Por qué ‘El poder del perro’ debería ganar el Oscar a mejor película
Las heridas destructivas de la masculinidad forzada… Benedict Cumberbatch en 'El poder del perro'. Foto: Kirsty Griffin/AP

Siempre fue un poco difícil creer en la legitimidad del oscuro y lento drama de Jane Campion, El poder del perro, como candidata a mejor película. Se trata de una película difícil sobre el resentimiento familiar supurante y las heridas destructivas de la masculinidad forzada, y está muy lejos de lo que estamos acostumbrados a ver que la Academia, notoriamente adversa al riesgo, suele premiar, o siquiera nominar.

Existe un claro e inquietante escalofrío que no hemos experimentado en una película ganadora desde No Country for Old Men, de 2007 (la propia Campion ha comparado el efecto de los dos finales), ya que desde entonces todos los Oscar han sido para algo que puede ser definido a grandes rasgos y con calidez como “la película que necesitamos en este momento”, con risas, lágrimas o ambas cosas garantizadas en los créditos. Sin embargo, en una temporada que ha sido en su mayoría más convencional que la del año pasado, la película se ha mantenido al frente a pesar de la falta de una narrativa “digna” (el intento tardío de la estrella Benedict Cumberbatch de afirmar que su personaje representa a “cualquier persona que no ha sido vista o escuchada o comprendida” constituye… una exageración). Parecía demasiado buena para ser verdad –fue con diferencia la película más atrayente de 2021– y el reciente ascenso del falso empalagoso remake de Coda (que ganó los premios PGA y WGA el pasado fin de semana) sugiere que quizás sí, el corazón vuelve a ganar sobre cualquier otra parte del cuerpo.

No obstante, con o sin victoria, el reconocimiento otorgado a El poder del perro (que lidera el grupo con 12 nominaciones) constituye una victoria, no solo para las películas que estimulan en lugar de sedar, sino para el cine queer en general. Es posible que una parte considerable de la crítica se haya empeñado en no definirla como tal, pero sigue siendo una película abrumadora, fascinante e inevitablemente homosexual de una forma más oscura que no estamos acostumbrados a ver durante la temporada de premios. La experiencia queer –como muchas otras experiencias ajenas a ser heterosexual, blanco y masculino– suele ser aplanada, suavizada y empaquetada en algo más aceptable y sin filo para que todos la entiendan y se identifiquen con ella.

Pero Campion se niega a comprometerse o a ser condescendiente, presentando la homosexualidad como algo desafiante e inconcluso y, fundamentalmente, existente en un amplio espectro. El conflicto generacional y la complicada conexión entre el viejo ranchero reprimido de Cumberbatch, Phil, y el frío y seguro de sí mismo Peter, de Kodi Smit McPhee, representan muchas cosas que resultan incómodamente familiares para muchos hombres homosexuales, sin llegar a ser estrictamente definidas. ¿Hay celos? ¿Hay deseo? ¿Hay necesidad de proteger? ¿Existe la necesidad de destruir? El delicado, aunque divisorio, guion de Campion da cabida a múltiples interpretaciones.

En la mayoría de los trabajos Ay-mare-reek-un de Cumberbatch ha habido cierta tensión, pero es precisamente esta tensión la que lo hace tan perfecto como Phil, disfrazándose de alguien para ocultar quién es en realidad; la triste y falsa fanfarronería de un hombre desesperado de no delatarse, una táctica de supervivencia a regañadientes que muchas personas queer podrán recordar. Es lo mejor que ha hecho nunca, merecedor de su segunda nominación al Oscar y tal vez de su primera victoria, complementada por tres interpretaciones igualmente astutas y nominadas. Su imprevisible y, en última instancia, desconocida química con una Smit-McPhee fuera de este mundo se desarrolla al filo de la navaja, siniestra en ocasiones y desgarradora en otras (el momento del último acto en el que Phil, aparentemente consciente de lo que le hizo Peter, esperando débilmente para darle la cuerda que le hizo, es devastador). Se desarrolla junto a su crueldad hacia la madre de Peter, Rose, una insuperable Kirsten Dunst, intensificada fuertemente y que va in crescendo en una horrible escena de una cena, una demoledora pieza de actuación que debería garantizarle el Oscar por sí sola. Poco a poco vemos su decadente vínculo fraternal con el George de Jesse Plemons, pero lo poco que hemos visto nos dice todo sobre su descomposición, una relación construida enteramente sobre frágiles fragmentos de recuerdos, que no son suficientes para sostenerlos en la edad adulta cuando lo que no se dice se vuelve mucho más fuerte que lo que se dice.

Para algunos espectadores, e imagino que, para muchos votantes, el ladrido de Campion ha sido demasiado silencioso -la historia demasiado obtusa, las emociones demasiado contenidas y el tono demasiado alejado- y esta indescifrable historia, unida a un gran estreno con todas las miradas en Netflix, ha provocado un constante y bajo murmullo de descontento (puede que también haya suficientes Sam Elliotts en la Academia para contarlo en contra en el último obstáculo por otras razones más homosexuales). Pero a diferencia de tantas otras películas desesperadas por ser amadas de esta o cualquier otra temporada de los Oscar, El poder del perro no busca en ningún momento la universalidad. O ves lo que hace Phil en las colinas o no lo ves.

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