Opinión

Pensar en trampas y élites políticas

La trampa y la simulación no se tapan fácilmente, pero sí se contagian, permean no solo en acuerdos 'patrióticos' o pactos de Estado, también en actividades que rozan la frivolidad de la 'clase política'.

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La trampa siempre deja rastro y ensucia de forma irremediable a quien la abraza con autoengaño. Una trayectoria limpia se enloda sin remedio si cede a la tentación de meterse en una fila fingiendo haber llegado primero, simulado méritos que no se tienen, asumiendo que ya vendrán, que se podrán rentar, que el fin justifica cualquier medio y que después se podrán retomar las convicciones. Simular por “el bien mayor de la justicia”, porque “esto es política” o porque “así se juega”, no bastan para regresar si se cruza la línea que corrompe convicciones profundas, aunque se asuma un sacrificio necesario para entrar al reino de lo que Gaetano Mosca llamaba “clase política” en su teoría de las élites. 

La política con todos sus males es siempre un espacio necesario, oportunidad de coexistir con puentes de entendimiento funcionales, pacíficos y permanentes entre quienes son diferentes. En dos ensayos famosos, Hannah Arendt concluía que la verdad y la política, para nadie es secreto -decía-, suelen no llevarse muy bien.

Eso implica que pactos políticos inconfesables, entre sus élites, se cocinan con frecuencia lejos del ojo público al que se supone representan. Visiones habitualmente confrontadas, pactan acuerdos de vez en vez, en secreto, y así estabilizan entornos crispados, calman aguas, pero suelen requerir mucha simulación y mentira que dejan en el camino para concretarse.

Son acuerdos que se pretenden entonces necesariamente secretos, abrirlos exhibe incongruencia de ambos bandos en disputa, pero no concretarlos generaría otros muchos males y así, el acuerdo, en nombre del bien mayor, del consenso, se convence de que es justificable usando la mentira y la trampa. Ahí empieza quizá el autoengaño, porque se maquillan secretos con mentiras que son evidentes en la superficie, aunque navegan una y otra vez por un mar que obliga a quien las dice a reincidir más y más en simulaciones, pese a que el reflejo ya es inocultable, sin importar que las élites, en una burbuja de autocomplacencia, asuman invisible para el resto la verdad que se esmeran en ocultar y ya era visible desde un inicio. La metáfora del rey que va desnudo.

La trampa y la simulación no se tapan fácilmente, pero sí se contagian, permean no solo en acuerdos “patrióticos” o grandes pactos de Estado, también en actividades que rozan la frivolidad de múltiples personajes que habitan esa “clase política” y sus códigos de engaño identificados desde el siglo XIX por Mosca. Sonado fue un escándalo en México, de un ex candidato presidencial que se tomó foto cruzando, con tiempo récord, la meta del maratón de Berlín y más tarde se dio a conocer que había llegado directo a cruzarla y no realizó el recorrido completo ¿Para qué fingir un mérito que está hueco de sustancia? ¿Para qué acumular títulos de grado con plagios descarados? ¿En verdad nadie se da cuenta de los engaños abundantes que adulteran méritos por consigna? 

Una mirada atenta puede anticipar cómo la mentira y el engaño son el pan de cada día en la política del mundo y que, como apuntaba Mosca, orbita ahí una élite que se recicla, hereda y aunque en discurso es irreconciliable, se pone de acuerdo en espacios de oscuridad que asume reservados para su estirpe. Así reparte narrativas, pleitos pactados, posiciones que cree igualmente reservadas para las y los suyos.

Si eso genera estabilidad y entendimiento tanto mejor, al menos ganamos como sociedad mayor civilidad en nuestra vida cotidiana, pero es un error pretender que la simulación siempre triunfa y nadie la percibe, que se puede meter debajo de la alfombra o perdonarse a partir de sus efectos pragmáticos. En realidad, cualquier engaño que corrompe la idea de justicia, por mínimo que sea, erosiona la autoridad moral de esa clase dominante que debiera preocuparse por la percepción íntima de muchas y muchos frente a sus timos constantes que vacunan confianza.

Valor esencial de la política para aglutinar de manera genuina respaldo popular es la honestidad, la congruencia entre el decir y el hacer. Quizá suena utópico, pero debiera reivindicarse más seguido, entraña un beneficio fundamental para esas élites que deciden. Y es no cargar siempre la vergüenza, ante la intimidad del espejo, de hacer trampa como forma de vida y ocupar tiempo valioso de su propia existencia en tratar de ocultarla cuando ya ha sido vista a la distancia desde el primer momento por todas y por todos.

El fin honesto nunca justifica los medios deshonestos. La mentira como medio político debiera tener vacaciones más seguido en una actividad tan necesaria para coexistir en sociedades diversas y plurales que aspiran a justicia y no a trampa como forma de vida.

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