Aplicamos impuestos a los cigarros y a los refrescos porque son malos para la salud. Deberíamos aplicar impuestos a las empresas que ponen cancerígenos en el medio ambiente.
Últimamente los estadounidenses no coinciden en casi nada. Excepto en los impuestos: ¿quién no odia los impuestos? Y también en el cáncer: todos odian el cáncer.
Tal vez el odio contra el cáncer estaba en la mente del presidente estadounidense Joe Biden cuando, a principios de este mes, compartió sus planes para reducir la tasa de mortalidad por cáncer en al menos un 50% en los próximos 25 años, un objetivo ambicioso para su programa Cancer Moonshot.
Pero regresemos a los impuestos. Para tener éxito, Biden necesita una estrategia nueva y radical. Nos gustaría proponer una: un impuesto sobre el cáncer.
La idea cuenta con sólidos precedentes. Ya existen impuestos sobre productos de los que se tiene conocimiento que crean problemas de salud, como el impuesto federal sobre los cigarros y los impuestos sobre las bebidas azucaradas. Pensemos en un impuesto sobre el cáncer como en una compensación por las emisiones de carbono, las empresas pagan por el daño que causan.
Los ingresos serían utilizados para financiar la prevención, el elemento más desatendido de las iniciativas contra el cáncer. El tratamiento obtiene entre el 97% y el 98% de todo el gasto relacionado con la salud en Estados Unidos, mientras que la prevención recibe un insignificante 2% o 3%. Sin embargo, para acabar con el cáncer tal como lo conocemos, es fundamental que lo detengamos antes de que necesite una cura.
La prevención no es una forma de evitar la cura. Es complementaria, un ataque doble. Si bien la ciencia que sustenta el tratamiento del cáncer es verdaderamente sorprendente, resulta igualmente notable lo poco que entendemos sobre las causas del cáncer. Los factores de riesgo, como la genética, la edad y el estilo de vida, desempeñan un papel, pero muchas veces se desconoce cómo se combinan. Los factores ambientales, incluyendo el aumento masivo del número de sustancias químicas cancerígenas con las que entramos en contacto todos los días, evidentemente forman parte de la ecuación. La mayoría de las personas ni siquiera son conscientes de estas exposiciones, aunque muchas de ellas pueden y deberían ser evitadas, o al menos reducidas.
Esperar que los ciudadanos comunes mitiguen el riesgo supone un retroceso. Las empresas que contaminan el medio ambiente deberían ser las responsables de pagar el precio de los cánceres que crean.
A continuación, se explica cómo podría funcionar: se aplicaría un impuesto sobre el cáncer a cualquier empresa que externalice sustancias cancerígenas en el medio ambiente, así como a aquellas que vendan productos de consumo que contengan sustancias cancerígenas no reveladas. Con frecuencia, sus acciones que provocan el cáncer son legales, al igual que la venta de cigarros sigue siendo legal (y letal).
La mayoría de las veces todo queda al descubierto.
Existen demasiadas empresas como para enumerar las que venden artículos para el hogar, alimentos y bebidas llenos de cancerígenos conocidos. He aquí algunos infractores que seguramente deben pagar algún impuesto sobre el cáncer:
Aplicar impuestos a quienes provocan el cáncer es una idea modesta que podría hacer mucho bien. Los impuestos sobre los vicios cuentan con un historial comprobado. Los impuestos sobre los cigarros financian programas que previenen que los niños comiencen a fumar y ayudan a los adultos a dejar de hacerlo. Menos consumo de cigarros significa menos enfermedades, al igual que menos azúcar significa menos problemas de salud. Menos sustancias cancerígenas no es más que sentido común. No tiene sentido que todavía no exista un impuesto sobre el cáncer. Existen organizaciones sin fines de lucro que trabajan incansablemente en la prevención del cáncer, todas ellas generalmente sin fondos suficientes. Imaginemos su impacto si pudieran acceder a algunos dólares procedentes del impuesto sobre el cáncer.
El impuesto sobre el cáncer podría incitar a las empresas a evitar sanciones económicas, sin olvidar la concienciación de los consumidores y la vergüenza pública que supone el hecho de tener que pagar para hacer daño. En cambio, podrían dejar de contaminar y de vender productos que contienen sustancias cancerígenas conocidas. Los ingredientes cancerígenos son económicos. Por este motivo los utilizan las empresas. Un impuesto sobre el cáncer los volvería más costosos.
Han pasado 50 años desde que el presidente Nixon declaró su guerra contra el cáncer. Se han producido avances increíbles en términos de supervivencia, principalmente debido a la mejora de los tratamientos y a una detección más temprana, sin embargo, las tasas de aparición de nuevos cánceres –incluyendo el preocupante aumento de la incidencia del cáncer infantil– siguen siendo alarmantes. Así que, sí, hemos mejorado y seguiremos mejorando en el tratamiento del cáncer. Biden ya tiene preparados mil 800 millones de dólares para sus objetivos relacionados con la cura del cáncer, el descubrimiento científico y el intercambio de datos. No obstante, también debemos mejorar con urgencia la prevención del cáncer para evitar su aparición en primer lugar.
Hace mucho tiempo, una primera dama (¡hola, Tipper!) luchó para que se incluyeran etiquetas de advertencia en la música a causa de unas cuantas letras indecentes. Por alguna razón, décadas de cancerígenos presentes en el aire, el agua, los alimentos e incluso la pasta de dientes no han logrado suscitar una ira o acción similar. Tal vez Jill Biden, quien, junto con su esposo, está de luto por el hijo que perdieron a causa de un cáncer cerebral, pueda emprender como su proyecto favorito el cambio hacia la prevención, financiado por los impuestos sobre el cáncer. Menos sustancias cancerígenas significarán menos cáncer, lo cual coincide perfectamente con los objetivos del programa Moonshot.
El impuesto sobre el cáncer debe constituir una parte esencial para acabar con el cáncer tal como lo conocemos.
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