Caras y gestos, gatos y desorden: lo que ve la maestra de yoga en las clases en línea
"El nivel de caos en la pantalla me da mucha información sobre lo que la gente podría necesitar". Ilustración: Eleni Kalorkoti / The Guardian

En mi pantalla tengo a quince personas acostadas en sus rectángulos. Les digo que aflojen la mandíbula y suavicen los músculos que rodean los ojos. Al mismo tiempo me comunico en silencio y con señas con una niña de cinco años que está en uno de los rectángulos. En la mañana la mamá de la pequeña me mandó un email: “Voy a tratar de hacer todo lo que pueda de la clase, a veces me lo permite, otras veces no”. En el siguiente cuadro aparece un gato que se acomoda en la espalda de su dueño mientras se encuentra en la pose del niño. En los otros mosaicos se ve un perro detrás del tapete de su dueño haciendo un desastre. Esto es lo que he aprendido de las clases que doy por Zoom: los niños y las mascotas son los amos de la casa.

Desde 2014 doy clases de yoga de tiempo completo. Antes de la pandemia mi vida como maestra de yoga en Londres me tenía manejando mi bicicleta por la ciudad antes de que saliera el sol para dar clase a las  7am y después recorriendo varios cafés o parques , dependiendo de la temporada, para dar una clase en unas oficinas a medio día. Después me iba a casa para tomar una siesta en una casa vacía y después me iba en bicicleta a mis clases de la tarde, para los que salían de trabajar. Cuando cayó la pandemia, yo, al igual que la mayoría de los maestros autoempleados, viví en pánico durante una semana pero rápidamente construí una nueva forma de trabajar por medio de las clases por Instagram en vivo y después encontré un ritmo de clases por Zoom que me ayuda a pagar la renta. Ahora, me despierto en mi recámara en el ático, bajo por una taza de té y me voy gateando al otro lado de mi recámara, bajo el techo inclinado para dar mi clase de yoga. La mayor parte del día me la paso tratando de esquivar a los compañeros de casa que usan sus cuartos como oficinas, y luego regreso a la cámara.

Durante el primer confinamiento me distraía mucho el movimiento de los cuadros del mosaico de la pantalla pensaba que era porque yo no podía hacer que la gente se concentrara. Ahora me queda claro que es un milagro que alguien pueda tomar una clase, para empezar, y luego hacerla completa sin que nadie interrumpa. En los días de clases en los estudios, que alguien se saliera del tapete o se diera la vuelta sobre su estómago para revisar rápidamente su teléfono era suficiente para pedirle que no lo hiciera, y si lo volvía a hacer, se le pedía amablemente que se retirara. Pero, al igual que con todo en los últimos 12 meses, las reglas ya no aplican.

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Las clases de yoga en línea tienen sus cosas buenas. Entra gente de todo el mundo, no sólo gente del mismo código postal. Uno de mis clientes corporativos tiene oficinas en todo el mundo, así es que veo la luz de las salas de Suecia y el atardecer en los departamentos de Singapur.

Doy entre 10 y 13 clases a la semana. Tengo un par de alumnos a los que veo más o menos diario desde hace seis meses. A veces platicamos unos minutos antes de comenzar la clase, y luego los veo haciendo la clase o pongo la muestra en mi tapete, como lo hago en clases presenciales.

Puede ser más íntimo, o menos, que dar clases presenciales. Algunos participan con frecuencia y nunca prenden la cámara. Escucho voces conocidas, y veo caras desconocidas.

Algunas veces me doy cuenta a media clase de que alguien se salió, sin ninguna explicación. Podría ser que se fue el wifi, o se aburrió, o tuvo una emergencia, o una llamada. En una sala de Zoom hay mucho espacio para el resto de la vida que nos rodea.

Me ha tocado ver matrimonios platicando en clase, lo cual me deja con una deliciosa sensación de vergüenza y curiosidad. El nivel de caos en el fondo me da muchísima información sobre lo que la gente puede necesitar de la clase. Veo la soledad en las casa limpias con un foco sin pantalla, en la gente que llega temprano a clase al menos cinco minutos porque tiene algo que contar. Hay gente que se preocupa por tener buena luz y hay otra a la que no le importa que el ángulo no le favorezca.

La gente que no está familiarizada con Zoom aparece con tomas muy cercanas y puedo ver la expresión de su cara con una profundidad que de otra forma no podría. Hay personas que ajustan la cámara para que los pueda ver todo el tiempo. Hay gente que me mira y gente que cierra los ojos todo el tiempo. Puedo ver todo en una pantalla y en ocasiones tengo que cerrar los ojos porque es demasiada información.

Desde mi tapete veo las casas y me he dado cuenta de cosas como que la mayoría de la gente tiene un gancho para colgar un vestido que ahora además del vestido sirve de colgador para toallas, sudaderas, bolsas de la compra y un cinturón. La mayoría de la gente sólo tiene espacio para un tapete de yoga, ya sea entre la cama y la pared o en medio de una isla de sofás. Hay gente que toma la clase desde la cocina y encuentra la forma de acostarse con comodidad al final de la clase junto a las moronas, que si se fija uno bien, están por todas partes.

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A pesar del amontonamiento, me he dado cuenta de que existe un esfuerzo colectivo por sacar provecho de los espacios. Todo el mundo se inspira en el diseño escandinavo. En los rincones hay  macetas con plantas y, en ocasiones, árboles. Hay velas en los libreros y normalmente hay un juego de sábanas dobladas. También hay repisas de Ikea con libros acomodados por colores.

Con el paso de los meses, y con más experiencia de confinamiento, me he dado cuenta de cambios sutiles. Al principio usábamos la ropa de las clases presenciales. Lindas mallas y a veces un top para combinar. El cabello recogido en cola de caballo. ¡Durante semanas hasta nos poníamos desodorante! Pero con el paso del tiempo hemos evolucionado. Ahora usamos combinaciones híbridas: generalmente unos joggers, una playera vieja y un suéter flojo. Esto es lo normal en un 80% de la población de las clases de yoga por Zoom. Pero un 20% resiste, y les decimos los milagros, son las personas que se maquillan y tal vez hasta se rasuran las piernas en las mañanas.

Para algunas personas, nuestros cinco minutos de plática antes de la clase es su único contacto humano en el día. A veces salen pequeños detalles privados, y yo misma lo hago, cuando menciono mi resaca o mi estado emocional precario. Nunca habría sido tan abierta en un hermoso estudio blanco e iluminado que no fuera mío. Pero desde el piso de mi habitación, pienso, bueno, ya estamos aquí y hay algo que es real. Perdimos cosas, pero aprendimos todo otro lenguaje para llenar el hueco. Hasta en los días más restringidos de nuestras vidas hicimos un espacio para otro lugar. ¡Eso es muy revelador! ¿No?

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