Internet: la gran simulación digital

Martes 16 de septiembre de 2025

Internet: la gran simulación digital

El uso de ejércitos de bots permite fabricar consensos y simular respaldos masivos.

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Lo que antes se conocía como astroturfing, hoy se ejecuta a escala masiva.

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Foto: ijnet.org

Lo que antes se conocía como astroturfing, hoy se ejecuta a escala masiva.
Foto: ijnet.org

La “teoría del Internet muerto” no nació en medios especializados, sino en foros anónimos como 4chan, donde entre 2016 y 2017 empezaron a aparecer hilos que cuestionaban si gran parte de lo que circulaba en línea era realmente humano o si respondía a enjambres de bots. En enero de 2021, el post en el foro Macintosh Café de Agora Road: “Dead Internet Theory: Most of the Internet Is Fake” articuló la hipótesis y la convirtió en referencia dentro de esas comunidades sin filtros editoriales ni académicos.

Desde entonces, la idea fue amplificada por subreddits dedicados a teorías fringe y canales de YouTube especializados en conspiraciones, hasta escalar a un debate viral que en los últimos años se ha ido confirmando como advertencia sobre el estado real de la red. Hoy, con Sam Altman reconociendo en X que “muchas cuentas ya son gestionadas por LLM”, la sospecha de un Internet lleno de voces falsas queda confirmada.

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El cambio en el comportamiento en Internet fue progresivo. En 2020, el informe anual “Bad Bot Report” publicado por Imperva, Inc. mostró que el 40.8% del tráfico global correspondía a bots, de los cuales una cuarta parte eran maliciosos. Desde ahí, la llegada de modelos de lenguaje generativo multiplicó tanto su volumen y la sofisticación. No se trata solo de scripts de spam: hablamos de comunidades enteras alimentadas por textos homogéneos, de cuentas que operan sin descanso y de foros donde distinguir entre humano y máquina se vuelve irrelevante.

Las consecuencias inmediatas son políticas y económicas. El uso de ejércitos de bots permite fabricar consensos y simular respaldos masivos. Lo que antes se conocía como astroturfing (campañas diseñadas para aparentar apoyo ciudadano), hoy se ejecuta a escala masiva. Elecciones, mercados financieros y estrategias de comunicación corporativa se ven inflados o distorsionados por patrones automatizados que amplifican mensajes y anulan el debate genuino, poniendo en entredicho la legitimidad de las instituciones y la confianza en los procesos democráticos.

El impacto también es psicológico. La hiperconectividad nos expone a flujos constantes de estímulos diseñados para capturar atención y moldear nuestras emociones. Las redes sociales recompensan la indignación y la confrontación, mientras la repetición automática de mensajes erosiona nuestra capacidad de distinguir lo auténtico de lo simulado. La ansiedad colectiva y la fatiga cognitiva no son accidentes colaterales, sino el resultado de un ecosistema digital que confunde ruido con relevancia.

No es solo que los bots nos rodeen, es que la mayoría de los usuarios carece de pericia tecnológica para reconocerlos, entenderlos y enfrentarlos. La cultura digital dominante empuja al consumo rápido, al FOMO constante, a la urgencia de opinar sin entender. Las audiencias rara vez se detienen a analizar la fuente, a comparar narrativas, a cuestionar patrones. La saturación informativa no se traduce en más criterio, sino en parálisis o en aceptación sin filtros. La desconexión cultural entre la tecnología que usamos y la comprensión real de cómo opera genera ciudadanos atrapados en un espacio que ya no saben habitar, pero al que tampoco saben renunciar.

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En América Latina, esta brecha es todavía más profunda. Mientras millones de personas apenas consolidan su acceso a Internet, el espacio ya está dominado por simulaciones automáticas. La ciudadanía digital se construye sobre terreno inestable: jóvenes expuestos a contenidos homogéneos que refuerzan estereotipos, adultos que confunden viralidad con legitimidad, instituciones que replican las mismas dinámicas de manipulación que dicen combatir. La falta de una cultura de análisis crítico hace que la región se convierta en un terreno fértil para la manipulación política, comercial y social.

Internet no está muerto, pero sí está profundamente alterado. Lo que se expande no es la conversación humana, sino su imitación estadística. Y mientras más crece la simulación, más difícil resulta preservar la autenticidad de los vínculos que sostienen la vida social.

La solución no puede reducirse a un nuevo software de verificación ni a más capas de algoritmos, que eventualmente serán programados para repetir esta misma dinámica. Exige reconocer la magnitud del problema, fortalecer la alfabetización digital, reconstruir redes de confianza y valorar el intercambio humano por encima de la ilusión cuantitativa del tráfico. Apostar por la inteligencia humana y emocional frente a la artificial es un requisito para sostener la democracia, la economía y la cultura en un mundo que ya convive con la muerte simulada de su principal espacio público.

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Una agenda mínima para cualquier ciudadano digital debería incluir:

  • Alfabetización digital crítica: entender cómo funcionan las plataformas, cómo operan los algoritmos y cómo se crean los patrones de desinformación.
  • Gestión consciente de la atención: frenar el FOMO, resistir la compulsión de opinar sin contexto y dar espacio al análisis antes de compartir.
  • Cultura de la verificación: priorizar la fuente, cotejar datos y distinguir entre viralidad y relevancia.
  • Redes de confianza: privilegiar los espacios donde el diálogo humano es verificable, íntimo y no sujeto únicamente a métricas de alcance.
  • Ética de la interacción: asumir que cada clic y cada share son actos con consecuencias, no gestos inofensivos en un vacío digital.

La “Internet muerta” no es un mito conspirativo, es la metáfora más certera del presente. Y su superación no dependerá de las máquinas, sino de la capacidad humana de recuperar el control cultural, emocional y político de lo que significa vivir conectados.

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