Gabriel Boric venció a la extrema derecha en Chile. Ahora tiene que unir a un país dividido
Los partidarios del presidente electo de Chile, Gabriel Boric, celebran. Foto: Claudio Reyes/AFP/Getty Images

La victoria es dulce. Sin duda eso pensaron los cientos de miles de chilenos que salieron a las calles a celebrar la victoria del exlíder estudiantil de izquierda, Gabriel Boric, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Chile. Boric ganó con un margen de 12 puntos y un número histórico de votos, imponiendo una derrota contundente al candidato de la derecha, José Antonio Kast, algo que pocos habrían pronosticado hace solo un mes. Sin embargo, el discurso de victoria de Boric fue todo menos presuntuoso.

Haciendo alusión a los años de polarización y protestas que precedieron a las elecciones, destacó la necesidad de “cohesión social, de reencontrarnos con nosotros mismos y de compartir un punto común”.

A principios de su campaña prometió “enterrar el neoliberalismo”, sonando como el mismo político revolucionario que lideró las protestas sociales de 2011 y que frustró a muchos colegas parlamentarios de los partidos políticos tradicionales durante sus ocho años como diputado en el Congreso.

Sin embargo, su campaña en la segunda vuelta electoral se caracterizó por el tono moderado de un emergente hombre de Estado. Boric demostró un extraordinario grado de pragmatismo y una auténtica capacidad para acercarse a los votantes de carácter moderado y unir a los chilenos en las elecciones más polarizadas que vivió el país desde el plebiscito que permitió la transición del país a la democracia en 1988.

Muchos expertos se apresuraron a destacar que el resultado de las elecciones (Boric: 55.9%; Kast: 44.1%) es un reflejo del plebiscito (55.99% a favor de la transición a la democracia y 44.01% en contra). También se trató de una elección muy polarizada. Un exlíder estudiantil de izquierda de 35 años, parcialmente apoyado por un movimiento estudiantil revolucionario y el partido comunista, se enfrentó a un político de mayor edad asociado a la dictadura del general Pinochet, que evidentemente representaba a las élites económicas y políticas, así como los valores sociales extremadamente conservadores.

Parecía que Chile se enfrentaba nuevamente a una elección entre un movimiento audaz y arriesgado hacia un futuro desconocido pero democrático, o al regreso a un pasado antidemocrático autoritario.

El eslogan de la campaña de Kast en la primera vuelta, “Atrévete”, le otorgó a la extrema derecha licencia para expresar sus opiniones sin pudor. El tono trumpiano se extendió por su campaña, con amenazas de que Chile se convertiría en un fracaso comunista como Venezuela si ganaba la izquierda. El video del YouTuber de derecha Sebastián Izquierdo en el que convocaba a los partidarios de Kast a interferir fraudulentamente en las elecciones se volvió viral y ahora es objeto de un proceso judicial por parte de la autoridad electoral chilena.

En última instancia, Kast desencadenó los instintos antidemocráticos y autoritarios de una élite política de derecha que se siente sumamente amenazada por las protestas sociales y la violencia que han conmocionado a los chilenos en los últimos años. No obstante, el hecho de extender esta licencia a sus seguidores dificultó enormemente la tarea de Kast de convencer a los votantes independientes del centro político de sus credenciales democráticas y de su capacidad para -como decía su eslogan de campaña- “hacer que todo esté bien” (“Todo va a estar bien”).

Por el contrario, la campaña de la segunda vuelta de Boric alcanzó con éxito a los independientes: sus esfuerzos, por ejemplo, para lograr una reconciliación entre los programas políticos de los candidatos de las primarias de centro-izquierda, coordinados por un economista demócrata-cristiano sumamente respetado y con experiencia, Guillermo Larraín, demostraron su voluntad y capacidad de involucrar a un amplio sector del espectro político.

Fue este esfuerzo -así como el contraste con el pasado autoritario de su oponente- lo que le permitió ganar el apoyo de destacados economistas nacionales e internacionales, como el premio Nobel Joseph Stiglitz y Thomas Piketty. Además, el impresionante trabajo de su coordinadora de campaña, Izkia Siches, y de líderes estudiantiles de su generación, como Camila Vallejos y Giorgio Jackson, transmitió de forma coherente un mensaje de un futuro mejor (“Para vivir mejor”) a los electores chilenos.

Su campaña demostró la coherencia pragmática y generacional -no ideológica- de este nuevo grupo de políticos en Chile. Su positivismo reflejó el mensaje democrático del plebiscito de 1988, y su margen de victoria sugiere que ganaron muchos votantes independientes.

El presidente electo plasmó esta energía en su discurso de victoria, el cual reflejó el estilo del presidente de la transición, Patricio Aylwin, que le precedió. Su tono fue profundamente reconciliador y pretendía sacar a Chile de la polarización y regresar al centro democrático.

Consciente de que tendrá que gobernar con un Congreso dividido por igual entre facciones políticas, Boric recalcó su voluntad de comprometerse con todos los actores del espectro político, incluido su reciente oponente, Kast. Al saber que tendrá que colaborar con una asamblea constituyente que está trabajando arduamente para profundizar la democracia en Chile, abordó todos los temas correctos: democracia, instituciones, inclusión social, derechos de las mujeres, sustentabilidad ambiental, justicia, verdad, derechos humanos y diálogo. Sin embargo, consciente de que no tiene mayoría en el Senado, lo llevó a combinar estos temas con promesas de responsabilidad fiscal y estabilidad financiera.

Gabriel Boric le promete mucho a Chile. Sin embargo, los puntos de vista del joven líder estudiantil cambiaron, y ya no promete una revolución social. En cambio, sus acciones y palabras indican que promete un renacimiento de las estructuras económicas, políticas y sociales de Chile. Los escépticos (y los mercados financieros) deberían animarse con el hecho de que la primera transición de Chile de una dictadura autoritaria a la democracia en 1990 tampoco ofreció garantías, pero propició uno de los períodos de desarrollo más exitosos de la historia de Latinoamérica.

Ahora, Chile emprende una segunda transición, reinventándose como una economía social de mercado. Sus dirigentes políticos se podrán basar en las instituciones, la experiencia y las capacidades que el país estableció durante los últimos 31 años. Boric plasmó perfectamente el momento histórico en su discurso de victoria. Ahora tendrá que resolver los aspectos prácticos de cómo cumplir sus objetivos.

Kirsten Sehnbruch es profesora global de la Academia Británica en el International Inequalities Institute de London School of Economics and Political Science, y coeditora de Democratic Chile: The Politics and Policies of a Historic Coalition.

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