Opinión

El caso de Chile post estallido social

¿Es posible hacer política sin políticos? Aún cuando esto pudiera parecer un contrasentido, en mi opinión es posible en la medida de que la opinión pública siga haciendo esta diferencia.

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Aunque es una actividad que ha existido, al menos, desde que Aristóteles calificara al ser humano como un “animal político”, la política goza de “mala salud”. Su sola evocación provoca escozor en las multitudes, porque de inmediato se asocian todos los males imaginables. 

Se desprestigió, hace mucho rato, y en Chile viene en caída libre. En los índices de confianza ciudadana hacia las instituciones, conforme a la última encuesta de opinión pública del Centro de Estudios Públicos (septiembre, 2021), el gobierno, el congreso y los partidos políticos –instituciones políticas por excelencia– tienen un nivel de 11%, 8% y 4%, respectivamente, posicionándose como las últimas de la lista.

Por eso, quienes ejercen la actividad política, y cada día con mayor intensidad, realizan denodados esfuerzos para “separarse” del concepto que designa la naturaleza de su propia actividad, al declararse como ‘apolíticos’ o –como está de moda– ‘independientes’. 

Pero ambas calificaciones son espejismos, porque quien se dedica de una u otra forma a los asuntos públicos, se dedica a la política. Sartre decía que uno “es lo que hace”. “Ella es” o “él es” un político. Pero hasta ahora el camuflaje ha tenido cierto rédito: quienes hacen política criticando a los políticos han tenido resultados más o menos halagüeños.  

Más aún considerando el efecto en la mentalidad de las y los ciudadanos chilenos que tuvo el estallido social del 18 de octubre de 2019: no solo diluyó aún más el clivaje izquierda/derecha, sino que catalizó una nueva división estructural en la sociedad, porque se instaló que la batalla principal es entre quienes están “abajo” en contra de los que están “arriba”. La élite versus el pueblo.

Y, naturalmente, como los “políticos” están “arriba”, en la cúspide de la pirámide de la sociedad, se convirtieron en la clase más abyecta de todas. No es la desigualdad, el abuso naturalizado de las instituciones, la pobreza, el costo de la vida y todos aquellos flagelos que una sociedad de mercado genera. Son los políticos. 

¿Es posible hacer política sin políticos? Aún cuando esto pudiera parecer un contrasentido –porque quien hace pan es un panadero, aunque diga lo contrario–, en mi opinión es posible en la medida de que la opinión pública siga haciendo esta diferencia, que teórica y materialmente no es aplicable, y distinga intuitivamente entre ciudadanos que hacen política pero que “no son” políticos y los “políticos profesionales”. Esta diferencia se da en la percepción pública por tipos de prácticas y tipos de ciudadanos, ya que los no políticos están asociados a prácticas “puras”, y los otros, a las “impuras”.

Este proceso de tránsito hacia una política sin políticos implica una transformación de la cultura política, de los sistemas electorales y de la forma de entender la propia organización de la sociedad, que es una transformación radical que, necesariamente, transforma la democracia. O la elimina.

Y quizás, cuando las democracias mueren, como en estos tiempos lo hacen gradual y lentamente –como atestigua Levitsky y Ziblatt– las y los ciudadanos siquiera lo alcanzamos a percibir, porque cuando ya ocurrió está naturalizado el nuevo orden. Así, menos aún seremos capaces de prevenirlo, en caso de que la democracia siga teniendo valor para nosotros. 

La política sin políticos elimina la lógica de la representación, que es una delegación de poder -funciones y decisiones- que, parafraseando a Rousseau, transforma las voluntades individuales en la voluntad general. La política sin políticos impide ese tránsito y es, en definitiva, una condición de posibilidad para la prevalencia de los populismos y/o el mercado. 

El populismo, ya como una forma sofisticada de la política sin políticos, debe resolver las paradojas que sus propios postulados o críticas establecen en relación con la “política tradicional”: hacer acuerdos sin negociaciones, eliminar la verticalidad pero ejercer el mando, decidir pero estar en estado de plebiscito permanente y hacer compatible la complejidad de la vida humana con la necesidad –autoimpuesta– de erigir líderes y lideresas impolutos, cargados de virtudes civiles y ejemplos de una conducta moral intachable. 

Habrá que aprestarse para “gobernar el vacío”, como señala Peter Mair. No será una tarea fácil en este nuevo orden que se asoma en un territorio incierto y agreste. 

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