Mi hijo está adaptándose a la adoración que le tiene su hermanita… ¿o es malicia?
Los problemas empiezan cuando su deseo de sentarse al lado de mi hijo se transforma en un deseo de sentarse encima de él. Foto: Benjamin Simeneta/Alamy

Mi hijo ha empezado hace poco a leerle a su hermana. Esto es adorable, pero también resulta conveniente, ya que mi mujer y yo estamos en esa fase de la vida en la que cualquier actividad que involucre sentarse en el suelo debe ser moderado, si no evitado por completo. Así que, al menos una o dos veces a la semana, él ocupa nuestro lugar, hojeando sus libros ilustrados de pasta gruesa y recitando sus monótonos contenidos a su encantada pupila.

Hay un aspecto teatral en ello, mi hijo es lo bastante mayor para saber cuándo se está haciendo el lindo y que esa lindura suele ser recompensada, pero todo artificio se olvida inevitablemente una vez que él mismo queda embelesado, riendo junto a su hermana en la alfombra.

La suya es una relación inevitablemente desigual. Él tiene cinco años y ella uno y medio, una diferencia lo suficientemente grande como para que mi hijo no sienta ninguna amenaza a su superioridad, y ella no sea consciente de que pueda existir tal jerarquía. Como resultado, es un buen hermano, aunque poco constante. Vacila entre adorar e ignorar; lleno de mimos y besos un minuto, quitándole cosas como si fuera un mueble, al siguiente. Si tuviera que ponerle una calificación, le daría 7/10. Ella probablemente le daría un 14.

Cuando más feliz la veo en el día es cuando la recojo de la guardería y su cabecita estalla en sonrisas. Se ha estirado y adelgazado un poco desde sus primeros días, pero su cara sigue ostentando la suave cuadratura del Hombre de Malvavisco. Me alegro lo que puedo con su saludo antes de subirla a su cochecito de paseo, momento en el que su atención se centra instantáneamente en su hermano mayor. Sabe que vamos a recogerlo y empieza a corear su nombre. Dieciocho meses después, es la palabra que mejor pronuncia, y la repite sin parar durante los cinco minutos que dura el trayecto hasta el colegio. Cuando llegamos, agita los brazos y da patadas con las piernas en un paroxismo de alegría.

Durante mucho tiempo, creí que simplemente tenía buena sincronización, un don instintivo para aparecer en la puerta del colegio justo cuando mi hijo salía del edificio para recibirnos. Ahora sé que sus profesores simplemente han aprendido a reconocer el volumen lentamente creciente de su demencial canto de sirena, que precede nuestra llegada como un reloj.

Y a veces, hay que decirlo, esta adoración es indistinguible de la malicia, como cuando le da puñetazos sin motivo o le tira del pelo, frases ambas intrínsecas al lenguaje amoroso de cualquier bebé. Los problemas empiezan cuando su deseo de sentarse a su lado se transforma, por alguna lógica que sólo ella conoce, en un deseo de sentarse encima de mi hijo, incluso dentro de él. Perpleja ante los límites de la geometría euclidiana, llora de frustración cuando sus intentos de ocupar el mismo espacio dimensional que otro objeto fracasan por completo.

A mi hijo esto solía erizarle la piel, pero ahora sabe qué hacer. Le da palmaditas en la cabeza y la arrulla. Coge un libro de la alfombra, se asegura de que le estoy mirando y se pone a leer.

Traducción: Ligia M. Oliver

No te pierdas: Desde hurones electricistas hasta ratas que olfatean minas: extraordinarios animales que trabajan

Síguenos en

Google News
Flipboard