Me siento más feliz que nunca de estar soltera, entonces ¿por qué no puedo pensar en otra cosa más que en el amor y el romanticismo?
'Quiero que mi soltería se vuelva tan aburrida para mí como presumiblemente lo es para los demás. No una fuente exagerada de "empoderamiento" ni un fracaso estilo Bridget Jones". Foto: 10'000 Hours/Getty Images

“Ven a esta fiesta”, le mandé un mensaje de texto a una amiga la semana pasada. “Habrá hombres”.

Este grito de guerra –que conlleva la promesa de una trama romántica– es algo que invoco hoy en día con frecuencia y sin pensar.

¿Vas al bar? Puede que haya hombres. Quizás debería ponerme un mejor suéter para los dos minutos que tardo en ir a la tienda, por si hay hombres. Sentada en la sala de espera de un consultorio médico: ¿hombres? ¿Hay hombres? ¿Para mí?

Lo que resulta desconcertante de esta particular faceta de recurrente inquietud romántica es que, en la práctica, me importa un carajo si hay hombres o no. Nunca he sido tan feliz estando soltera. Por primera vez en mi vida, mi soltería me ofrece paz; no tengo grandes ansias de experimentar un amor romántico que me cambie la vida, ya lo hice.

Del mismo modo, este periodo no está marcado por un drástico voto de celibato impulsado por el dolor y la amargura, como los que asumí en el pasado. La soltería no es más que uno de los muchos identificadores banales que conforman mi persona, junto con medir 1.50 m y tener el cabello chino. Francamente, es uno de los aspectos menos interesantes de mi persona.

Sin embargo, tras una ruptura el año pasado, se ha vuelto muy obvio hasta qué punto he interiorizado el mensaje cultural de que, cuando estoy soltera, mi objetivo principal debería ser la búsqueda del romance (no del sexo; una diferencia importante). Esto se manifiesta a través de una serie de pensamientos intrusivos (véase: “allí habrá hombres”), por ejemplo, dedicar mucho tiempo a analizar el comportamiento de algún prospecto romántico mediocre, solo para darme cuenta de que en realidad no me importa, ni la persona en cuestión ni las conclusiones derivadas de las horas dedicadas a analizar sus acciones. No obstante, cuando hablo con otras personas, siempre me encuentro a mí misma cayendo en el registro de la solterona desesperada al acecho, antes de recobrarme con un sobresalto.

En otras épocas de mi vida, habría sido imposible desligar esta representación de la soltería sedienta de lo que realmente sentía. Sin embargo, esta vez soy mayor, más sabia, más feliz y dispongo de las herramientas necesarias para autocuestionarme. En la actualidad, cuando digo automáticamente que sí a un evento porque “habrá hombres”, me detengo. No, pienso, no quieres atravesar Londres un jueves en la noche en busca de un santo grial romántico. Quieres ir al cine local con tu amiga y ver a Cate Blanchett actuar como un monstruo durante dos horas y 37 minutos, antes de meterte a la cama antes de las 11 de la noche.

Esa voz anhelante, la que quiere que viaje una hora desde mi casa hasta la fiesta, no es mía. Es una entidad parasitaria, contraída después de toda una vida de ser alimentada a la fuerza con una dieta cultural que se centra de forma obsesiva en la figura de la mujer soltera.

Lo que resulta fascinante es su resurgimiento instantáneo en el momento en que cambió mi situación sentimental. De la noche a la mañana, lo que hasta entonces era un hecho se convirtió en una incógnita, y el espacio mental que había dedicado a pensar en un montón de temas interesantes, más allá de con quién salía o no, se reasignó de repente en contra de mi voluntad.

Cuando me sentaba a escribir o a enviar un tuit, volvía a perder el sentido: de repente, lo único en lo que me sentía capaz de concentrarme era en las pequeñeces del romance y el amor. Ni la política, ni el arte, ni el gran libro que había estado leyendo sobre las viviendas sociales. Solo un terreno tan trillado que se ha convertido en lodo.

Al hablar de esto con un amigo, hizo una pausa y me preguntó: “¿Eres feliz estando soltera?”, de una manera que daba a entender que pensaba que quizás me estaba engañando a mí misma. Pero realmente lo soy. Es por esa razón que ahora puedo identificar estos patrones de pensamiento erróneos, la razón por la que parecen tan claramente fuera de lugar.

A través de batallas anteriores contra el pensamiento invasivo, he aprendido que la represión es la exacerbación. En lugar de eso, mantengo la calma, intento desterrar la vergüenza cuando me sorprendo a mí misma siendo presa de la pantomima. En lugar de eso, le doy vueltas a estos comportamientos en mi cabeza, los analizo. ¿Es así como me siento realmente? ¿Es así, por decirlo de algún modo, tan profundo?

Al igual que cualquier músculo, este autoanálisis se hace más fuerte cuanto más lo ejercito, llevándome a lugares más emocionantes que un trago forzado en un bar de mala muerte: nuevos amigos heterosexuales, la recuperación de territorio mental y la tentadora visión de un futuro en el que la soltería perpetua es tan satisfactoria como una relación de pareja, tal vez incluso más.

De cualquier modo: lo que tenga que ser, será. Mi preocupación más apremiante en este momento es conseguir que la soltería sea un estado tan neutral como Suiza mientras la Segunda Guerra Mundial causaba estragos a su alrededor.

Quiero que mi soltería se vuelva tan aburrida para mí como presumiblemente lo es para los demás. No una fuente exagerada de “empoderamiento” ni un fracaso estilo Bridget Jones que inspire lamentos cómicos. Simplemente un hecho básico entre los muchos otros que se combinan para conformar una persona completa. Y con el tiempo, mi cerebro tratará la soltería de la misma manera que reacciona ante la idea de que habrá hombres: ¿a quién le importa?

Moya Lothian-McLean es editora colaboradora en Novara Media.

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