China y EU juegan limpio por ahora, pero existe conflicto: deben acordar la paz
Una fragata de la armada taiwanesa lanza un misil de fabricación estadounidense durante un simulacro en 2022. Foto: AFP/Getty Images

El ambiente en la región Asia-Pacífico es menos alarmante que hace un año. Washington, Estados Unidos, y Pekín, China, vuelven a hablar. También lo están Canberra y Pekín.

Estados Unidos está centrado, externamente, en Medio Oriente y en la guerra entre Rusia y Ucrania e, internamente, en las elecciones presidenciales de este año. China está preocupada por estabilizar y dinamizar su economía nacional.

Por el momento, Pekín, China, ha silenciado en gran medida a sus diplomáticos guerreros lobo, Washington, Estados Unidos, se ha mostrado menos acusador y ninguna de las partes parece dispuesta a intensificar las tensiones, ya sea sobre Taiwán, el comercio o cualquier otra cuestión.

Pero nada de esto es motivo de complacencia, ni en Australia ni en ningún otro lugar de nuestra región. La competencia estratégica entre Estados Unidos y China sigue siendo muy real, y Washington no está dispuesto a reconocer ningún límite a su larga supremacía mundial y regional.

Pekín está manifiestamente decidido a desafiar esa supremacía, respaldando su retórica con una expansión y modernización muy significativas de su capacidad militar, incluida la nuclear. Taiwán, el Mar de China Meridional y la península de Corea siguen siendo peligrosos focos potenciales de conflicto.

La triste realidad es que las naciones pueden caminar sonámbulas hacia la guerra, incluso cuando el interés propio racional y objetivo de todas las partes clama contra ella.

La beligerante retórica nacionalista, diseñada principalmente para el consumo político interno, puede generar reacciones exageradas en otros lugares. Las pequeñas provocaciones pueden generar un ciclo creciente de reacciones de mayor envergadura. El gasto preventivo en defensa puede desembocar en una carrera armamentística en toda regla. Con más dedos nerviosos en los gatillos, los pequeños incidentes pueden convertirse en grandes crisis.

Y las grandes crisis pueden estallar en una guerra total, creando, en esta era nuclear, riesgos existenciales no sólo para sus participantes, sino para la vida en este planeta tal y como la conocemos.

Todo esto significa que ha llegado el momento de reforzar y consolidar los recientes avances para garantizar que no sean fugaces y transitorios. Lo que hace falta es un compromiso abierto, no sólo retórico, tanto de Estados Unidos como de China para vivir juntos y en cooperación, tanto a escala regional como mundial, en un entorno en el que ambas partes se respeten como iguales y ninguna pretenda ser el superior indiscutible.

Un acuerdo así no es fruto de la fantasía. Ya lo hemos vivido antes. La tregua entre Estados Unidos y la Unión Soviética, negociada por Richard Nixon y Leonid Brezhnev, duró hasta los años setenta. De ella surgieron importantes tratados de control de armamento y los acuerdos de Helsinki.

Ronald Reagan y Mijail Gorbachov la renovaron en la década de 1980. Es el enfoque de la coexistencia de superpotencias que siempre defendió el difunto Henry Kissinger, en lo que sigue siendo la parte más admirable e intachable de su legado, y que perseguía claramente en su publicitada última visita a China en julio de 2023.

Así que nosotros, y nuestros 50 firmantes australianos, creemos que es hora de que Estados Unidos y China inicien una nueva tregua global, comprometiéndose formalmente a tratarse mutuamente como iguales respetuosos, a resolver las diferencias de forma pacífica y a trabajar juntos para avanzar en bienes globales y regionales como el control de armas nucleares, la mitigación del calentamiento global, la lucha contra el terrorismo y la regulación cibernética.

Australia no está condenada a ser un actor secundario en esta empresa. Como mucho, somos, como casi todos nuestros vecinos regionales, una potencia intermedia, pero que en el pasado ha gozado de reputación como actor diplomático enérgico, creativo y eficaz, que ofrece soluciones constructivas a la resolución de complejos problemas internacionales.

Nuestra voz a este respecto se oirá mejor, como ha ocurrido en el pasado, si mantenemos una férrea independencia soberana en nuestra toma de decisiones, sin permitir que ni nuestra relación de alianza con Estados Unidos ni nuestra enorme dependencia económica de China nublen nuestro juicio sobre lo que más nos conviene a nosotros y a los demás.

Ser vistos como el chivo expiatorio de cualquiera de las partes es condenarnos a la impotencia diplomática y a la irrelevancia.

Nada de esto significa que Australia o cualquier otro país deba ignorar la posibilidad de que se produzcan los peores escenarios posibles. Tanto nosotros como los demás firmantes reconocemos que es un derecho y una responsabilidad de cada Estado crear el tipo de capacidad de defensa y las asociaciones que le permitan hacer frente a tales contingencias.

Apoyar la tregua y hacer todo lo que esté en nuestras manos para lograrla no significa apaciguamiento, pacifismo u optimismo sin sentido. Lo que sí significa es reconocer que la paz duradera siempre se consigue mejor con los demás que contra ellos.

Lograr el tipo de cambio de mentalidad que permita a ambas partes abrazar el espíritu y la sustancia de la tregua no será fácil, por supuesto: la supremacía continuada es un artículo de fe política en Estados Unidos, y a China no le resultará fácil dar un paso atrás en el Mar de China Meridional, por no hablar de Taiwán.

Pero las voces más tranquilas en ambos países, y hay muchas, reconocen que el camino hacia la paz y la prosperidad sostenibles no está en la confrontación, sino en la cooperación, lograda mediante la moderación y el equilibrio, la diplomacia y el diálogo.

Y son esas voces las que Australia debería alentar, sobre las que somos capaces de influir y a las que va dirigida nuestra declaración.

Bob Carr fue ministro de Asuntos Exteriores de Australia y el primer ministro de Nueva Gales del Sur que más tiempo ha permanecido en su cargo.

Gareth Evans fue ministro de Asuntos Exteriores de Australia de 1988 a 1996.

Traducción: Ligia M. Oliver

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