Tríptico II: Memoria
Zinemátika

Escribió por una década la columna Las 10 Básicas en el periódico Reforma, fue crítico de cine en el diario Mural por cinco años y también colaboró en Reflector, la publicación oficial del Festival Internacional de Cine en Guadalajara. Twitter: @zinematika

Tríptico II: Memoria
Cine Teresa

Cuesta trabajo pasar por los lugares en los que uno fue feliz. El paso del tiempo o la lógica infidelidad de la memoria hacen que los sitios se vean menos brillantes que como uno los recuerda.

Yo crecí en la Ciudad de México, en una época en la que los cines eran algo único. Que no se malentienda: siempre da algo de seguridad entrar a una sala comercial que es exactamente igual aquí y en Tijuana, pero las salas de mi infancia tenían algo único.

Mi compañero de andanzas cinéfilas en ese entonces era mi hermano. Conocíamos un montón de cines: el Marina, con su espectacular aforo de más de 300 butacas; el Ópera, con su telón de terciopelo que otros niños tomaban como capa para emular a los luchadores o superhéroes que aparecían en la pantalla; el Cosmos, con esa oscuridad tan interesante y ese enorme espacio en el que fácilmente caben 10 salas de las modernas y sobra espacio para una cafetería.

También hay cines que, aunque no conocí de niño, sí que supe su historia y vale la pena saberla: el Florida, en el Centro Histórico, llegó a ser el cine más grande del mundo, con 7 mil 500 localidades, mientras que el mítico Teresa –ubicado en Eje Central-, tuvo más de 4 mil asientos y, en sus inicios, fue el primer cine “solo para mujeres”, en el que se pasaban cintas con galanes de la época; tiempo después se convertiría en cine porno y luego sería una sede alterna de la Cineteca Nacional. Actualmente es la enésima plaza de celulares de la zona.

Por situaciones familiares, pasábamos mucho tiempo en el cine. No éramos asiduos a los llamados “de primera corrida”, que tenían los estrenos más importantes y la entrada era lógicamente más cara; tampoco a los de segunda, nutridos de la cinematografía que nos legaron los sexenios de Echeverría y López Portillo –tampoco soy tan viejo: era un niño en los 90–. Lo nuestro eran los cines de barrio, también llamados de tercera corrida o “piojitos”.

En ese ambiente de barrio, era fácil perderse entre los aromas y sabores del respetable. Sofía, mi abuelita materna, era una gran cinéfila y aún mejor cocinera: llevaba tortas, tacos, guisados, dulces, helado hecho en casa y más cosas para pasar la permanencia voluntaria sin necesidad de recurrir a la dulcería que, por otra parte, vendía golosinas rezagadas y gaznates hechos de merengue más duros que el cemento.

Habían fechas especiales. Por noviembre, que ya se acerca, nos daban una calaverita: una bolsita de dulces, un cómic y entrábamos al cine gratis; durante el día de Reyes, era un poco de lo mismo y se proyectaban matinés con películas antiguas de Disney. Todo un gozo.

No hace muchos años pasé fuera del cine Juan Orol, en la colonia Guerrero, uno de los recintos que frecuentaba con mi hermano: el edificio tiene años de estar vacío, y más bien parece una de esas locaciones de películas de zombies. Por la cortina del cine Mariscala, en el Centro, se puede apreciar que el vandalismo y la dejadez de las administraciones públicas han dejado a esos espacios en el olvido absoluto.

Siempre he pensado que nos parecemos a nuestras memorias. Nosotros, como la última generación que disfrutó -y padeció también- los cines diferentes, que no pertenecían al duopolio de la exhibición, estamos quedando un poco así: viejos, llenos de polvo, arrasados por vándalos, olvidados por nosotros mismos.

La memoria es vital para el cine, para los cines y para el cinéfilo. Y ahora, si me disculpan, debo retirarme a llorar por su estado actual.

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