Megayates: medioambientalmente indefendibles. El mundo debe prohibirlos
Se calcula que el megayate Eclipse, diseñado a medida por Roman Abramovich, vale más de 800 millones de dólares. Foto: Valéry Hache/AFP/Getty Images

Los ricos miraban sus superyates y decidían que no eran suficientes. La nueva generación de megayates, de al menos 70 metros de eslora, puede ser de los bienes muebles más caros jamás creados.

Se calcula que el Eclipse, megayate diseñado a medida por Roman Abramovich, vale más de 800 millones de dólares. Cuando se cansa de su piscina, su submarino y su blindaje, puede utilizar uno de sus helipuertos para volar hasta el Solaris, de 475 millones de dólares, que también posee. Por el camino, quizá pueda ver el Azzam, de 600 millones de dólares, encargado por el expresidente de los Emiratos Árabes Unidos.

El sector de las embarcaciones de lujo también ofrece otras opciones: El Kismet, por ejemplo, puede comprarse por 184 millones de dólares. En cualquier caso, los bolsillos tienen que estar bien llenos: los gastos de funcionamiento pueden superar el 10% del precio de compra del barco cada año.

Hay mucho más en juego en este floreciente mercado que los precios de compra de estos yates. Los megayates son una plaga creciente en nuestras sociedades, y el mundo estaría mejor sin ellos.

En primer lugar, poseer un megayate es la actividad más contaminante a la que puede dedicarse una sola persona. Los yates de Abramovich emiten más de 22 mil toneladas de carbono al año, más que algunos países pequeños. Ni siquiera un vuelo de larga distancia todos los días del año o la climatización de un palacio en expansión se acercarían a esos niveles de emisiones.

La mayor parte de estas emisiones se producen tanto si un yate viaja a alguna parte como si no. El mero hecho de poseer uno, o incluso de construirlo, es un acto de enorme vandalismo climático. A ello ayuda, por supuesto, que los yates estén actualmente exentos de la mayoría de las normas sobre emisiones supervisadas por la Organización Marítima Internacional. Esto tiene que cambiar.

En segundo lugar, los megayates son un potente símbolo de un mundo corroído por una desigualdad excesiva. Mientras millones de personas viven en la pobreza alimentaria y energética, los multimillonarios se dedican a encargar los bienes de consumo más extravagantes jamás creados, simplemente para cambiar de aires lejos de su megamansión. Los costos anuales asociados a la propiedad de un yate de 400 millones de dólares, por ejemplo, bastarían para hacer funcionar un pequeño hospital en Estados Unidos o para administrar 10 millones de vacunas contra la malaria en África.

Bill Gates podría ganarse algunos elogios por limitarse a alquilar, en lugar de comprar, megayates. Pero los 2 millones de dólares que al parecer se ha gastado en una semana de alquiler estarían mucho mejor dedicados al objetivo de su fundación de acabar con las enfermedades tropicales.

En tercer lugar, los megayates protegen a sus propietarios del escrutinio público, lo que explica por qué Tiger Woods llamó a su barco Privacidad. Y lo que es mucho más grave, los megayates protegen a los propietarios sin escrúpulos del alcance de la ley. Los guardias armados y los cristales ahumados a prueba de balas son un antídoto eficaz contra las miradas indiscretas de las fuerzas del orden, y es difícil actuar ante la sospecha de delitos cuando una embarcación puede salir de las aguas territoriales de un país en un momento.

No es de extrañar, por tanto, que los megayates se hayan asociado a delitos como el lavado de dinero, la prostitución y el consumo de drogas ilegales. Los miembros de la tripulación están obligados a firmar acuerdos de confidencialidad que les impiden denunciar. Esto puede explicar por qué el 80% de ellos declaran tener la moral baja.

Si los megayates son un problema, ¿qué se puede hacer? Una de las propuestas es gravar con un impuesto elevado los grandes yates. La propuesta tiene mérito, pero presenta dos inconvenientes: en primer lugar, si uno puede permitirse comprar un megayate, probablemente también pueda permitirse pagar el impuesto correspondiente. Si los megayates están alimentando la catástrofe climática, gravarlos con impuestos podría no ser suficiente.

En segundo lugar, el hecho de que los propietarios de yates puedan elegir bajo qué pabellón navegar, y puedan izar una bandera de conveniencia si así lo desean, significa que sería extremadamente difícil aplicar un impuesto de este tipo.

Una alternativa sería simplemente dejar de construirlos. En el caso de las armas nucleares, nuestra seguridad colectiva ha avanzado gracias a los tratados de no proliferación, que socavan la propagación de los misiles y fomentan su retirada gradual. Algunos activistas, académicos y políticos sostienen que este enfoque debería aplicarse ahora a los combustibles fósiles, que suponen una amenaza igual de grave para nuestro futuro. Un tratado de no proliferación de megayates supondría que los países se comprometieran a dejar de construir embarcaciones de un tamaño determinado.

Sin embargo, cualquier planteamiento eficaz tendrá que dirigirse también a los yates existentes, y no sólo a los nuevos. Su enorme huella de carbono hace que los megayates contribuyan de forma catastrófica a la crisis climática por el mero hecho de existir.

Una opción es prohibir el acceso de los megayates a los puertos o incluso a las aguas territoriales. La ciudad italiana de Nápoles, por ejemplo, ha prohibido recientemente el acceso a sus puertos a los yates de más de 75 metros. Cada megayate que se retira como resultado de esta presión, y cada nuevo pedido que se cancela, representa una victoria para el clima.

Si los dirigentes se niegan a actuar, está claro lo que vendrá después. Al igual que los megayates llegaron para desplazar a los superyates, los multimillonarios del mundo ya tienen la vista puesta en su próximo premio: el gigayate.

  • Chris Armstrong es catedrático de Teoría Política en la Universidad de Southampton (Reino Unido) y autor de A Blue New Deal: Why We Need a New Politics for the Ocean y de Global Justice and the Biodiversity Crisis: Conservation in a World of Inequality de próxima publicación.

Traducción: Ligia M. Oliver

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