Glenda Jackson, actriz y política, murió a los 87 años
La singular pasión de Glenda Jackson encendió actuaciones e 'Mujeres apasionadas' o 'El rey Lear' e impulsó su carrera de 23 años como diputada.
La singular pasión de Glenda Jackson encendió actuaciones e 'Mujeres apasionadas' o 'El rey Lear' e impulsó su carrera de 23 años como diputada.
Glenda Jackson murió a los 87 años tras “una breve enfermedad” en su hogar en Londres.
En un comunicado, su agente, Lionel Larner, informó: “Glenda Jackson, actriz ganadora de dos premios Oscar y política, falleció en paz en su casa en Blackheath, Londres, esta mañana tras una breve enfermedad en compañía de su familia”.
Jackson dominó los estrechos mundos del teatro y la pantalla como si se tratara de un coloso durante seis décadas. Aunque un homenaje shakesperiano de este tipo sin duda habría hecho que la famosa y malhumorada actriz recurriera a su conocido dicho:
“Oh, por favor. Dios mío, no”, nada menos que eso sería suficiente para una estrella que emergió de una pausa de 23 años en su carrera para interpretar El Rey Lear a la edad de 82 años.
No solo ganó el premio de teatro Evening Standard por dicha interpretación, sino que hizo que el público se pusiera de pie cuando hizo honor a su feroz reputación con un ataque dirigido al patrocinador de los premios. Durante décadas, el periódico la despreció como actriz y se opuso a ella en su calidad de diputada, explicó Jackson, “por lo que me quedé pensando en qué hice mal”.
Jackson comenzó su vida en Birkenhead, Merseyside, en 1936, siendo la primera de cuatro hijas nacidas de un padre albañil y una madre que trabajaba como empleada de limpieza. Sus primeros sueños de convertirse en bailarina se vieron frustrados cuando se volvió demasiado alta, y a los 15 años dejó la escuela de gramática para señoritas de West Kirby para trabajar en la zona de producción de Boots.
Tras descubrir que le gustaba actuar, y después de que una amiga la convenciera de unirse al grupo de teatro local Townswomen’s Guild, presentó su solicitud para la única escuela de teatro que conocía, Rada, con la condición de que solo podría permitirse ir a la escuela si conseguía una beca. Y así fue. Todavía era estudiante de la escuela cuando debutó profesionalmente en el teatro en la ciudad costera de Worthing en 1957, en una obra de dos partes de Terence Rattigan, llamada Separate Tables.
Sus seis años de trabajo como actriz y directora de escena en teatros de repertorio de todo el país le valieron la atención de la compañía Royal Shakespeare Company (RSC), a la que se incorporó en 1964, justo cuando el director Peter Brook estaba dejando huella con una temporada titulada Theatre of Cruelty (Teatro de la crueldad). Brook la eligió para la obra Marat/Sade, de Peter Weiss, en el papel de una prisionera encargada de interpretar a Charlotte Corday, la asesina de Marat, una interpretación que el dramaturgo David Edgar recordó años más tarde como una de las mejores que había visto jamás, en una producción que “cambió el teatro británico para siempre”.
Reinterpretó el papel en una película en 1967, momento en el que ya había debutado fugazmente en la pantalla en El ingenuo salvaje, de Lindsay Anderson. Su carrera cinematográfica comenzó en serio dos años después, cuando su interpretación de la toscamente sexual Gudrun, en la adaptación de Ken Russell de la novela de DH Lawrence Mujeres apasionadas, la hizo ganar el primero de sus dos premios Oscar a mejor actriz, que no recogió. Posteriormente explicó que le había legado sus estatuillas a su madre, cuyo feroz pulido no tardó en quitarles el brillo.
Cuando terminó de filmar Mujeres apasionadas, estaba embarazada de seis meses de su hijo Dan, el único hijo de su matrimonio de 18 años con el también actor Roy Hodges, reconvertido en comerciante de antigüedades. Sin embargo, en lugar de reducir su ritmo durante un tiempo, dos años después retomó su carrera interpretando numerosos papeles. Sus logros en 1971 incluyeron a la esposa ninfómana de Tchaikovsky en otra película de Russell, Los amantes de la música; a la reina Isabel I, en una influyente serie de televisión de seis episodios, titulada Elizabeth R, que la hizo ganar dos premios Emmy, y a una Cleopatra fanfarrona y escandalosa en el primero de una serie de papeles de comedia para el programa Morecambe and Wise Show de la cadena BBC. En 1973 ganó su segundo Oscar por su papel de la amante conflictiva Vicki en la comedia romántica Un toque de distinción.
Aunque denunció abiertamente la falta de buenos papeles para las mujeres, siguió encontrándolos hasta los 50 años, momento en el que tomó la sorprendente decisión de renunciar a todo y postularse como candidata al Parlamento. Desde su elección en 1992 hasta su renuncia en 2015, le dio la espalda a su anterior estrellato, dedicándose a representar a los electores del distrito electoral de Hampstead y Kilburn, en Londres, como diputada del Partido Laborista.
Cualquier ambición que pudiera haber tenido de desempeñar un papel principal en el gobierno se vio frustrada por su abierta oposición a la guerra de Irak. Las oportunidades para lucirse se limitaron a ocasiones como la muerte de Margaret Thatcher, cuando rompió el tono sentimental del protocolo parlamentario con su propio veredicto mordaz sobre una ideología de “avaricia, egoísmo, despreocupación por los más débiles, de ser agresivos, acérrimos”.
Tras su triunfal regreso al teatro como el Rey Lear, interpretó otro papel premiado, el de la viuda A, de 92 años, de andar arrastrado e injuriosa, en una nueva versión en Broadway de la obra Three Tall Women (Tres mujeres altas), de Edward Albee, y el papel de Maud, la protagonista enferma de Alzheimer de la película Elizabeth Is Missing (de la que la crítica de televisión Lucy Mangan, de The Guardian, escribió que la actriz estuvo “maravillosa, de un modo tan poco frecuente que solo puede provenir de un talento de gran nivel y tan perspicaz como siempre, más cuarenta años de perfeccionamiento de su técnica, afilando ambas cuchillas con ochenta años de experiencia vital”).
En sus últimos años dejó su fortaleza en el norte de Londres por el sótano de la casa en el sur de Londres de su hijo, Dan Hodges –actual columnista de política cuyas opiniones diferían notablemente de las de ella–, donde se dedicó a la jardinería, vio crecer a su nieto y siguió lanzando el más fino desprecio sobre cualquier insensatez o hipocresía pasajera.