‘Me estoy sacrificando’: la agonía de las trabajadoras sexuales secretas de Kabul
Un mercado en Kabul, Afganistán. El trabajo sexual es ilegal en el país, pero muchas personas lo ven como la única opción que les queda. Foto: Tauseef Mustafa / AFP / Getty Images

Cuando Zainab conoció a su primer cliente hace casi dos años, estaba borracha, drogada y se había desmayado cuando él comenzó a violarla. Nunca antes había tomado alcohol, pero le dijeron que estaría mejor inconsciente. Aterrorizada, aceptó a regañadientes.

El hombre se había ido cuando la entonces joven de 18 años se despertó; adolorida, sus pensamientos llenos de pesar.

Confesó que ahora no tiene más alternativa que seguir vendiendo sexo.

En Afganistán, el trabajo sexual es ilegal. Pero a medida que la guerra y la pobreza generalizada la acompañan, el número de mujeres y hombres que ven este comercio como su última opción ha aumentado constantemente. Aunque el código penal no especifica el castigo por el trabajo sexual, corren el riesgo de ser sentenciados a prisión si los atrapan.

“La pobreza y el analfabetismo son los principales impulsores de la prostitución”, señaló una portavoz del Ministerio de Asuntos de la Mujer. “Hay una falta de comprensión en lo que respecta al conocimiento sexual, especialmente entre las mujeres más jóvenes. A menudo, las engañan en este negocio”.

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Varias organizaciones sin fines de lucro en todo Afganistán confirmaron un fuerte aumento en el número, con un cálculo de que “cientos” trabajaban en la capital Kabul. Los hombres y mujeres que venden sexo operan desde casas de amigos, cafeterías y salones de belleza. Por temor a amenazas y represalias, los trabajadores humanitarios que fueron entrevistados le pidieron a The Guardian que no revelara nombres.

Con la carga de tener que cuidar de sus cinco hermanos menores después de la muerte de su padre, Zainab había abandonado la escuela para trabajar tiempo completo como ama de llaves.

Cuando su hermano menor se enfermó y necesitó atención hospitalaria y medicamentos, ella pidió un anticipo de su pago, pero su empleador le dijo: “No tengo dinero, pero puedo traerte un hombre. Eres virgen, vas a poder recibir mucho dinero”.

Fue entonces cuando Zainab se enteró del burdel clandestino que dirigía su empleador. La joven que ahora tiene 20 años, sigue viendo entre dos y tres hombres cada semana, y recibe 2,000 afganos (25 dólares) de cada uno de ellos.

“Tenía 13 años cuando murió mi padre. Mi madre había estado enferma durante mucho tiempo y, como la mayor, tenía que asumir la responsabilidad de mi familia. Empecé a trabajar como ama de llaves, pero el dinero nunca alcanzó”, relató Zainab.

Envuelta en la capa negra de su abaya, Zainab aceptó ser entrevistada bajo una condición: sin fotografías, sin apellidos, sin referencias al vecindario donde ha estado trabajando. Se sentó con las manos cruzadas mientras describía su trabajo, solo se pueden ver sus ojos.

“La mayoría de los hombres son jóvenes, entre 25 y 30 años, y casi todos están casados. Conocen a mi empleador y la llaman para concertar una cita. Algunos hombres piden elegir entre varias chicas”, dijo, recordando constantemente cuánto odia lo que hace.

“Tardan 10 minutos, a veces 20. Algunos usan condones, pero no todos”, aseguró y explicó que su empleador proporciona inyecciones anticonceptivas con regularidad para evitar el embarazo, pero que estaba preocupada por las enfermedades. “Cada vez que estoy en una habitación con un hombre, tengo miedo”. Ni los amigos ni la familia saben de dónde vienen sus ingresos. Zainab les dice que todavía trabaja como ama de llaves.

Heather Barr, codirectora de derechos de la mujer en Human Rights Watch, explicó que conoció a mujeres en Afganistán que vendían sexo en 2012 y descubrió que muchas se vieron obligadas a hacerlo o descubrieron que era su única opción para sobrevivir.

“Esto es un ejemplo de las enormes fallas del gobierno afgano en la protección de los derechos de las mujeres”, señaló. “Las mujeres no deben estar tan aisladas de la ayuda como para ser víctimas de abuso sin poder escapar; y la falta total del gobierno de una red de seguridad financiera y más asistencia es lo que crea una situación en la que (la prostitución) puede ser la única opción para sobrevivir de una mujer”.

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Zainab dijo que ha visto a otras mujeres en la casa de su empleador, pero nunca ha hablado con ellas, le avergüenza demasiado admitir lo que hace. Ella sabe que muchos trabajadores sexuales masculinos también operan en Kabul, pero no ha conocido a ninguno de ellos.

Javeed (no es su nombre real), un esposo de 28 años y padre de tres, explicó que vive una doble vida, con su esposa e hijos, quienes desconocen su otra ocupación.

Me di cuenta de que muchos hombres querían dormir conmigo y yo necesitaba dinero. Empecé a ir a casa con la gente y desarrollé un interés. Algunos son ahora mis clientes y me pagan; otros son amigos con los que decido tener sexo”, comentó.

El dinero, resaltó, apenas alcanza para alimentar a sus hijos y proporcionarles útiles escolares. A diferencia de Zainab, afirma que sus clientes nunca usan condones.

Barr declaró: “La criminalización generalizada de la zina (el término islámico para las relaciones sexuales ilícitas) empuja el trabajo sexual a la clandestinidad y corta a las trabajadoras sexuales de las oportunidades que podrían tener para al menos protegerse y que sus condiciones laborales sean más seguras”.

Tanto Javeed como Zainab aseguraron que no ven una salida a su situación actual.

“Sé que es peligroso. Tengo miedo de vivir esta doble vida”, confesó Zainab. “Pero no sé de qué otra manera podría apoyar a mis hermanos menores. Me estoy sacrificando por mi familia”.

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