Tras el huracán Otis, Acapulco puede reconstruirse como mejor ciudad, más justa
Barcos arrastrados por la corriente en la playa de Acapulco, Guerrero, México, tras el paso del huracán "Otis". Foto: David Guzmán/EPA

El 25 de octubre, el huracán Otis, una de las tormentas más fuertes, si no la más fuerte que haya azotado algún puerto mexicano, devastó la ciudad costera de Acapulco, dejando un balance oficial de al menos 48 muertos y decenas de desaparecidos.

El grado de destrucción de la ciudad no tiene comparación con el causado por otros desastres naturales en México. De momento, el futuro de Acapulco, antaño patio de recreo de la élite internacional y ahora un lugar mermado por la mala planificación urbanística, la corrupción y la violencia, es una incógnita.

El estado de Guerrero, donde se encuentra Acapulco, es quizá la entidad más compleja de México por su accidentada geografía, su numerosa y diversa población indígena, sus elevados niveles de pobreza y su historial de violencia. Sus montañas fueron bastión de la guerrilla mexicana y de la “guerra sucia” (marcada por las desapariciones forzadas y la tortura contra grupos de izquierda) durante la segunda mitad del siglo XX, y hoy los cárteles de la droga de la región son algunos de los mayores productores de amapola del mundo.

En la época colonial, el puerto de Acapulco era la puerta de entrada de Nueva España a Asia-Pacífico. Con el tiempo, el turismo se convirtió en la vocación económica de la ciudad. Al menos desde mediados del siglo XX, la ciudad ha sido uno de los destinos de playa más emblemáticos de México y un centro de actividades ilícitas, con uno de los índices de delincuencia y pobreza más altos del país. La ciudad figura sistemáticamente entre las 10 más violentas del mundo y, según datos oficiales, el 16% de la población vive en la pobreza extrema.

En los años 70, el periodista Ricardo Garibay retrató Acapulco como una dicotomía, una contradicción: dos ciudades que coexistían en el mismo lugar. Acapulco prosperó durante la era del jet construyendo casas de lujo en los acantilados rocosos al este y oeste del puerto y desarrollando rascacielos a lo largo del paseo marítimo Miguel Alemán (llamado así por el presidente que inició el desarrollo turístico). Arriba, en las montañas, la otra ciudad seguía siendo invisible; las infraestructuras eran deficientes y el acceso a los servicios públicos básicos limitado debido a una planificación urbanística inadecuada, o inexistente.

El espacio público se convirtió en un lujo privado. El acceso a las playas de primera categoría se privatizó en su mayor parte a través de hoteles y condominios, dejando los lugares menos deseables para la población local. Las dos ciudades convivían sin tener que interactuar.

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Vista de bloques de departamentos dañados en la zona Diamante de Acapulco. Foto: Marco Ugarte/AP

En la década de 1990, nuevos desarrollos como Cancún, junto al mar Caribe, o Cabo, en la costa del Pacífico, habían sustituido a Acapulco en el turismo internacional, pero el desarrollo de un moderno sistema de autopistas atrajo a más visitantes de la Ciudad de México. En los albores del nuevo milenio, Acapulco experimentó un aumento significativo de la delincuencia y la violencia relacionada con el narcotráfico, que descendió desde las montañas hasta el puerto.

Sin embargo, el Acapulco balneario siguió floreciendo, y los chilangos acomodados (los nativos de la Ciudad de México) se trasladaron del puerto a las nuevas urbanizaciones de la zona Diamante, al oeste de la ciudad. El Acapulco de lujo aprendió a vivir en una jaula de oro mientras el resto de la ciudad experimentaba una espiral de violencia.

Un huracán de categoría 5 causará inevitablemente grandes daños en cualquier lugar y en cualquier momento, pero Acapulco no estaba especialmente preparado para la tormenta. A pesar de la protección geográfica de su terreno montañoso, la ciudad carecía de infraestructuras resistentes; en las colinas predominan las construcciones irregulares, las normas de construcción son inadecuadas para los desastres naturales, existe una escasa cultura de seguros y, en general, la capacidad del Estado es extremadamente limitada.

Ahora, la reconstrucción de la ciudad ofrece una oportunidad única para corregir los errores históricos que han minado a Acapulco y a todo Guerrero. El economista Luis de la Calle ha subrayado tres áreas fundamentales que deben priorizarse: desarrollar las infraestructuras básicas (espacios públicos, logística, energía, agua); rediseñar la gobernanza municipal e incentivar la recaudación del impuesto sobre bienes inmuebles y los seguros; y promover el turismo médico para extranjeros aprovechando los servicios médicos privados de primera clase y relativamente asequibles de México y el atractivo natural del puerto.

En última instancia, la reconstrucción debe centrarse en construir una ciudad a escala humana y diseñar espacios para las personas. Revertir la privatización de las playas sería un buen punto de partida, así como desarrollar paseos marítimos y parques a lo largo de la costa, con espacios comerciales debidamente establecidos que generen ingresos para su mantenimiento.

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La gente protesta por la falta de ayuda gubernamental en Acapulco tras el huracán. Foto: José Luis González/Reuters

Del mismo modo, los desarrolladores de rascacielos podrían recibir incentivos para construir viviendas sociales. Las asociaciones público-privadas ofrecen una vía alternativa para reconstruir las infraestructuras dañadas sin tener un gran impacto en las finanzas públicas.

Décadas de conflicto social y político, violencia y presencia militar han frenado el desarrollo de Guerrero. Durante años, los comentaristas han emitido certificados de defunción para Acapulco, pero la ciudad ha demostrado ser resistente. La destrucción causada por Otis no será una excepción. La verdadera pregunta es si la reconstrucción podrá por fin salvar la brecha entre los dos Acapulcos.

Traducción: Ligia M. Oliver

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