Los supuestos detrás del debate sobre Pemex y cómo sus múltiples roles afectan su gestión y eficiencia. ¿Puede la simplificación resolver sus desafíos?
Los siguientes son -a mi entender- algunos supuestos, a veces explícitos y establecidos en la ley, a veces implícitos detrás de más de un argumento en una charla de café o de oficina, y muchas veces bajo disputa entre simpatizantes del estado y del mercado, que parecen informar un segmento del debate sobre Pemex:
La lista podría extenderse o plantearse de otra forma, quizá más enfocada en asuntos operativos. Sirvan estos ejemplos a manera de ilustración. Cada enunciado está escrito desde una versión de la óptica nacionalista y estatista, aunque podría escribirse desde su opuesta visión internacionalista y de mercado. Bajo esa alternativa bastaría con plantear la redacción contraria. Pemex no sería el representante de la nación o soberanía, la palanca de desarrollo sería la generación de conocimiento o el sector manufacturero, sí debería competir tanto en el mercado nacional como en el extranjero, sí debería asociarse con empresas privadas, no debería regularse a sí misma, etcétera.
La he puesto de esta manera tan solo para sugerir que a Pemex se le pide atender objetivos discutibles y múltiples, sin la posibilidad de cumplirlos todos al mismo tiempo. La larga lista de requisitos y deseos depositados en su gestión inevitablemente conduce a la incompatibilidad entre más de un enunciado. Los valores involucrados son de orden sumamente diverso -económicos, financieros, políticos, sociales, culturales, ambientales y organizacionales, entre otros. Satisfacer un criterio económico (rentabilidad) se antepone frecuentemente a un criterio político (distribución clientelar de recursos); avanzar en un criterio ambiental (reducir emisiones de gases nocivos) implica retroceder en un objetivo operativo-financiero (reducir costos), entre tantos otros.
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¿Se resolverían este tipo de problemas si Pemex tuviera menos encargos? Algunos probablemente sí, aunque surgirían otros problemas nuevos. Si Pemex tuviera autonomía de gestión y pudiera comportarse como empresa solamente -en lugar de como secretaría de estado, emblema y expresión de identidad nacional, agente de cambio, promotor del desarrollo económico y social, garante de la seguridad energética, fuente de recursos- es factible que sus estados financieros y eficiencia operativa mejorarían porque tendría que ser económicamente más rentable y políticamente menos útil. Pero el desafío de controlar a la empresa permanecería inalterado. ¿Podría el gobierno controlar a la distancia a una empresa tan grande e importante para los ingresos públicos cuando enfrenta ya límites a su capacidad regulación de monopolios privados? ¿Qué significaría dejar a Pemex “ser empresa” para efectos de su supervisión, monitoreo y relación con el estado? ¿Es cierto que “si tan solo dejaran a los expertos de Pemex tomar las riendas”, todas o muchas las contradicciones entre objetivos explícitos e implícitos se resolverían?
Algo tiene que ceder. Una regla básica de la política pública es que para cada objetivo debe aplicarse un instrumento. Matar dos pájaros de un tiro no es tan fácil. Apoyar a Pemex requeriría, entre muchas medidas de complejidad variable que requieren un análisis cuidadoso antes de decidir si conviene ejecutarlas o no, reducirle su número de objetivos -sobre todo implícitos-, aumentarle las herramientas a su disposición, o ambas.
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