace actuar sin premeditación. Un proceso largo y difícil, pero no imposible.

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