La vida después de la muerte: cómo la pandemia transformó nuestro entorno psíquico
Ilustración: Klawe Rzeczy/The Guardian

Nos pidieron que escribamos sobre el futuro, el más allá de la pandemia, pero nunca se puede contar el futuro. Así lo consideraba, al menos, el economista John Maynard Keynes, a quien se le encargó una serie de ensayos para The Guardian en 1921, cuando el mundo se reconstruía tras la primera guerra mundial. El futuro es “fluctuante, vago e incierto”, escribió después, en un momento en el que el desempleo masivo de los años 30 puso en jaque toda la confianza, la primera etapa de un camino hacia el desastre internacional que se podía, y no se podía, prever.

“El sentido en el que utilizo el término [incierto]”, dijo, “es aquel en el que la perspectiva de una guerra europea es incierta, o el precio del cobre y la tasa de interés dentro de 20 años, o la obsolescencia de un nuevo invento, o la posición de los dueños de la riqueza privada en el sistema social en 1970. Sobre estas cuestiones no existe ninguna base científica que permita formar una probabilidad calculable en absoluto. Simplemente no lo sabemos”.

Puede que siempre sea así, pero la pandemia introdujo esta verdad de forma tan brutal en nuestras vidas que amenaza con destrozar las mejores esperanzas del corazón, que siempre buscan más allá del presente. Nos están robando la ilusión de que podemos predecir lo que sucederá en el lapso de un segundo, un minuto, una hora o un día. De un momento a otro, la pandemia parece girar y señalar con el dedo a cualquier persona, incluso a aquellos que creían estar a salvo de la enfermedad. La distribución del virus y del programa de vacunación en los distintos países ha sido cruelmente inequitativa, pero mientras el Covid,19 siga siendo una presencia mundial, será posible que se produzcan olas de creciente gravedad en cualquier lugar y en cualquier momento. La pandemia más letal del siglo XX, la gripe española al final de la primera guerra mundial, atravesó una ola tras otra y duró casi cuatro años. En todo el mundo, la gente está desesperada por sentir que ya pasó todo, que el fin está a la vista, solo para enfrentarse a un futuro que parece retroceder como un horizonte que se desvanece, una sombra, algo borroso. Nadie sabe, con cierto grado de seguridad, lo que ocurrirá a continuación. Cualquiera que diga que lo sabe es un fraude.

En un momento así, no se puede confiar demasiado en los gobiernos que han mostrado una actitud más segura al enfrentarse a la pandemia. Cualquier persona que viva bajo regímenes cuyas acciones se hayan sentido calculadas y meditadas ha observado con consternación las negativas mortales de los líderes nacionales, desde la India hasta Brasil. Ningún país está exento, lo cual constituye una de las razones por las que el monopolio de las vacunas por parte de los países privilegiados es tan manifiestamente contraproducente. Si no se protege a los desdichados del planeta, no se protege a nadie. Un principio ético, que, en un mundo ideal, siempre se debería aplicar, se impone, adquiriendo una forma inconfundible aunque fantasmal. Nadie puede salvarse a sí mismo, y desde luego no para siempre, a costa de los demás.

En el Reino Unido, arremetemos legítimamente contra un gobierno incompetente cuya reiterada negativa a tomar las medidas exigidas por sus asesores científicos nos ha proporcionado uno de los mayores índices de mortalidad por Covid-19 del mundo occidental. Es culpable de negligencia, pero también de violar el contrato tácito entre gobierno y gobernados, al dejar al pueblo solo con su miedo. Aunque se niegue oficialmente, la política al principio de la pandemia y revisada este verano, parece haber sido la de la “inmunidad de rebaño”. Si la idea resulta tan inquietante, no solo se debe a que corre el riesgo de que el virus se extienda sin control y mute en variantes resistentes a las vacunas, o a los siniestros cálculos encubiertos del nivel aceptable de muertes que implica. Tal vez sea aún más angustioso que la avalancha de muertes que parecía sancionar nos recuerde la realidad de que la muerte puede ocurrir en cualquier momento y que eventualmente nos llega a todos. “Que los cadáveres se amontonen”, palabras supuestamente pronunciadas (aunque oficialmente desmentidas) por Boris Johnson, perduran en el ambiente y deja destrozado cualquier vestigio de seguridad. Una economía estancada, cuyas graves consecuencias deben ser reconocidas, es, o así nos dijeron oficialmente, más alarmante que las muertes masivas.

Sigmund Freud afirmó una vez que nadie cree en su propia muerte. En el inconsciente existe un espacio en blanco en el que se debería encontrar el conocimiento de esta única cosa segura sobre nuestro futuro. Si la pandemia cambió la vida para siempre, puede ser porque esa incapacidad de aceptar la muerte, que podría parecer la condición de la cordura cotidiana, se reveló como el delirio que siempre ha sido. Ser humano, al menos en las culturas occidentales modernas, es alejar el conocimiento de la muerte durante todo el tiempo que podamos. “Antes no había casa”, escribió el crítico marxista Walter Benjamin en su ensayo de 1936 El narrador, “difícilmente una habitación, en la que alguien no hubiera muerto con anterioridad”. En la vida moderna, por el contrario, argumentaba, la muerte quedó fuera del dominio perceptivo de los vivos, aunque su diagnóstico no incluyó, por supuesto, a los países desposeídos ni anticipó la inminente guerra.

En medio de una pandemia, la muerte no puede quedar exiliada a las afueras de la existencia. Por el contrario, es una presencia implacable que parece recorrer habitación por habitación. Una de las preguntas aún sin respuesta del momento actual es cuándo el despliegue de la vacuna, entre las naciones privilegiadas, permitirá que los hospitales regresen de una vez por todas a curar y cuidar la vida en lugar de preparar la muerte, para que los médicos y las enfermeras ya no se enfrenten a la inhumana elección entre el cáncer y el Covid-19. “Hoy no”, se encontró diciendo una enfermera de cuidados paliativos en medio de la primera ola, a los pacientes aislados de sus seres queridos, con el terror visible en sus ojos, cuando le preguntaron si iban a morir. “Hoy no”, ni siquiera fingió saber más.

¿Cuál es el futuro, podríamos preguntar, una vez que la conciencia sobre la muerte pasa un cierto umbral e irrumpe en nuestras noches sin sueño? ¿Cuál es, entonces, el tiempo psíquico que estamos viviendo? ¿Cómo podemos prepararnos, podemos prepararnos, para lo que está por suceder? Si la incertidumbre impacta en el corazón de la vida interior, también tiene una dimensión política. Toda reivindicación de justicia se basa en la creencia de un futuro posible, incluso cuando, o más bien especialmente cuando, sentimos que el planeta podría estar enfrentándose a su fin. Este es el caso más visible desde que la pandemia permitió que los moretones de la desigualdad racial, sexual y económica en el mundo moderno salieran despiadadamente a la superficie de nuestros acuerdos sociales para que todos, inevitablemente, los vieran.

La miseria de los pueblos empobrecidos, los hombres negros abatidos por la policía en las calles, las mujeres atrapadas en sus casas durante los confinamientos, agredidas y asesinadas por sus parejas, todas estas realidades, cada una de ellas con su historia de violencia racial y sexual, están presionando con mayor fuerza la conciencia pública, a medida que se desplazan de los márgenes a la primera página. El terreno psicológico está comenzando a cambiar. Junto con el terror, y al menos en parte como respuesta, ha entrado en escena una forma renovada de audacia, que se basa en antiguas tradiciones de protesta, una nueva reivindicación del futuro, podríamos decir. Uno por uno, los ciudadanos están denunciando las formas sistémicas de discriminación que con tanta frecuencia son consideradas como la norma. La gente ya no aceptará que se niegue la existencia del problema, como el informe Sewell encargado por el gobierno del Reino Unido, publicado en marzo, que rechazó la existencia del racismo institucional; ni tolerará los odios más arraigados, como se expresa en la ira visceral y las amenazas contra los manifestantes del movimiento Black Lives Matter; ni dejará de lado la estudiada indiferencia hacia la injusticia que provoca que la gente la ignore y asuma casualmente que simplemente el mundo es así y siempre será así.

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Voluntarios ayudando en la morgue de un hospital durante la pandemia en Bangkok, Tailandia. Foto: Lauren DeCicca/Getty Images

Mientras tanto, cada vez se vuelve más evidente que el crecimiento y la acumulación de riqueza interminables implican la explotación de los seres humanos y de los recursos que está destruyendo el planeta. En primer lugar, en la pandemia, causada por el virus que cruzó la barrera entre los humanos y otros animales, que muchos científicos creen que fue causada por la interferencia en la cadena alimentaria. Esto, en sí mismo, es una consecuencia de la agricultura industrial a gran escala y del comercio de fauna salvaje, que están impulsando la producción de patógenos mortales. En segundo lugar, en los cadáveres de las personas que huyen de las zonas de guerra y que aparecen en las costas de los países llamados “desarrollados”. Después, en las sequías, las inundaciones, los incendios forestales, las súper tormentas, las olas de calor, los terremotos y los huracanes, bajo la presión de la catástrofe climática, como si la vida en el planeta hubiera llegado ya al final de sus días. “Estábamos aterrorizados por esta nueva enfermedad”, dijo Maheshi Ramasami, investigador clínico principal del equipo de Oxford AstraZeneca, que describió recientemente cómo se dieron cuenta lentamente de aquello a lo que se estaban enfrentando. “Hubo un momento en el que alguien me dijo: ‘¿Así es como se siente el fin del mundo?'”.

Hoy, todo nos dice que no podemos seguir tomando todas las malas decisiones que se tomaron en nombre del progreso. Dejarse llevar, trabajar más y más, ganar más y más dinero, no es una virtud ni una especie de principio ético al cual adherirnos, sino una señal inequívoca de codicia, pánico y decadencia. Lanzarte al espacio exterior, como la carrera emprendida por Richard Branson y Jeff Bezos, es un espectáculo narcisista organizado por hombres obscenamente ricos. Que sean hombres sin duda es la clave (el último suspiro del falo y todo eso). El cielo no es el límite. “La expansión lo es todo”, escribió Cecil Rhodes, magnate minero y primer ministro de la Colonia del Cabo de 1890 a 1896, “anexaría los planetas si pudiera”.

Rhodes aconsejó al gobierno británico que la exportación de instrumentos de violencia a África para asegurar sus inversiones era un deber sagrado. También promulgó leyes para expulsar a las personas negras de sus tierras, limitando las zonas en las que se podían establecer. Muchos historiadores consideran que las leyes que promulgó sentaron las bases de lo que posteriormente se convirtió en el apartheid. La estatua de Rhodes en la Universidad de Ciudad del Cabo fue derribada por las protestas estudiantiles en una de las acciones políticas más resonantes de la época, pero la del Oriel College de Oxford sigue en pie. En cualquier caso, el principio organizador y la fantasía, colonizar el universo hasta el infinito, perdura. “Sabemos que hay vida en Marte”, declaró en 2015 el administrador asociado de la misión científica de la NASA, “porque nosotros la pusimos ahí”. El proceso se conoce como “contaminación de salida”: se destruye exactamente en el mismo momento en que se logra que algo crezca. El pasado mes de marzo, una de las naves de SpaceX de Elon Musk se estrelló contra la tierra en Texas.

“Tenemos mucho terreno sin nadie alrededor, así que si explota, no pasa nada”, se dice que comentó unos años antes. La explosión esparció escombros sobre el frágil ecosistema de las tierras protegidas por el Estado y el gobierno federal en el valle del Bajo Río Grande, un refugio nacional de vida silvestre que alberga especies vulnerables.

Ciertamente no es una coincidencia que se realicen estos pactos fáusticos cuando la fragilidad de la vida en la Tierra nunca ha sido más evidente. Estos intrépidos exploradores del espacio me recuerdan a los apestosos ricos que intentan negociar con el barquero en su camino hacia la isla de los muertos en El catalejo lacado de Philip Pullman. Se dice que Bezos está invirtiendo millones en Altos Labs, una empresa de reprogramación genética en Silicon Valley que busca los secretos de la vida eterna. Creen que su dinero los salvará, mientras los cuerpos de los menos privilegiados se desmoronan y desfallecen (las sumas ya gastadas en estas extravagancias espaciales pagarían las vacunas de todo el mundo para todos). Esto parece ser evidente. Si queremos prepararnos para una vida mejor y más justa, si queremos prepararnos para cualquier tipo de futuro, debemos desacelerar el ritmo y cambiar nuestra relación con el tiempo.

Entonces, ¿qué sucede si entramos en el reino del tiempo psíquico, el mundo interior del inconsciente donde la mente, que nunca podremos conocer o dominar completamente, revolotea constantemente entre los diferentes momentos de una vida en parte recordada, en parte reprimida?

Esta es una perspectiva de la subjetividad humana que desbarata por completo cualquier idea de progreso como una marcha hacia adelante en el tiempo. El psicoanalista británico DW Winnicott, escribiendo en 1949, describió a un paciente que tenía que ir a buscar un fragmento de su pasado en el futuro, algo que apenas podía imaginar en el presente y que, cuando ocurrió por primera vez, fue demasiado doloroso para él como para vivirlo plenamente o incluso contemplarlo. Visto desde este punto de vista, el implacable impulso de seguir adelante, como si nuestra vida dependiera de ello, matándonos, más bien, se manifiesta como un esfuerzo condenado a evitar el dolor interior. La primera paciente histérica de la historia del psicoanálisis, analizada por el colega de Freud Josef Breuer, se enfermó mientras estaba sentada cuidando a su padre moribundo, abrumada por una combinación inadmisible de resentimiento y dolor. Su ira por las asfixiantes restricciones de su vida era un sentimiento que, como joven hija vienesa, no se podía permitir, al menos conscientemente, entretener. Incluso sin una pandemia, es raro que se hable de tal ambivalencia agónica hacia aquellos que amamos y perdemos. Existe un límite para lo que podemos tolerar psíquicamente. Esta sigue siendo la idea fundamental del psicoanálisis, nunca más necesaria que en la actualidad.

Cuando Boris Johnson se escabulló bajo el amparo de la noche para visitar el muro conmemorativo junto al Támesis, evitando a los dolientes que acudían durante el día, un acto que en general es considerado como un insulto a todos aquellos a los que el muro está destinado a conmemorar; o cuando alardeó y se negó durante 18 meses a reunirse con las familias afligidas de las personas que murieron a causa del Covid,19, se negó a asumir la responsabilidad pública, al mismo tiempo que formulaba una declaración, sin duda involuntaria, sobre lo que no podía soportar. (Ahora ya se reunió con ellos y les aseguró que se realizará una investigación pública, de la que, de forma poco prometedora, él mismo se hará cargo personalmente). También revelaba el abismo entre la vida oficial y la vida interior de la mente. El dolor hace que el tiempo se detenga estrepitosamente. Como lo expresó maravillosamente la poeta Denise Riley tras la muerte de su hijo, es el tiempo vivido sin su flujo. Cuando uno está de duelo, no hay nada más que hacer que lamentarse, ya que la mente lucha contra un conocimiento que nadie desea poseer. Incluso el término ” los afligidos” es engañoso, ya que sugiere un grupo independiente y algo que se ha terminado, como si se pudiera apartar limpiamente y finalizar algo que se siente, para el afligido, como un proceso interminable (que debe sentirse interminable, al menos para empezar, si alguna vez se va a procesar).

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El muro conmemorativo de Covid,19 en Londres. Foto: Getty Images

Desde este punto de vista, el “altanerismo” de Johnson, su despreocupación infantil, parece ser un proyecto psicológico en sí mismo. Lo que se debe evitar a toda costa es cualquier atisbo de angustia. Todo puede y debe ser controlado. Todo va a estar bien, un mantra cuya irrealidad nunca ha sido más evidente. Todo lo que importa es la promesa infinitamente aplazada de que vendrán buenos tiempos. De ahí también, sugeriría, las evasiones y ofuscamientos respecto a todo, desde el colapso climático, hasta la “nivelación”, pasando por la asistencia social, para la que no parece haber nada lo suficientemente ambicioso o con los recursos necesarios para ser digno de la palabra “plan”. Lo mismo ocurre con el fiasco del “día de la libertad”, el 19 de julio de este año, cuando se levantaron la mayoría de las restricciones por la pandemia que quedaban en el Reino Unido, un día en el que se exhortó a la gente de Inglaterra a celebrar. Para muchos en el Reino Unido y en un mundo que observaba con tensión, se sintió en cambio como una ocasión para el temor. “Sufrimiento innecesario”, “desastrosa subestimación” es la forma en que los observadores, desde Nueva York hasta las capitales de Europa, han descrito la imprudencia del gobierno del Reino Unido a medida que el número de casos ha aumentado constantemente acercándose a sus niveles más altos desde entonces. Cada vez, el mismo patrón. Se ignora la realidad política del momento sometiendo a las difíciles formas de vida mental que serían necesarias para afrontarla.

En uno de sus más célebres comentarios, Freud describió al paciente histérico como alguien que sufre “principalmente de recuerdos”. A partir de ese momento, el pensamiento psicoanalítico se comprometió a comprender cómo el hecho de huir del pasado congela a las personas en un tiempo que se repite infinitamente, privándolas de cualquier posibilidad de una vida que pueda ser vivida con una mínima libertad. Es necesario ver el pasado, por muy agonizante que sea, aunque vaya en contra de todos tus impulsos más profundos, si quieres tener la más mínima esperanza de llegar a una nueva etapa. Esto también se ha convertido en una verdad más evidente a medida que la gente cruza el espacio de la privacidad y los recuerdos almacenados en privado para contar sus historias en el dominio público. Cuando las mujeres dan un paso al frente, y son principalmente, si no es que exclusivamente, mujeres, para relatar desgarradoras historias de abusos sexuales de años pasados, forma parte de una apuesta por reivindicar el pasado como la única vía para permitir que surja un futuro que ya no esté bloqueado por la memoria violenta. Durante el confinamiento, los psicoanalistas informaron que sus pacientes les transmitían una avalancha de recuerdos no contados, como si la distancia física y la menor intimidad de la sesión virtual, combinadas con la pura urgencia del momento, les dieran por fin el valor para hablar.

Un vistazo a las guerras culturales actuales confirmará hasta qué punto este tipo de ajuste de cuentas es fundamental para nuestra capacidad de comprender las urgencias políticas del presente. Lo que está causando más problemas, y provocando las refutaciones y el odio más fuertes, es la intrepidez con la que los perjudicados, los desfavorecidos y los desposeídos invocan el legado del pasado como su camino hacia un futuro viable. Su determinación para combatir la injusticia histórica y arraigada es sin duda ejemplar. Lo más sonoro ha sido la ira provocada por el proyecto de derribar las estatuas de los magnates imperiales, empezando por Rhodes, o de reconocer que la Gran Bretaña colonial sí participó en el tráfico de esclavos. En el momento de la abolición, los esclavistas británicos fueron comprados por el gobierno con indemnizaciones valoradas en 17 mil millones de dólares. Esos fondos aumentaron masivamente durante cientos de años, dejando que las siguientes generaciones disfrutaran de unos niveles de prosperidad que, no es de extrañar, e incluso frente a estudios y pruebas indiscutibles, se han resistido a aceptar que procedían de ganancias ilícitas. Cuando The Legacies of British Slavery, la base de datos del University College London que registra esta historia, se inauguró en 2016, a los pocos días se vio inundada en igual medida por quienes deseaban conocer la verdad del pasado y por quienes deseaban negarla con no menos fervor.

“Mi terror a olvidar”, escribió el académico judío Yosef Hayim Yerushalmi, “es mayor que mi terror a tener demasiado que recordar”. Escribió en los años 80, en una época muy diferente, cuando era objeto de debate público la cuestión de si Klaus Barbie, el criminal de guerra nazi, debía ser juzgado. Un amigo le envió a Yerushalmi una encuesta del periódico Le Monde, el cual le preguntó a sus participantes si la palabra “olvido” o la palabra “justicia” resumía mejor su actitud respecto a los acontecimientos de la guerra y la ocupación de Francia. ¿Es posible, se pregunta Yerushalmi, que lo contrario del olvido no sea la memoria, sino la justicia? Mi objetivo aquí es responder que “ambas cosas”, que de hecho son inseparables. No puede existir una lucha por la justicia sin una visión del futuro, siempre y cuando no perdamos de vista lo peor del pasado. Todos debemos convertirnos en los historiadores de nuestro mundo público y privado.

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Piras funerarias en las afueras de Bangalore, India, en mayo de 2021. Foto: Jagadeesh Nv/EPA

Un punto de partida sería concederle un espacio a los complejos legados de la mente humana, sin necesidad de dejar de lado los ajustes de cuentas. Los errores del pasado no serían objeto de negación, como si nuestras identidades personales o nacionales dependieran de una pseudoinocencia que nos absuelva de todos los crímenes. Dejemos que las percepciones en el diván analítico se filtren en nuestras vidas públicas y políticas y, de forma no menos crucial, a la inversa (tenemos que reconocer el peso de la aflicción histórica en nuestros sueños). En mi escenario ideal, el trauma social y la injusticia no serían considerados como algo que pertenece a otro universo que el de nuestros miedos y deseos más caprichosos. En cambio, ambos encontrarían su lugar en la mesa de negociaciones, mientras comenzamos a trazar provisionalmente los contornos de un mundo mejor. Mientras tanto, asumir la responsabilidad por el fracaso en relación con la pandemia ayudaría: el clamor por la reparación, por las investigaciones oficiales, o simplemente por el reconocimiento público del desastre evitable que han vivido millones de personas, desde el Reino Unido hasta la India y Brasil. Aunque nada de esto nos traerá de vuelta a los miles de personas que no deberían haber muerto.

En el pensamiento psicoanalítico, el fracaso y la fragilidad son una parte crucial de lo que somos (solo conociendo esto podemos aprovechar al máximo nuestras vidas). El fracaso también tiene una fuerte resonancia política en la actualidad, ya que muchos de nosotros esperamos ansiosamente ver si se permitirá que la idea entre, de manera significativa o duradera, en la mente política colectiva. ¿El colapso de las potencias occidentales en Afganistán cambiará las cosas? O, a pesar del acuerdo generalizado de que hemos sido testigos de un fracaso catastrófico de la política, ¿se convertirá este reconocimiento en un simple gesto fugaz, no más que una pausa en los preparativos de una guerra interminable? Las disputas sobre si Estados Unidos es una “gran” o “superpotencia”, según el ministro de Defensa británico, solo un país dispuesto a ejercer una fuerza global tiene derecho al segundo epíteto, no son nada tranquilizadoras.

Así pues, ¿cómo viviremos la pandemia cuando ya no esté, como solo podemos esperar, en el primer plano de las vidas vividas conscientemente por la gente? ¿Cómo será recordada? ¿Será una historia de triunfo de las vacunas, sin mencionar la injusticia asesina de la distribución global inequitativa; una historia de negligencia y responsabilidad gubernamental; o una aceptación del duelo continuo por los muertos? En respuesta a la sugerencia de hacer que el muro conmemorativo sea permanente, la artista Rachel Whiteread sugirió que se le debería “dejar ser y luego desaparecer gradualmente. Que tenga su tranquilidad”. No se puede, afirmó, conmemorar algo que todavía está ocurriendo; un monumento más permanente necesitará distancia y tiempo. Cuando lleguemos a ese punto, el reto será resistir la tentación de esconder todo bajo la alfombra, como si la mejor esperanza para el futuro fuera regresar a la normalidad y continuar alegremente con las cosas como estaban antes: apartar la muerte, tratar como prescindibles sectores de los habitantes de la Tierra, llevar al planeta a su fin. En cambio, un mundo que permita la memoria y la justicia sería algo distinto. Todavía queda todo por hacer.

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