¿Quién puede persuadir a Putin ahora que comenzó la guerra en Ucrania? La paz depende de ello
El presidente ruso Vladimir Putin con el presidente chino Xi Jinping en Beijing, China, el 4 de febrero de 2022. Foto: Alexei Druzhinin/AP

Seguramente toda Europa se despertó esta mañana y escuchó la noticia con horror. A veces la historia se niega a morir. Resulta espantoso contemplar el destino de 44 millones de ucranianos a la merced de Rusia y de su vasto ejército. De hecho, las declaraciones de Vladimir Putin en las últimas 24 horas son tan salvajes y engañosas que parecen reflejar a un dictador trastornado y fuera de control. Se trata precisamente del peligro que previeron los teóricos estratégicos al inicio de la era nuclear.

Desde esta mañana, la intención declarada de Putin es “desmilitarizar” Ucrania y afirmar la soberanía de facto de Rusia sobre el Donbás, al este del país. Esto último es, principalmente, una exageración de lo que Rusia ha hecho de forma encubierta desde 2014. En cambio, es difícil considerar lo primero como algo más que una conquista formal. Ya no se trata de una disputa fronteriza o de un levantamiento separatista, sino del ataque coordinado de una gran potencia contra un vecino importante.

Los amigos y simpatizantes de Ucrania han sido espléndidos al ofrecer consuelo y “apoyo”. Desde 1989, Europa occidental se ha mostrado ansiosa, tal vez demasiado, de recibir en sus brazos a los países del antiguo bloque soviético. Muchos pensaron que era un error. Ofrecerles la incorporación a la OTAN y a la Unión Europea hasta la frontera con Rusia seguramente avivaría el conocido sentimiento de inseguridad de este país, pero se asumió el riesgo. Al mismo tiempo, cualquier idea de incluir a Ucrania y Georgia dentro de ese grupo fue considerada, acertadamente, un riesgo demasiado grande. Ahora Putin acaba de demostrar de forma grotesca ese riesgo.

El ataque de Rusia contra Ucrania podría ser considerado una agresión tan escandalosa como para superar cualquier consideración de tratados y alianzas. Pero aunque Occidente le ha ofrecido a Kiev un feroz apoyo moral y, por supuesto, responderá con ayuda humanitaria, se ha mantenido firme en su postura de que no está obligado por la OTAN a luchar por su causa. Eso debe ser sensato. Pero en estos momentos es preciso utilizar las palabras con cuidado.

El apoyo beligerante puede parecer algo incómodamente cercano a la hipocresía, algo que algunos ucranianos reclaman. Occidente debe diferenciar la condena rotunda hacia Rusia de las agresiones verbales complacientes con el público. La realidad es sobria. Que los ejércitos de la OTAN entren en guerra con Rusia en Ucrania sin duda supondría una escalada con un costo atroz de vidas y destrucción. También debemos recordar que Occidente y la OTAN tienen un terrible historial reciente de intervenciones de este tipo, de incapacidad para juzgar su valor y cuándo y cómo ponerles fin.

Ninguna guerra es igual a las otras. Ucrania no es Cuba, ni Afganistán, ni Siria, ni Putin es un Hitler, ni los habitantes de Kiev son nazis. Esta semana no escuché a ningún orador en el parlamento británico que aconsejara sobriedad o paz. La beligerancia –incluso por parte de Keir Starmer– no solo tenía los mejores tonos, sino los únicos. Infligir esa patética e ineficaz arma del intervencionismo moderno, las sanciones, no significa dureza sino todo lo contrario. Es una dureza fingida, que no llega a ser realmente dura. Ese es el peligro. Cuanto más estridentes son las amenazas, más cobarde parece la negativa a luchar.

Todavía no nos encontramos ante un momento crítico en las relaciones entre Rusia, o al menos su líder, y Occidente. Es crítico en las relaciones entre Rusia y una Ucrania con la que ha tenido una larga e histórica relación turbulenta. Existe, o existía, una salida: los acuerdos de Minsk de 2015 entre Kiev y Moscú, que reconocían la autonomía del Donbás. El incumplimiento de los acuerdos de Minsk por ambas partes es la causa del actual colapso, pero no se debe convertir en la causa de un conflicto europeo más amplio.

Se tiene conocimiento de que ahora se están manteniendo serias conversaciones sobre cómo llegar a Putin, alienado en su aislada ciudadela. Aparentemente no escucha a casi nadie, pero sí a Xi Jinping de China y a un pequeño círculo de ricos compinches. Resulta obsceno que la paz en Europa del Este dependa de esa gente. Pero es necesario llegar a ellos. Ese es el verdadero fracaso de la diplomacia europea en los últimos 30 años.

Simon Jenkins es columnista de The Guardian.

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