Un pueblo de Guerrero celebra incluso mientras llora a los 43 normalistas
Cristina Bautista, en el centro, camina con su madre, su hija y su nieta al frente de la procesión que se dirige a la iglesia para celebrar el día del Santísimo Salvador. Foto: Luis Antonio Rojas/The Guardian

Primero compraron las flores: cinco docenas de rosas de color carmesí, coral, dorado, amarillo pálido y blanco. Después, 36 velas largas en un mercado inundado de olor a cilantro. Por último, se sacrificó al primero de los tres cerdos, cuyos chillidos de muerte resonaron en las montañas.

En total, los preparativos del festín duraron dos días, con la ayuda de toda una familia que acarreaba sacos de maíz para hervirlos en enormes contenedores de acero en la calle. Se lavaron las partes del cerdo con agua salada y se colgaron para que se secaran.

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Yolsitlalin Hernández, de 11 años, y Joanna Hernández, de 8, sobrinas de Benjamín Bautista, limpian rosas para la celebración del día del Santísimo Salvador.
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El humo sale de una olla de pozole que se cocina sobre un fuego de leña.

En la noche del sábado, todo estaba listo: la carne de cerdo y el maíz hirvieron durante casi 12 horas para hacer un rico pozole en ollas gigantes. A las 3 de la madrugada empezaron a llegar los habitantes del pueblo, que se llevaban a casa cubetas del humeante pozole mientras los hombres mayores se sentaban a beber mezcal y fumar.

El reciente festival, en honor del Santísimo Salvador, es una de las muchas festividades de este tipo que se celebran en Alpuyecancingo de las Montañas, un pueblo ubicado en lo más profundo de las montañas del estado de Guerrero, México, a siete horas en automóvil al suroeste de la capital. Es un pueblo lleno de tradiciones, cuyo calendario está marcado por rituales que honran a los santos católicos, la cosecha y los muertos.

Y, al igual que muchos pueblos de México, este está manchado por la tragedia. En un país donde hay más de 100 mil personas desaparecidas, a Alpuyecancingo le arrebataron uno de los suyos: Benjamín Ascencio Bautista fue uno de los 43 estudiantes que desaparecieron en septiembre de 2014.

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Cristina Bautista se sienta para ser retratada sosteniendo un cartel casi terminado que hizo en el que aparece la imagen de su hijo Benjamín Ascencio Bautista.

La noche que desaparecieron, Benjamín y sus compañeros de clase de una escuela rural de maestros tomaron varios autobuses para utilizarlos como transporte en una protesta en conmemoración de la matanza de estudiantes de 1968 en Ciudad de México. El secuestro de autobuses era una tradición ampliamente tolerada, sin embargo, esa noche, los estudiantes fueron atacados por la policía y otros pistoleros que trabajaban para un violento cártel, quienes mataron a seis personas y se llevaron a 43 estudiantes durante la noche.

El caso es el ejemplo más atroz de desaparición forzada en México. Esta práctica, que las fuerzas de seguridad del Estado utilizaron ampliamente en las décadas de 1960 y 1970, se ha generalizado entre los grupos delictivos. Para muchos representa un destino peor que la muerte: sin un cadáver, no puede haber rastro del crimen y, lo que es más cruel, no se puede dar fin al duelo de las familias.

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Joanna Hernández, a la derecha, y Yolsitlalin Hernández barren su calle junto a un viejo cartel que muestra la imagen de su tío Benjamín y los otros 42 estudiantes que desaparecieron hace ocho años.

Como la mayoría de las desapariciones, la de los 43 estudiantes sigue sin resolverse, a pesar de las promesas de dos presidentes sucesivos. El gobierno anterior fue acusado de orquestar un complejo encubrimiento, mientras que el caso del gobierno actual también comenzó a desmoronarse. Aún sin rastro de la mayoría de los estudiantes y todavía sin condenas, sigue supurando la desaparición masiva.

No obstante, como en gran parte de México, un país desgarrado por la violencia delictiva, el peso de esta tragedia no se interpone en el camino de la tradición: continúan las fiestas, las celebraciones, los festines de pozole. A pesar del horror que se vive en otros lugares, aquí, en Alpuyecancingo, todavía existe una alegría ilimitada.

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Cruz Bautista, tío de Benjamín y patrón del Santísimo Salvador, enciende una vela en la iglesia para la celebración.

Este año, la fiesta del Santísimo Salvador tuvo un significado especial para la familia de Benjamín: durante los últimos 12 meses, su tío Cruz Bautista fue el patrón del santo, por lo que fue el encargado de limpiar la estatua que se encuentra en la iglesia pintada de azul del pueblo, cambiando sus flores y velas.

A medida que se acercaba la fiesta del Santísimo Salvador, era el turno de Cruz de ceder sus funciones en una compleja ceremonia que implicaba preparar comida suficiente para alimentar a varias docenas de personas. Es un gasto enorme para la familia, sobre todo en un pueblo que solo empezó a prosperar cuando los residentes comenzaron a emigrar al norte y a enviar dinero a casa a finales de la década de 1990 y principios de los 2000.

Pero, como explica Juan Bautista, el abuelo de Benjamín, estas celebraciones son las que mantienen vivas las tradiciones. “Nuestros antepasados nos enseñaron el camino”, comentó. “No podemos detenerlo ni cambiarlo. Ellos nos enseñaron el camino, y hacia allá vamos”.

La madre de Benjamín, Cristina Bautista, había viajado al pueblo para ayudar en los preparativos del festín. Últimamente no suele estar en casa porque viaja con frecuencia por todo el país exigiendo a las autoridades que encuentren a su hijo. Una vez al mes, ella y más de una docena de padres de los 43 estudiantes marchan por las calles de Ciudad de México.

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Cristina regresa de bañarse junto al río cargando una planta curativa que cosechó.

Su casa sigue siendo un recordatorio de la aparentemente interminable injusticia: en su pared exterior de ladrillo está colgado un cartel gigante en el que aparece el rostro de Benjamín y los de sus 42 compañeros desaparecidos. Lleva tanto tiempo colgado ahí, bajo el inclemente sol de Guerrero, que la tela se ha agrietado y deshilachado, y los rostros se han reducido a contornos: solo quedan las cejas oscuras y el cabello. “¡Hasta encontrarlos!”, reza el cartel. “¡Han pasado más de 36 meses sin respuesta!”.

Ese hito llegó y pasó. Cristina y los demás padres recientemente cumplieron 100 meses desde que ocurrió la desaparición de sus hijos. A pesar de su agotador calendario de viajes, Cristina apenas tiene tiempo para descansar. Desde que su hijo desapareció, rara vez ha dormido bien. En casa, se levanta todas las mañanas antes del amanecer para cepillar el cabello de sus nietas y prepararles sopes antes de que vayan a la escuela, es decir, tortillas gruesas con bordes levantados y queso, crema y cebolla morada esparcidos encima. “Pizzas mexicanas”, las llama Cristina con una amplia sonrisa.

No obstante, hay momentos tranquilos, una vez que las niñas se van a la escuela, cuando el sol se cuela de lleno en la casa. En esos momentos, Cristina y su hija Mayrani hablan de Benjamín, pero rara vez lo hacen con tristeza.

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Cristina Hernández (6 años), sobrina de Benjamín, descansa en la cama de su tía.

En cambio, recuerdan lo mucho que le gustaban las películas de Harry Potter, cuánto adoraba a Michael Jackson y cómo aprendió a bailar el moonwalk. Se ríen cuando recuerdan cómo se ponía el delantal de su madre para lavar los platos mientras escuchaba rock’n’roll, cómo siempre era el mejor bailarín en las fiestas, cómo todo su cuerpo se sacudía tanto que lo llamaban “Sin huesos”.

Entonces llaman a Cristina para que ayude con los preparativos: hay que sacrificar cerdos, hervir maíz, hacer tortillas y tamales. Se necesita la colaboración de toda la familia de Benjamín, sus tíos, primos y sobrinos, para que todo esté listo.

En la tarde del sábado, mientras hierve el pozole, la familia participa en una procesión, cargando los ramos de rosas, las 36 velas envueltas en una guirnalda de cempasúchil. Una banda de música, que la familia contrató a un precio considerable, los sigue mientras dan dos vueltas alrededor de la pequeña iglesia azul.

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Cristina Bautista trenza el cabello de su nieta durante el desayuno antes de ir a la escuela.

Una vez dentro, la familia le reza al Santísimo Salvador, encendiendo las velas, sustituyendo las flores en toscas cubetas de plástico, colocando el cempasúchil alrededor de la sagrada efigie. La abuela de Benjamín, que solo habla náhuatl indígena, camina alrededor con un cáliz de incienso de copal humeante.

El tío Cruz está cada vez más cansado a medida que se alarga el fin de semana, con la ropa manchada de sangre de cerdo y sudor. Sin embargo, en la mañana del domingo, después de una noche repartiendo el caldo, parece estar loco de felicidad, sonriendo orgulloso mientras observa al ayuntamiento comer el pozole de su familia.

Pero ante la ausencia de Benjamín, la celebración es agridulce. “En esta época del año, todo el mundo juega, vemos a los sobrinos jugar juntos”, comentó Cruz. “Como familia cercana, realmente queda ese vacío”.

Cuando la familia Bautista finalmente se sienta a comer pozole, Mayrani, la hermana de Benjamín, saca su teléfono para mostrar una foto de su viejo perro, Malfoy. Abre su Instagram y aparece una vieja publicación que conmemora el octavo aniversario de la desaparición de su hermano el año pasado.

“Y sí, aún me pregunto cómo serían nuestras vidas si todavía estuvieras con nosotros”, escribió arriba de una foto de Benjamín luciendo orgulloso en su graduación de preparatoria. “La esperanza es lo último que muere”.

En la noche del domingo, la familia de Benjamín, por fin libre de su carga, se entrega a la celebración. Hay un olor a cerveza derramada, la música retumba a todo volumen, sus tías bailan alegremente sobre el suelo de cemento liso. Asomado afuera, el otro tío de Benjamín, Esteban Bartolo, observa feliz. “Lo importante es la vida”, dice con una sonrisa.

Más tarde, todo el grupo se acerca a la plaza del pueblo. Cruz compró una torre gigante de fuegos artificiales, como marca la tradición. Se enciende la mecha y la estructura de tres metros se convierte progresivamente en una masa de chispas, silbidos, estruendos y chisporroteos, mientras el clan Bautista observa con asombro.

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Los fuegos artificiales iluminan el cielo durante la celebración.

Por encima de ellos, estallan los últimos fuegos artificiales, una gran lluvia de chispas doradas que cubren el cielo nocturno.

Oscar López es miembro de la Alicia Patterson Foundation.

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