Opinión

Tríptico III: Permanencia

Es un hecho: todos vamos a morir algún día... o no: el cine, como arte, es uno de los más emotivos métodos que hemos creado para vivir eternamente.

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Estimado lector: si has llegado hasta aquí, y no sabes de qué demonios estoy hablando, te recomiendo leer las otras entregas de este tríptico: la primera, dedicada al amor y ejemplificado por mi esposa Ángela, y la segunda, donde abordo la memoria y que está inspirada por mi hermano Alejandro.

Para este acto final, quiero platicarte acerca de la permanencia del cine, no solo como arte, sino como una especie de cápsula de tiempo que nos permite asomarnos, con nostalgia o no, a esas épocas anteriores que nos hablan de realidades pasadas, que poco a poco se envuelven en la materia de los sueños. Y para ello voy a retomar las imágenes de otro par de personas importantes, la de mi abuelita Sofía, quien me hizo cinéfilo, y la de mi amigo Roberto, con quien tuve una plática que me ayudó a aclararme el sentido del cine.

Como mucha gente, mi acercamiento al cine tiene algo de familiar. En mi memoria están los westerns que le gustaban a mi abuelita materna, quien tampoco perdonaba las cintas de artes marciales. Verlas actualmente evoca en mí esa sensación de bienestar a la que solo un niño sabe llegar.

Producidas por esa industria monstruosamente grande llamada Hollywood, las películas siempre son más o menos iguales: alguien está en problemas, llega un héroe –o antihéroe, de forma más común en el western–, hay un conflicto que, al final, se resuelve. Pero hay algo más en esos filmes: se trata de la permanencia.

No te pierdas: Tríptico: Amor

El cine, de hecho, ha reescrito la historia de muchas maneras. Los famosos duelos a muerte, a plena luz del día, simplemente no existían en el Salvaje Oeste por varias razones, que van desde la potencia de las pistolas de la época hasta por la dificultad de encontrar un espacio propicio para realizar el acto, mucho más histriónico que en la simple vida. La aparición del duelo a muerte se le debe al cine, y ni siquiera a los primeros westerns, sino a aquellos realizados bien entrada la década de los 40. Pero es tal el poder del cine que, actualmente, no podemos recordar a algún vaquero sin imaginarlo con chaparreras, sombrero y con una mano en el Colt .45.

Algo similar ocurre en el caso del cine de artes marciales. Popularizado por el legendario Bruce Lee, y quitando la obviedad de que es imposible que una sola persona mate a karatazo limpio a cientos de adversarios, sí creó una imagen de la comunidad china en particular, y de la forma en la que las artes marciales fueron vistas en todo el mundo. La permanencia promovida por el cine es tal que, sin importar que el protagonista de Operación Dragón hubiese muerto en 1973, mi abuelita materna seguía emocionándose con las películas estrenadas en México hacia finales de los 80, argumentando que era la “nueva de Bruce Lee”.

¿Elegimos lo que queremos dejar para la posteridad? No. ¿Es eso malo? De ninguna manera. Y es que lo humano, y el cine es lo más humano que existe en términos de arte, no es plano, perfecto o fácil de comprender. Allí encaja una plática que tuve hace algunos meses con Roberto, un buen reportero y mejor amigo, sobre la forma en la que nos retratamos para la posteridad.

Es curioso, porque el cine que mejor retrata nuestras aspiraciones no es el de culto, sino el popular. Si bien nadie puede pensar en las cintas de ficheras en clave artística, sí son cápsulas de tiempo sobre los anhelos de los consumidores de cine de aquella época. 

No te pierdas: Tríptico II: Memoria

Puede darnos pena, como las fotos que nos tomaban cuando niños, o puede que no las recordemos con especial cariño, pero esas películas están allí para ayudarnos a entender el contexto social, cultural y hasta político de entonces. Su permanencia es nuestra manera de ser viajeros del tiempo y, si se les ve con suficiente atención, nos permite entender cómo hemos llegado a lo que somos hoy.

A diferencia de una foto, que es un documento más personal, una película muestra una época a través de tres cosas: lo que vemos, lo que sentimos o lo que anhelamos, y en ese sentido busca lo único que el hombre no ha logrado fabricar: eternidad.

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