El escándalo de los ‘falsos positivos’ que acabó con un héroe militar de Colombia
El escándalo de los "falsos positivos", dio una falsa esperanza a un país que enfrentó décadas de conflictos guerrilleros. Foto: EFE

Mariana Palau/The Guardian

Una fría tarde de octubre de 2008, Jaqueline Castillo no podía dejar de ver frente a sus pies una fosa común en el norte de Colombia, en la región de Santander. Cinco cuerpos, desnudos y sucios, estaban encimados como sacos de papas. Los médicos forenses, vestidos con trajes blancos, mascarillas y guantes de hule, los sacaban de uno en uno. Los colocaron junto a ella y le pidieron que examinara las caras.

Castillo buscaba a su hermano, Jaime, que había desaparecido unos meses antes en Bogotá, a unos 600 km de distancia. Su cuerpo fue el último que sacaron de la fosa. Cuando lo colocaron junto a ella Castillo cayó de rodillas, gritando. Los doctores le dijeron que eran un criminal, miembro de uno de los muchos ejércitos de guerrilleros que peleaban en contra del estado colombiano desde mediados de los 60s, y que había muerto en combate. Castillo sabía que eso era imposible. Su hermano era un mendigo indigente, no un insurgente guerrillero.

Castillo no lo supo entonces, pero estaba parada junto a la fosa común de los llamados “falsos positivos”. Se trataba de personas inocentes que el ejército colombiano había ejecutado extrajudicialmente y etiquetado como combatientes enemigos. Nadie sabe exactamente cuántos jóvenes se convirtieron en falsos positivos. El reporte más reciente de la oficina del procurador general de Colombia dice que, entre 1988 y 2014, mataron a cerca de 2,248 personas. Los reportes de diversas organizaciones de derechos humanos calculan que el número podría ascender a 5 mil o más personas. Las víctimas eran por lo general hombres jóvenes y pobres, algunos con problemas de aprendizaje. Les prometían trabajo en lugares lejanos y los “reclutadores” los llevaban. El ejército pagaba a los “reclutadores” para que buscara posibles blancos. Luego los asesinaban.

Al principio, sólo un pequeño número de soldados participó en los asesinatos, creen los expertos, y tenían mucho cuidado al encubrir sus crímenes. Pero desde mediados de la década de los 2000 hasta finales, los soldados que asesinaban civiles eran tantos y tan descarados que era inevitable que sus atrocidades se mantuvieran ocultas.

Detrás de los asesinatos está la política del gobierno que quería vencer, a toda costa , a los movimientos guerrilleros de las FARC con los que llevaba décadas peleando. Desde principios de la década de los 2000s, el ministro de defensa y el ejército daban prioridad al conteo de cuerpos antes que a otra cosa. Ofrecían a las unidades militares una serie de recompensas, como dinero, medallas, o vacaciones, si conseguían un elevado número de cuerpos, indica Human Rights Watch. Los soldados que mataban seis “enemigos” o más podrían obtener bonos por 30 millones de pesos colombianos, que entonces valían 15,000 dólares. Esto se convirtió en un sistema de incentivos perversos que llevó a los soldados a matar civiles vulnerables.  Más impactante que la escala de crímenes en el caso de los falsos positivos, es la banalidad del motivo. Miles de civiles murieron sólo para que los soldados que los asesinaban tuvieran más vacaciones o más dinero.

Cuando la confirmación del escándalo llegó a la prensa en 2008, semanas después de que Jaqueline Castillo identificara el cuerpo de su hermano, se sacudió la imagen que Colombia tenía de sí misma de ser una nación que se sobrepuso a las brutalidades del pasado y se convirtió en un estado próspero y moderno. “Los falsos positivos mancharon el récord del gobierno de combatir con éxito a las insurgencias”, dijo Kyle Johnson, investigador en la fundación Conflict Responses. “El país dio un gran paso atrás en lo que respecta a los derechos humanos”.

Después de más de diez años de que se descubriera la magnitud de los asesinatos de los falsos positivos, el escándalo sigue dando vueltas en Colombia.  En el centro de todo está el oficial militar más famoso y controvertido de la historia reciente de Colombia, el General Mario Montoya. Durante años, Montoya fue uno de los héroes más queridos de la nación. Bajo su liderazgo, el ejército propinó los golpes militares a las FARC que después los llevaron a la mesa de negociación en 2016, y se dio fin a 5 décadas de conflicto armado. Pero fue también bajo el mando de Montoya, entre 2006 y 2008, que la práctica de matar civiles inocentes escaló.

Debido al alto rango de Montoya, su juicio se ha convertido en un símbolo de justicia para los activistas de los derechos humanos y las familias de los falsos positivos, y 12 años después de que estallara el escándalo, finalmente el tribunal para crímenes de guerra de Colombia lo va a investigar. Si se descubre que tuvo participación en los asesinatos extrajudiciales, podría recibir sentencia de hasta 20 años. Pero dentro del ejército, muchos creen que el general es un chivo expiatorio de los pecados de los funcionarios de gobierno, algunos de mayor alto rango que él y que también tienen que ver en el escándalo.

Un juicio pospuesto, pero relevante

El juicio de Montoya, que a causa de la pandemia del coronavirus se pospuso hasta el próximo año, va a tener grandes implicaciones políticas. Él representa al uribismo, el movimiento belicista conservador dirigido por el expresidente Álvaro Uribe, quien quería destruir inmediatamente a las guerrillas. Durante los últimos años, Uribe y sus seguidores han organizado una oposición agresiva en contra del acuerdo de paz de 2016. Los uribistas consideran que es demasiado benigno con las guerrillas.

Estas divisiones políticas crecerán con el juicio de Montoya. Uribe considera que Montoya es un héroe, y dice esperar que el general no sufra injusticias a manos del tribunal de crímenes de guerra. Si queda libre, los uribistas lo verán como momento de triunfo, como la reivindicación de las políticas militares agresivas que Uribe seguía cuando era presidente. Pero su encarcelamiento significaría que el estado, durante el gobierno de Uribe, era perpetrador de crímenes en contra de la humanidad. Eso acabaría con la legitimidad de un gobierno que muchos colombianos consideran salvó a su país.

Los miembros de las fuerzas armadas de Colombia suelen decir que existen dos clases de soldados. El primero es el soldado intelectual que se preocupa por la política y las leyes.  Se incorpora a la batalla porque es su deber, pero prefiere estar tras un escritorio. El segundo es el soldado tropero, que se aburre en el escritorio y anhela el combate. A primera vista, con su pelo gris, cejas pobladas y lentes, Mario Montoya parece un intelectual. Pero los que han estado cerca dicen que es por naturaleza un guerrero en un país cuya historia, hasta hace poco, se ha definido con el conflicto armado.

Montoya nació en 1949, al inicio de de una década de guerra civil conocida como la violencia, y en la que murieron más de 200 mil personas. A finales de la década de los 1950s, los partidos dominantes de Colombia, el Liberal y el Conservador, dieron fin a la guerra con un acuerdo para compartir el poder formando una coalición llamada Frente Nacional.  El resto de los partidos y de las ideologías quedaron hechos a un lado, y pronto comenzó un nuevo conflicto, esta vez entre el gobierno del Frente Nacional y los grupos de izquierda que querían derrocarlo.  De aquí surgió el más poderoso de estos grupos. En 1964 se fundaron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC.

Un sueño marxista en la selva

Los miembros fundadores de las FARC eran campesinos que querían establecer una república independiente en el centro sur de Colombia. Inspirados por Marx y Lenin, querían liberar a su país de la influencia del capitalismo americano. Para 1980, las FARC se habían convertido en el grupo de guerrilla más grande  de América Latina, y una de las organizaciones más grandes de tráfico de drogas en el mundo. Utilizaban las ganancias para financiar una guerra sofisticada en contra del gobierno. Para 1990, las FARC operaban como estado paralelo en Colombia, y extendían su influencia por una tercera parte del territorio.

En algunas partes de Colombia las FARC eran populares, especialmente en el sur, en donde contaban con el apoyo de muchas víctimas pobres. Pero cuando las FARC ganaron poder también adoptaron prácticas viciadas.  El grupo integraba menores a sus filas y sembraba explosivos por todas las zonas rurales de Colombia para proteger sus cultivos de coca. Los miembros de las FARC extorsionaron a los empresarios, masacraron civiles que no compartían sus creencias, y secuestraron a miles de personas, y exigieron durante años rescate por ellos..

Para los 1980s, muchos colombianos temían que las FARC ganaran la guerra. El ejército colombiano, al que se unió Montoya en 1971,  era una fuerza con malos elementos y pocas armas. Durante la segunda mitad del siglo XX parecía que eran incapaces de derrotar o siquiera contener a las FARC. “Carecían de disciplina, cohesión y moral para enfrentarse a las guerrillas”, dijo Juan Esteban Ugarriza, investigador del conflicto y la paz en la Universidad del Rosario, una de las principales universidades de Colombia.

Las cosas empezaron a cambiar en 1999, cuando el entonces presidente Andrés Pastrana aumentó a más del doble el presupuesto de defensa de Colombia, de 2% de PIB a 4.5%. También firmó el Plan Colombia, un paquete de ayuda multimillonario con EU destinado a atacar los cárteles de droga y las insurgencias de izquierda. Con más flujo de capital, las fuerzas armadas adquirieron armamento de última generación y tecnologías de inteligencia militar, liberaron a muchos de sus voluntarios y reclutaron, educaron y entrenaron a 89 mil más de sus propios soldados profesionales. Hoy en día el ejército cuenta con cerca de 200 mil integrantes. La fuerza policiaca, que también combatía insurgentes, creció y se militarizó.

Negociando con las guerrillas

Durante décadas, el gobierno colombiano trató de acabar con la violencia negociando con las guerrillas. En 2002, cuando Álvaro Uribe fue elegido, se convirtió en el primer presidente en años que creía que el conflicto de Colombia sólo podía resolverse con lo que él llamaba “puño de hierro”. Esa idea se convirtió en la base de su estrategia política llamada “seguridad democrática”, que buscaba que Colombia fuera más segura al extender agresivamente la presencia del estado y atacando a la guerrilla y a los grupos de narcotraficantes. Uribe tenía a su disposición algo que no tenían otros presidentes: unas fuerzas armadas remodeladas que tenían la capacidad de combatir a las FARC. Montoya, que encabezó el batallón antinarcóticos del ejército en los 1980s y sirvió como jefe de inteligencia y contrainteligencia a finales de los 1990s, se convirtió en el ejecutor más importante de la estrategia de Uribe.

En octubre de 2002, en una de las primeras aplicaciones de esta nueva estrategia, Uribe ordenó a Montoya liberar una ciudad perdida dentro de Medellín, la segunda ciudad más grande de Colombia, que las Farc tenían ocupada y se utilizaba como base para el negocio de narcotráfico del grupo. La Operación Orión se convirtió en la operación militar urbana más grande en la historia de Colombia. Su importancia simbólica y estratégica era clara. Uno de los objetivos a largo plazo de las FARC era hacer crecer su poder en las ciudades de Colombia, en donde vivía el 80% de la población.  Si lograban hacerlos retroceder con la incursión, el gobierno conseguiría una importante victoria.

Orión se consideró un éxito.  Las fuerzas armadas arrestaron a 355 miembros de la guerrilla, tomaron 150 propiedades y liberaron a 17 rehenes. Pero las acusaciones por asesinatos extrajudiciales siguieron inmediatamente. En 2003, una ONG que se especializa en la ley de  los derechos humanos, Corporación Jurídica Libertad, publicó un reporte que decía que 17 civiles fueron asesinados y al menos 80 fueron heridos durante la operación. Desaparecieron muchas personas cuyo número no se conoce con exactitud. El gobierno y el ejército siempre negaron que pasaran esas cosas en Orión.

Existen también alegatos de que el ejército recurrió a grupos paramilitares ilegales para obtener información de inteligencia para preparar Orión.  El paramilitarismo ha plagado Colombia desde los 1960s cuando el gobierno del Frente Nacional pasó una ley que permitía a los civiles tomar las armas para protegerse de las guerrillas. Los cárteles de droga de Colombia terminaron por absorber a estos grupos paramilitares y eran tan asesinos como las mismas guerrillas. Si Montoya tuvo colaboración con ellos durante Orión, quiere decir que al ejército no le molestaba operar por fuera de la ley. Montoya siempre ha negado cualquier colaboración con los paramilitares.

Informantes y campaña de desinformación

Le pregunté a un oficial del ejército que trabajó bajo las órdenes de Montoya en Medellín sobre el uso de informantes paramilitares durante Orión. “No vas a encontrar información en un convento”, me dijo. “Los únicos que te dirán algo son los mismos criminales”. El odio en contra de las FARC acababa con todo, dijo un abogado que trabaja en el caso de Montoya. “En la guerra en contra de las FARC, todo era válido”, me dijo “Éramos un país con el alma paramilitarizada”.

Hasta la fecha se mantiene la controversia en torno a esta operación que estableció los términos del debate en torno a la política de seguridad democrática de Uribe. “En términos de resultados, la política fue un éxito”, dijo un experto militar que trabajó con el presidente, porque le permitió al gobierno llevar la batuta en la guerra. “En términos de derechos humanos”, dice, “existen muchos hoyos negros”.

A donde quiera que fuera el ejército, las acusaciones por violaciones a los derechos humanos siempre surgían. A mediados de los 2000s, las ONG tenían quejas sobre las supuestas atrocidades que comentían los soldados durante las operaciones que comandaba Montoya.  Una agencia de vigilancia del gobierno realizó una investigación, pero señaló que Montoya no ordenó los asesinatos ni sabía que se estaban dando.

EN 2005, un año antes de que Montoya se convirtiera en cabeza del ejército, en una atrocidad no relacionada con el escándalo de los falsos positivos que surgiría después, los soldados de su brigada permitieron que los paramilitares masacraran a ocho civiles en San José de Apartadó, una pequeña región rural que supuestamente habitan seguidores de las FARC. Las víctimas fueron desmembradas y las partes de sus cuerpos fueron aventados al río. Tres de las víctimas eran niños. En un principio el gobierno culpó a las FARC de esta masacre. Pero en mayo de 2019, la suprema corte de Colombia desmintió esta aseveración y envió a prisión a seis soldados por su ‘participación’ en estos asesinatos.  El año pasado, un general del ejército se disculpó públicamente por la masacre. No queda claro si Montoya jugó algún papel en la masacre. Montoya siempre ha negado cualquier participación o conocimiento de lo que sucedió en San José de Apartadó. Por lo pronto, el tribunal de crímenes de guerra no evaluará su papel en esa masacre.

En 2006, Uribe nombró a Montoya jefe de la armada. Ese año, al menos dos ONG empezaron a publicar reportes que aseguraban que el ejército ha realizado durante años la práctica de los falsos positivos. Acusaron a la brigada que Montoya comandaba durante Orión de participar en esos asesinatos durante la operación y en otros en el este de Antioquía. El reporte y sus descubrimientos no obtuvieron mucha atención fuera de los círculos de las ONG o dentro del gobierno. “Nos trataron como extremistas de izquierda”, dijo Juan Diego Restrepo, quien es coautor de uno de los reportes. El gobierno niega todas las acusaciones que se hacen en los reportes.

El año siguiente, encontraron una fosa común en Putumayo, en el sur de Colombia. Los investigadores dieron a conocer que en la tumba se encontraron más de 100 víctimas de violencia paramilitar. Todos murieron durante la época en que Montoya era comandante en la región. El general nunca ha hablado en público del descubrimiento de esta fosa común.

Ninguno de estos reportes dañó la carrera de Montoya. Su éxito en el campo de batalla significaba que contaba con el apoyo de los colombianos, y de Uribe, del que se volvió muy amigo. Durante el período de Montoya como comandante, se realizaban al menos 100 incursiones militares al día en todo el país, más que en cualquier otro periodo de la historia reciente de Colombia. El general se convirtió en una figura mítica, famoso por su carisma y resistencia. Uno de sus antiguos ayudantes me dijo que durante los dos años que Montoya fue jefe del ejército, nunca se tomó un día libre y que siempre estaba en su oficina hasta tarde en la noche, incluso hasta la madrugada. Exigía resultados extraordinarios a los hombres bajo sus órdenes.Cada semana hacía un recuento de las unidades militares basado en el número de insurgentes que arrestaban, se entregaban voluntariamente o mataban.

Los insurgentes muertos eran los que más importaban. En julio de 2006, tres meses después del nombramiento de Montoya como comandante de la armada, se clasificó a las diferentes divisiones de la armada de acuerdo a su desempeño. La división mejor calificada reportó 379 muertes, 285 capturas de enemigos y 32 rendiciones voluntarias. La división peor calificada reportó más del doble del número de guerrilleros capturados o que se rindieron por voluntad propia pero sólo 67 muertes. Los que sirvieron bajo las órdenes de Montoya dicen que no vacilaba en pedir que se retiraran lo coroneles que no tenían buenos números. Durante las visitas a los batallones y brigadas, presionaba a los generales y coroneles para que entregaran mejores resultados.

La fama de Montoya llegó a la cima en julio de 2008, cuando ayudó a orquestar uno de los gambitos militares más dramáticos de la historia reciente. La operación Jaque se concibió seis meses antes, cuando un soldado en la unidad de inteligencia del ejército descubrió por accidente las frecuencias de radio que usaba el entonces comandante de las FARC con uno de sus subordinados, un guerrillero que recibía el apodo de Gafas. Él era el responsable de custodiar a los rehenes de más alto perfil de las FARC, un grupo de 15 personas que incluía a tres contratistas del ejército de EU y a Ingrid Betancourt, una ex candidata a la presidencia de nacionalidad francesa y colombiana. Algunos llevaban recluidos más de nueve años. Uribe se encontraba bajo una intensa presión internacional para liberar a estos rehenes por lo que eran una pieza invaluable de negociación para las FARC en las conversaciones con el gobierno para el desarme.

Una operación tras una gran producción

Ya confirmada la ubicación exacta de los rehenes, en el corazón del Amazonas colombiano, Montoya envió a 15 de sus mejores hombres a tomar clases de actuación en Bogotá para preparar la operación de rescate. En unos cuantos días, aprendieron a interpretar a extranjeros que llegaban al país en una misión de ayuda humanitaria. Las FARC confiaban en varias organizaciones humanitarias a causa de su estricta neutralidad. Por ejemplo, en algún momento permitieron que la Cruz Roja transportara los cuerpos de algunos rehenes que murieron en cautiverio. Algunos soldados aprendieron a hablar español con acentos australiano, italiano e iraní. Dos de ellos se hicieron pasar por periodistas, un reportero y un camarógrafo, de Telesur, el canal de noticias gubernamental de Venezuela que en ocasiones tenía acceso exclusivo a las FARC gracias a su presidente de izquierda, Hugo Chávez, que abiertamente apoyaba a las guerrillas.

Después, oficiales del ejército se hicieron pasar por operadores de radio y dieron la orden a Gafas de llevar a los rehenes al sitio en donde una misión humanitaria los llevaría con Alfonso Cano, el comandante supremo de las FARC. Dos días antes de la misión encubierta, Montoya llevó a sus soldados actores a Tolemaida, la base más importantes de las fuerzas armadas. En ese lugar, y cual director de teatro en un ensayo general, Montoya los hacía interpretar sus papeles una y otra vez, para asegurarse de que habían trabajado para cualquier escenario que se presentara.

El 2 de julio de 2008, la tropa de soldados actores de Montoya abordó dos helicópteros pintados de blanco para simular que eran de una organización humanitaria neutral, y se dirigieron a la jungla para encontrarse con Gafas y sus hombres. El equipo estaba preocupado. No sabían si las FARC les estaban siguiendo la corriente para tenderles una trampa. ¿Y si fallaba su actuación? “Todos, incluyendo el jefe de Montoya, la cabeza de las fuerzas armadas, “tenían dudas con respecto a la operación”, me contó el año pasado un coronel que participó en el equipo de Jaque.

De hecho, Gafas estaba tan encantado con los soldados actores que insistió en que se quedaran a comer. Algunos de los rehenes no eran tan ingenuos. Los rehenes estadounidenses al escuchar el acento hispano del “australiano” de la organización humanitaria se dio cuenta de que algo no andaba bien. Cuando llegó el momento de abordar el helicóptero de la “misión” se resistió a hacerlo, hasta que un soldado de la operación pudo acomodar algunas palabras sin despertar sospechas. “Confía”, dijo. “Nos vamos a casa”. Los rehenes abordaron el helicóptero, junto con Gafas y otro combatiente de las FARC.

A unos minutos del despegue, el equipo Jaque se fue encima de los miembros de las FARC.Los rehenes confundidos sólo veían que ataban a los guerrilleros. “Somos del ejército colombiano”, gritó uno de los miembros de Jaque. “Los hemos liberado”. No se disparó una sola bala.

La idea de un cambio

La operación fue un punto decisivo en el conflicto tan prolongado con las guerrillas y también definió la manera en que los colombianos veían a su propio país. Yo tenía 22 años cuando se dio a conocer la noticia del éxito de la Operación Jaque, y fue la primera vez que sentí patriotismo entre los colombianos. La gente salió a las calles de Bogotá sonando los claxones de los autos y ondeando banderas. Para muchos, Colombia empezaba a desprenderse de la imagen de ser un país violento, retrógrada, dominado por cárteles, guerrillas y paramilitares. El gobierno finalmente estaba venciendo a la insurgencia. Montoya le dio a los colombianos algo de que estar orgullosos.

Una fotografía de Montoya con el puño al aire y sonrisa de triunfo mientras guiaba a los rehenes a un avión en Bogotá se imprimió en todos los periódicos del país. Los medios internacionales difundieron un video de Montoya explicando la operación mientras Uribe y Juan Manuel Santos, el presidente y el futuro presidente,  permanecían de pie junto a él. Hasta la fecha, los medios colombianos y muchos servidores públicos celebran el Jaque cada año.  En la cámara baja del congreso se está discutiendo la aprobación de una ley para conmemorar cada año la operación Jaque, e incluso se habla de construir un monumento.

Pero la gloria del Jaque y de Montoya no duró mucho. Dos meses después, en agosto de 2008, el escándalo de los falsos positivos estalló.

El escándalo llevaba meses cocinándose. En julio de 2008, unos meses antes de que Jaqueline Castillo identificara el cuerpo de su hermano en la fosa común en Santander, un soldado colombiano le comunicó a la ONU una historia terrible. Afirmaba que la unidad a la que había pertenecido mataba civiles desde 2005, sino es que desde antes. Él mismo había participado en el asesinato de al menos un civil. Desertó del ejército y se convirtió en soplón cuando descubrió que su unidad había matado a su padre y lo había etiquetado como guerrillero. La ONU alertó de inmediato a la presidencia colombiana. Santos, entonces ministro de defensa, y Freddy Padilla de León, el comandante de las fuerzas armadas, se reunieron con el soldado y comisionaron una investigación interna para determinar si las acusaciones eran verdaderas. Los resultados de la investigación se presentaron unas semanas después, no encontraron evidencia de lo que el soplón decía.

El 25 de septiembre de 2008, un funcionario de alto rango del gobierno de la ciudad de Bogotá llamó a una conferencia de prensa. La oficial Clara López dijo que había encontrado los nombres de 11 jóvenes reportados como desaparecidos en un suburbio de Bogotá en la base de datos de guerrilleros muertos en combate. A López le parecía raro que los hubieran reportado muertos 48 horas después de que los vieran por última vez. Parecía imposible que la guerrilla hubiera reclutado a estos hombres, los hubiera entrenado y mandado a combatir en tan poco tiempo. Los periodistas empezaron a preguntar si el ejército había matado a los desaparecidos. Fue por esta época que se empezó a usar el término “falsos positivos” para estos asesinatos.

El descubrimiento de López parecía corroborar la historia del soplón. Esa misma semana se exhumaron los cuerpos de los 11 hombres de fosas comunes muy cercanas al lugar en donde Castillo encontró el cuerpo de su hermano. Santos y Padilla ordenaron una investigación más a fondo, encabezada por el inspector general de las fuerzas armadas. En octubre, los investigadores publicaron un reporte que el hermano de Castillo, los 11 jóvenes de Bogotá, y posiblemente cientos de otros  habían sido asesinados por el ejército. No se trataba de asesinatos a manos de unos cuantos soldados rebeldes. Se encontraron falsos positivos en todas las divisiones del ejército. El reporte no hacía mención de Montoya. Sólo se investigaba si se habían llevado a cabo los asesinatos extrajudiciales.

En el ejército y en el ministerio de defensa el escándalo se recibió con vergüenza. “”Fue su momento kafkiano”, dijo Armando Borrero, un experto en el ejército que alguna vez instruyó a Montoya en un curso para coroneles que serían ascendidos a generales. “Despertaron un día para darse cuenta de que eran un monstruo”.

Veintisiete oficiales del ejército, la mayoría de ellos de alto rango, que pertenecían o encabezaban las unidades incriminadas en el reporte fueron dados de baja de inmediato. A principios de noviembre de 2008, apenas cinco meses después de la Operación Jaque, Montoya renunció. No mencionó los falsos positivos en su carta de renuncia, pero ante un escándalo de esta magnitud, no podía mantener su empleo.  Para cuando se firmó el tratado de paz, al menos 21 oficiales de bajo y mediano rango ya habían sido acusados por los asesinatos extrajudiciales.

En el escenario internacional, el escándalo manchó la reputación del ministerio de defensa de Colombia y puso el peligro los miles de millones de dólares en ayuda militar que EU, su principal aliado, daba a Colombia año con año. Pero en Colombia, la gente se hacía de la vista gorda. Los periódicos más importantes y las revistas del país hablaban de los falsos positivos, pero no había manifestaciones o demandas para exigir la renuncia de funcionarios. El apoyo para el ejército se mantuvo. En mayo de 2009, una encuesta mostraba que el 79% de los colombianos tenían una opinión favorable del ejército. “Teníamos mucha fe en Uribe, y odiábamos tanto a las FARC”, dice Juan Diego Restrepo, quien es coautor de uno de los reportes sobre falsos positivos. “Y mientras el odio exista, una buena parte de Colombia pensará que lo que se hizo en contra de las FARC era legítimo, y que lo otro, los falsos positivos, eran un daño colateral”.

Acuerdo de paz y partido político

El conflicto con las FARC terminó en 2016, cuando firmaron un acuerdo de paz con el gobierno. A cambio de poner las armas, el gobierno aceptó que las FARC formaran su propio partido político, y reservaron 10 lugares en el congreso por los que las FARC podrían contender. Los términos del acuerdo de paz dividieron al país. Los votantes con mayor edad y conservadores, que apoyaban al expresidente Uribe, consideraban que el acuerdo era demasiado generoso. Los votantes más jóvenes y liberales pensaban que un acuerdo negociado era la única forma de acabar con la violencia en Colombia, aunque se tuvieran que hacer grandes concesiones.

Un elemento muy controvertido del acuerdo de paz fue la creación de un tribunal para los crímenes de guerra que investigaría crímenes en contra de la humanidad que se cometieron durante el conflicto. Se juzgaría a todos los que hubieran participado en crímenes, a las FARC, a las fuerzas armadas de Colombia, a los paramilitares e incluso a terceros. En total se juzgará a 2,744 oficiales del ejército, que pudieron haber estado involucrados en los falsos positivos o en otros crímenes de guerra o en crímenes en contra de la humanidad .Será el juicio militar más grande de la historia de Colombia. Montoya es el oficial de más alto rango que será juzgado por el escándalo de los falsos positivos.

Su caso es también relevante en el conflicto político en torno a el acuerdo de paz y el legado de Uribe. Si se retiran los cargos, la derecha lo tomará como reivindicación de Uribe. La izquierda espera que se encuentre culpable a Montoya, por la razón contraria..

Según Juan Esteban Ugarriza, investigador de conflicto y paz, los falsos positivos provocaron resentimiento dentro de las fuerzas armadas. Las figuras militares aseguran que durante la guerra contra las FARC, el ejército limitaba sus acciones, al menos en teoría, a causa de la estricta ley internacional cuando combatía en contra de actores que no pertenecían al estado y a los que no les importaban los estatutos. Muchos militares han expresado su temor por que se desate una guerra judicial en su contra, orquestado por la izquierda y las FARC.

Algunas personas que se oponen al juicio de los militares han tratado de resolver el asunto por su cuenta. La noche del 11 de enero de 2019, Alfamir Castillo, que no tiene relación con Jacqueline Castillo, la principal activista por la justicia en el caso, estaba sentada en el asiento trasero de su coche, cerca de la ciudad colombiana de Cali cuando dos hombres en motocicleta se acercaron y dispararon varias rondas a su vehículo. Castillo sobrevivió porque su coche estaba blindado. En 2018, el gobierno colombiano le asignó este coche y dos guardaespaldas a causa de las amenazas de muerte que había recibido. Las autoridades no han encontrado a los autores de las amenazas pero Castillo sabe muy bien quién quiere matarla. “Son los que no quieren que testifique en contra de Mario Montoya”, dice.

El hijo de Alfamir Castillo, Darbey Mosquera es un falso positivo. En 2008 lo ejecutó un grupo de soldados junto con otro pequeño grupo. Otro hombre sobrevivió al ataque porque la pistola del soldado que quería dispararle por la espalda se trabó y entonces él corrió y se escondió en la oscuridad. Vivió para contarle a Castillo cómo mataron a su hijo.

Castillo lleva años buscando justicia para su hijo, y para los otros falsos positivos. Ella considera que son víctimas de un crimen que cometió el estado colombiano en contra de la gente pobre y marginada. Su liderazgo y perseverancia le han valido el apoyo de abogados y activistas en favor de los derechos humanos.  Crearon un movimiento que intenta presionar al gobierno para que juzgue a los militares de mayor rango por los asesinatos, no sólo a la tropa. El primero en la lista es Montoya.

 Alfamir Castillo va a ser un testigo clave en  el juicio de Montoya, cuando finalmente se lleve a cabo. Es por eso que sus seguidores han tratado de silenciarla.

Montoya declinó hablar conmigo para este artículo, pero hablé con gente cercana a él. Un amigo personal lamenta su “pérdida de fuerza”. Me dijo que mientras espera el juicio, se le ve cansado y melancólico. En una audiencia preliminar sobre su papel en los asesinatos de falsos positivos en un tribunal de crímenes de guerra en junio de 2019, Montoya se declaró no culpable. Dice que no ordenó el asesinato de civiles y que los falsos positivos son víctimas de soldados flojos que querían engañar al sistema de recompensas del ejército.  Pero los fiscales y los abogados de las víctimas no dicen que Montoya ordenó los asesinatos extrajudiciales. Argumentan que Montoya es responsable de las muertes porque son consecuencia de su manera de dirigir el ejército al presionar de forma desproporcionada a los comandantes de unidad para que entregaran resultados. En un documento de sus políticas firmado en 2006 por Montoya, se lee claramente que “los muertos no son lo más importante, son lo único”. Montoya niega que su estilo de liderazgo provocara los asesinatos, y niega cualquier conocimiento sobre los asesinatos extrajudiciales.

Junto con el testimonio de  Alfamir Castillo, el caso en contra de Montoya dependerá de los testimonios de los soldados que recibieron condena por parte de sistema ordinario de justicia por asesinar falsos positivos. Algunos casos se revisarán ahora como parte del tribunal de los crímenes de guerra. En junio de 2019, un coronel dijo que Montoya le había sugerido que “sacara algunos cuerpos de la morgue, que les pusiera un uniforme y los presentara como resultado”. El coronel también dijo que su unidad estaba lista para entrar en combate todos los días y que el general demandaba “litros de sangre” ya que sólo le interesaba el número de muertos no su arresto.

Los seguidores de Montoya dicen que el coronel y los soldados mienten. Señalan que son asesinos recluidos, ya sentenciados a décadas de prisión por los falsos positivos y están tratando de asegurar sentencias reducidas por pasar la culpa de sus crímenes a figuras más importantes. Otros consideran que esos soldados han demostrado decir la verdad en otros asuntos muy importantes. En una serie de testimonios de diciembre de 2019, los soldados revelaron a los jueces la ubicación de otra fosa común de falsos positivos no descubierta. En ella, los investigadores del tribunal encontraron más de 70 cuerpos. 

Independientemente del resultado del juicio, habrá que ver si Colombia aprende de las lecciones del escándalo de los falsos positivos. Aunque las FARC entregaron las armas, todavía quedan grupos armados ilegales causando destrozos en todo el país. El gobierno prefiere combatirlos con ofensivas agresivas. Se han dado a conocer reportes del ejército que dicen que los soldados no tienen que “exigir perfección” a la hora de la ejecución de ataques letales en contra del enemigo, aunque existan dudas sobre sus blancos. No se han tomado medidas radicales para evitar que un escándalo como el de los falsos positivos vuelva a suceder.

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