A los 12 años estaba en Auschwitz, mis padres y 7 hermanos fueron asesinados, así construí una vida
Ivor Perl sobrevivió al Holocausto, después pasó 50 años cuidando tranquilamente a su familia y sus negocios en el Reino Unido. Con el tiempo, empezó a sincerarse y a describir la suerte, la esperanza, la fe y la compasión que lo han ayudado a vivir.
Ivor Perl sobrevivió al Holocausto, después pasó 50 años cuidando tranquilamente a su familia y sus negocios en el Reino Unido. Con el tiempo, empezó a sincerarse y a describir la suerte, la esperanza, la fe y la compasión que lo han ayudado a vivir.
Acabamos de conocernos –me acabo de sentar– cuando Ivor Perl confiesa una profunda duda. “¿En qué medida ha ayudado en estos 80 años que nosotros hablemos?”.
Con “nosotros” se refiere a los compañeros supervivientes del Holocausto que han testificado sobre los horrores que presenciaron. Quiere saber si todas las pláticas en las escuelas, todas las entrevistas en los medios de comunicación, han logrado algo. “¿Puedes decírmelo?”
Le pido que responda su propia pregunta.
“Yo creo: nada“. Me insta a “ver alrededor del mundo”, a Ucrania, a Sudán, a la forma en que China trata a los musulmanes uigures. “Entonces me gustaría saber, ¿hay algo que el mundo ha aprendido de nosotros?“.
Es una forma sombría de empezar nuestra conversación. No obstante, el encuentro con Perl no tiene nada de sombrío. Tiene 91 años, pero parece 10 años más joven. Su apretón de manos es fuerte, su humor cálido, su interés total. Y, en esta brillante mañana, en una sala del campus de Jewish Care ubicado en el norte de Londres, donde tiene un “departamento para jubilados” cerca del Centro de Supervivientes del Holocausto, llegó dispuesto a hablar sobre el año o más que pasó, desde los 12 años, como prisionero en Auschwitz, así como en la red de subcampos de concentración de Dachau conocida como Kaufering, hace aproximadamente ocho décadas.
No es que siempre estuviera tan dispuesto a contar esta historia. Durante la mayor parte de su vida adulta, prácticamente no la mencionó. Hablaba de ella cuando se reunía con su hermano mayor, Alec; recordaban cómo era la vida en el viejo país, en la ciudad húngara de Makó, donde jugaban en la nieve durante el invierno y nadaban en el río Maros en verano, y recordaban a la familia que les fue arrebatada, su madre, su padre, sus cuatro hermanas y tres hermanos, todos ellos asesinados por los nazis. Pero a los demás les contó poco.
Ni siquiera con su esposa, que falleció en 2016, habló de ello “en profundidad”. Con sus hijos, incluso menos. Ellos no le preguntaban y él no lo contaba. “Ellos no querían hacerme daño y yo no quería hacerles daño. Y, de todas formas, pensé: solo hay una forma de seguir adelante”. ¿Cuál es? “Sacudirse y seguir con la vida lo mejor que se pueda“.
Y así, al igual que muchos supervivientes del Holocausto, se preocupó más por el presente y el futuro que por el pasado inmediato. Cuando llegó a Inglaterra en noviembre de 1945, formando parte de un grupo de huérfanos, empezó a forjar una nueva vida. “En mi juventud, me preocupaba más ganarme la vida. Quiero decir, vamos, empecé sin nada”.
Funcionó. Creó una próspera –”relativamente”, insiste él– empresa de confección de ropa; tuvo cuatro hijos (y ahora tiene seis nietos y cuatro bisnietos). Durante medio siglo, el pasado se quedó en el pasado, hasta que ya no pudo ser contenido.
En 1995, su sinagoga organizó un evento para conmemorar el 50 aniversario del final de la guerra. Habían invitado a un superviviente para que hablara sobre el Holocausto, pero, cuando faltaban 15 días, el invitado canceló su participación. La sinagoga recurrió a Perl. Lo que siguió después fueron “dos semanas de introspección y sueño interrumpido”. Pero habló. Y siguió hablando, principalmente en las escuelas, para terminar plasmando sus recuerdos en un relato dirigido inicialmente solo a su familia. Ese texto acaba de ser publicado en un volumen delgado y memorable de los testimonios del Holocausto titulado: Chicken Soup Under the Tree.
El libro cuenta la historia de un niño atrapado por el último movimiento de la red nazi. En la primavera de 1944, semanas antes del desembarco del Día D, cuando se vislumbraba el final de la guerra, los nazis trasladaron su guerra contra los judíos a Hungría, donde reunirían y deportarían a más de 400 mil hombres, mujeres y niños judíos en solo 56 días, subiéndolos a trenes de carga que se dirigían a Auschwitz.
Para el joven Yitzchak Perlmutter, esa perspectiva no era aterradora, sino que, le avergüenza admitirlo, casi emocionante. Pocas veces había viajado en tren, por lo que se trataba de una novedad, aunque esta desaparecería al cabo de varios días sin comida, agua ni instalaciones sanitarias. Además, él y los demás creían que, independientemente de lo que les deparara ese misterioso lugar llamado Auschwitz, “habíamos sufrido tanto que cualquier cosa debía ser mejor que lo que teníamos ahora”. Por eso, cuando les dijeron: “Van a ir a Polonia”, pensó: sí, vamos.
Cuando el tren se detuvo en Auschwitz, Ivor fue uno de aquellos que escucharon –y entendieron– la advertencia en lengua yiddish que los prisioneros del andén susurraban a los vagones, instando a los niños que viajaban dentro a que dijeran que eran mayores de lo que eran. Él fingió tener 16 años y así lo enviaron a la derecha, a ser esclavo. A los que enviaban a la izquierda, entre ellos su madre, su hermana menor y su hermano pequeño, los llevaban en masa a las cámaras de gas.
En Kaufering lo hacían trabajar duro, construyendo un búnker subterráneo y le encargaban cargar sacos de cemento que eran demasiado pesados para su espalda de 12 años. (Otros prisioneros le indicaron que pasara el turno escondido en una cueva cercana, para que pudiera esquivar el trabajo imposible). Sin embargo, en Auschwitz, los trabajos forzados se habían acabado casi por completo cuando él estuvo allí. Lo recuerda como un campo de espera, donde los prisioneros aguardaban hasta que llegaba una orden de otro campo de concentración, o fábrica, que exigía un nuevo suministro de esclavos.
Así pues, el niño de Makó pasaba gran parte del día “vagando”, haciendo frente a los piojos, las enfermedades y el hambre implacable que todo lo devoraba. Es sincero al respecto, y habla de forma realista sobre cómo el hambre cambia a una persona, despojándola de cualquier consideración excepto el instinto básico de supervivencia. “Yo era un animal. Solo quería vivir… La persona que estaba a tu lado moría, tú te despertabas en la mañana, eras feliz. Pellizcaba sus zapatos, le quitaba su ropa. Era tan joven”.
Por supuesto, esta era la intención de los nazis. “Me dieron un número. ¿Con qué motivo? Obviamente, para deshumanizarnos. Y fueron muy exitosos en ello“.
El número de Perl era el 112021, pero no lo lleva tatuado en su brazo. Cuando llegó el día de marcarle los dígitos en la piel, había una larga fila y no había tiempo para tatuárselos a todos. Al día siguiente, los tatuadores se quedaron sin tinta. Una semana después, estaba en la fila cuando sonó una sirena antiaérea y los prisioneros recibieron la orden de regresar a las barracas. El momento había pasado.
A continuación, me cuenta algo extraordinario. Aproximadamente una década después de su llegada a Inglaterra, en la década de 1950, pensó seriamente en hacerse él mismo el tatuaje. “Muchas, muchas veces. Me avergüenzo de mí mismo. Iba a ponerme mi número. Porque sentía que no había pagado el precio”. Sin el tatuaje, sentía que no era “un auténtico superviviente”.
Llegamos a la pregunta que con frecuencia incomoda a quienes soportaron la experiencia de los campos de concentración: ¿cómo sobrevivieron? Según mi experiencia, a los supervivientes del Holocausto no les gusta la pregunta, porque si nombran algún rasgo de carácter o cualidad específica, entonces se da a entender que aquellos que murieron por millones carecían de esa cualidad, lo cual resulta dolorosamente parecido a sugerir que la muerte de las víctimas fue culpa de ellas mismas, que su destino estaba en sus manos. Nunca fue así.
Como tal, la primera respuesta suele consistir en una palabra: suerte. Los nazis eran tan arbitrarios en su crueldad que la decisión de qué recluso era golpeado hasta la muerte, o fusilado, o enviado a la izquierda, podía ser el resultado de un capricho. La supervivencia era absolutamente aleatoria.
Sin duda, cuando le hago la pregunta a Perl, recuerda una discusión que escuchó hace 20 años entre dos estudiosos del Holocausto. “Llegaron a dos conclusiones que me parecieron muy ciertas. Nadie sobrevivió a los campos de concentración sin suerte. Pero no todos los que tuvieron suerte sobrevivieron“.
En su caso, la explicación está estrechamente relacionada con su hermano mayor. En un momento determinado, Ivor se encontraba en la enfermería del campo de concentración, una clínica de la que rara vez salían los pacientes. Tenía tifus y llevaba ahí dos días cuando Alec, con la ayuda de un prisionero judío polaco, llegó para rescatarlo. Su hermano lo sacó sobre sus hombros. “Nos apoyamos mutuamente. Quiero decir, estoy vivo por las veces que me salvó literalmente de las fauces de la muerte”.
Su hermano también protagonizó un episodio que perdura en la memoria. Los dos estaban discutiendo cuando uno de los kapos –funcionarios elegidos entre los presos, muchas veces delincuentes convictos– les ordenó pelearse. El kapo los obligó a golpearse con fuerza, hasta que se quedaron de pie con “lágrimas cayendo por nuestros rostros de la vergüenza y el dolor, golpeándonos hasta que él quedó satisfecho”. Tenían 13 y 15 años.
¿Qué otra cosa, aparte de la suerte y la presencia de un hermano mayor, cree que le permitió sobrevivir?
“Esperanza, tenías que tenerla. Estoy convencido de que todos nosotros, sin esperanza, no habríamos durado ni un día“. La fe también desempeñó un papel. Recuerda un momento en que, hacinados en aquel vagón de ganado del tren, él y sus compañeros judíos divisaron lo que ahora sabe que eran las estelas de condensación de un avión. “Al no haber presenciado antes un fenómeno de ese tipo, pensamos que era una señal de Dios”, escribe en el libro. “Por supuesto, la mayoría quería creer que era un buen presagio. La situación era tan desalentadora que nos aferrábamos a cualquier cosa que pudiera dar sentido a nuestro aprieto“. De algún modo, la fe de Perl no lo abandonó del todo, a pesar de todo lo que había visto. Todavía reza en una sinagoga, aunque no está seguro de si lo hace “con el corazón o con la cabeza”.
Le pregunto si cree en Dios. Me responde que es “una pregunta muy buena y peligrosa”. ¿Puede responderla? “Lo único que puedo decirte es que, cuando me muera y escuche cómo caen los clavos, podré encontrarlo y preguntarle a Él, al de arriba, o a quien sea, de qué se trató todo eso. Porque aquí no te lo puedo decir”.
Es posible que una ceguera voluntaria desempeñara un papel en la supervivencia de Perl. Numerosos testimonios de la época sugieren que los judíos no solo no tenían ni idea del destino que les esperaba cuando llegaban a Auschwitz, sino que elegían reprimir el conocimiento una vez que lo habían adquirido.
Perl comenta que no sabía que asesinaban a la gente con gas, que convertían los cuerpos en humo y cenizas, ni siquiera cuando estuvo dentro de Auschwitz, y que no lo comprendió plenamente hasta después de la guerra. Como prisionero, vio las enormes chimeneas de los crematorios, pero cuando le preguntó a un compañero de reclusión qué eran, le dijeron que el edificio era una panadería. Llámenlo mecanismo de afrontamiento o estrategia de supervivencia, pero la represión de ese conocimiento –y el conocimiento de que la mayor parte de su familia había sido asesinada– quizás le ayudó a vivir de un día a otro.
Incluso después de la guerra, gradualmente comenzó a ser consciente de su duelo, a medida que las diferentes vías de investigación –la búsqueda de información sobre sus padres y hermanos a través de la Cruz Roja y otros organismos– llegaban a callejones sin salida. Fue durante un servicio religioso del Yom Kippur (Día de la Expiación) en un campo de personas desplazadas, en una congregación de miles de judíos afligidos de forma similar, cuando finalmente entendió que su familia se había ido para siempre.
Una vez en Inglaterra, no había orientación ni terapia para quienes habían sufrido el mayor trauma imaginable. “No dejo de pensar: Ojalá hubiéramos tenido eso en cuanto llegabas de los campos de concentración, en lugar de que esperaran hasta después de que formaras tu familia”. Hace referencia a la terapia que ha recibido en los últimos años. ¿Le ha ayudado? “Si quiero ser sincero, no. Porque el dolor que está ahí, está ahí. No es… Lo estoy controlando. Tengo que controlarlo. Lo he controlado. Y ellos no pueden responder la pregunta, tal como yo pregunto: ¿ayuda hablar de ello?”.
Me dice que no siente enojo, ni siquiera cuando se enfrentó cara a cara con los nazis y sus colaboradores. Pregunto, una vez más, si esto le ha ayudado a vivir. Recuerda cómo, después de la liberación, los estadounidenses llevaron a algunos hombres de las SS de vuelta al campo de concentración, permitiendo que los exprisioneros golpearan o lanzaran piedras a los que habían sido sus verdugos. Sin embargo, el joven Perl no participó. En su lugar, sintió “una mezcla de lástima y culpa”. ¿Por qué motivo habría de sentirse culpable? “Culpabilidad por tener esa necesidad de matar, de herir a alguien, de matar a alguien“.
Décadas después, fue testigo en el juicio por crímenes de guerra contra el guardia de Auschwitz, Oskar Groening. “Entra un hombre frágil y anciano con una andadera, una enfermera a cada lado. ¿Qué fue lo primero que pensé?” Su respuesta es compasión.
No afirma tener un don excepcional para la compasión. Cuando los estudiantes le preguntan: “¿Odia a los alemanes?”, él responde: “¿Por qué dices ‘los alemanes’? ¿Quiénes fueron mis guardias? Húngaros, ucranianos, polacos, franceses, estonios”. Si tomara ese camino, comenta, terminaría odiando a todo el mundo. “No, creo que lo que odio es lo que los seres humanos se permiten hacer”.
Esto no debería malinterpretarse como un estado de calma filosófica. Perl es claro y sincero al afirmar que lo atormenta ese año de su vida. Describe una visita a Sandringham: “Tienes un jardín hermoso con una cerca de alambre y bosques en la parte de atrás. ¿Qué crees que fue lo primero que me vino a la mente?”. El subcampo de concentración de Dachau, cercado en medio de un bosque, donde Perl estuvo recluido hace casi 80 años.
Ahora vive cómodamente, aunque su esposa y su hermano ya fallecieron. Tiene amigos; puede almorzar sentado en el exterior, en el jardín del campus. Hay gente joven en los alrededores, incluso chicos que visten el mismo atuendo religioso que él usó en Makó. “Durante las primeras semanas, me encantó. Pero ahora sigo pensando para mis adentros: yo tenía su edad cuando me llevaron. Y mis hermanas, mi madre. Siempre resurge. Nunca puedes olvidarlo”.