Un beso con ‘B’ de Bibiana

Los primeros “pecados” que le confesé a un cura fueron la ventana que rompí en el convento y aquel beso de Bibiana. El sacerdote me dijo que el vidrio lo tenían que pagar mis padres. Por el beso no me regañó.

Viviana, con “V”, era un nombre de moda a principios de los años 80: Lucía Méndez protagonizó, en 1978, una telenovela con ese nombre, en la que los galanes que se disputaban su amor eran Héctor Bonilla y Juan Ferrara. Mi Bibiana, con doble ‘B’, tenía 10 años, uno menos que yo y era compañera de salón de mi hermano Omar. Tenía fama de “machorra” porque jugaba futbol con los niños.

¿Me gustaba? Nunca lo supe, pero apareció junto a mí en el catecismo los jueves por la tarde. Héctor se llamaba nuestro catequista y con los años me pregunté qué motivaba a aquel muchacho, de no más de 20 años, para irnos a hablar de la “palabra de Dios” todos los jueves por la tarde en aquel convento de la Congregación de María Reparadora, que aún está en la calle de Poussin, en Mixcoac. Mi mamá insistió que mis hermanos y yo fuéramos ahí a prepararnos para la primera comunión. Debió haberle costado una fortuna a mi papá porque ahí también iban los González Cerro, los ricos de la familia por aquel entonces, que ni nos daban bola cuando los encontrábamos en los jardines del convento.

Mis recuerdos de aquellos días son vagos, pero no olvido el olor del chocolate que preparaban las monjas por la tarde, la mirada bondadosa de la madre Mati, la directora, y aquel beso sabor a limón, el primero de mi vida, que me dio Bibiana en el baño.

Una tarde, de la nada, Bibiana me comenzó a tomar de la mano. Me gustó. Fue la primera vez que sentí que el corazón me latía más rápido y ese vacío en el estómago que con el tiempo aprendí a reconocer como el “enamoramiento”. Bueno, a mí me pasaba hasta hace algunos años.

Entre pasajes bíblicos y el olor a chocolate, Bibiana se pegaba cada vez más a mí. Yo la dejaba acercarse solo ahí, porque en la escuela, cuando me buscaba, la miraba con indiferencia para seguir jugando con mis amigos. ¿Infancia es destino? Años después recordé ese episodio cuando conocí a una tal Laura. Pero esa es otra historia, porque de mi experiencia con ella puedo escribir un libro de cuentos, una novela, el guion para una telenovela y un expediente clínico.

La verdad, me harté rápido de Bibiana, aquellos jueves quería salir rápido del convento para llegar a mi casa a ver los Dukes de Hazzard. Pero mientras pensaba en las aventuras de los primos Duke, en las piernas de Daisy y los consejos del tío Jesse, Bibiana se acercó a mí y me plantó un beso sabor a limón. Paseábamos por el jardín del convento cuando se metió un caramelo en la boca, me metió al baño y me dio un beso. De lengua, por cierto.

Nunca más volvió a pasar porque a mí me daba pena verla en la escuela y nos peleamos después de mi cumpleaños. Uno de mis primos le hizo una entrada durísima a su hermano cuando jugábamos futbol, tomé partido por el lado familiar y nunca más volvimos a estar juntos. Qué cosa, hoy con mi primo ya no me hablo.

Años después volví al convento. La portera me dijo que la madre Mati había muerto. Nunca volví a entrar, pero dejaba mi auto cerca de la puerta antes de irme a encerrar al Hotel Pasadena, de Avenida Patriotismo, cuando la amante de turno también llevaba vehículo.

A Bibiana no la volví a ver. Antes de terminar la primaria se fue con su familia a vivir a Querétaro y años más tarde, cuando ya había pasado por mi vida otra Viviana, con “V”, la busqué en Facebook. Obviamente no era, ni de lejos, la niña que recordaba. No me atreví a contactarla. Me quedé con su beso sabor a limón.