Del 12 de octubre y nuestras costumbres (racistas)

Hace algunos años vi, en un programa de divulgación científica, un experimento que tenía como objetivo entender de mejor manera cómo es que aprendemos los humanos. En este se presentaba ante diferentes chimpancés y ante niños y niñas una caja negra que contenía en su interior un premio comestible. Ante ambos sujetos se hace una demostración de cómo obtener dicho premio que consiste en una serie de pasos que se deben hacer con una varita sobre la caja y que se deben repetir para obtener la recompensa. Tanto los niños como los chimpancés repiten las acciones y obtienen el premio. Pero después se les presenta la misma caja en una versión transparente, y aquí sucede algo que me ha maravillado desde entonces: los chimpancés al ver qué solo es necesario el último paso, es decir, introducir la varita que tiene un material adhesivo en su punta en un hoyo a la mitad de la caja para que el premio se pegue y poder sacarlo, lo hacen. En cambio los niños humanos, aún ante la caja transparente, deciden repetir toda la innecesaria secuencia.

Para mí esto ha sido un parteaguas en mi entendimiento del ser humano. Yo le llamo “construir sobre nubes”, porque se asemeja a un constructor que es capaz de hacer un edificio sin tener que limitarse a su propia experiencia, comprobar o experimentar. Incluso puede construir nuevos pisos aún sin que la totalidad de sus cimientos sean sólidos. Le basta que una figura de autoridad o de poder le comparta su experiencia (de manera oral, escrita, u otras) para construir encima de ello. Esto ha permitido a nuestra especie dar enormes pasos pero también nos explica, por ejemplo, por qué hay rituales de buena suerte que repetimos sin cuestionar antes de un partido deportivo, o por qué varias generaciones se vieron obligadas a contestar “mande” en lugar de “qué” o “dime” y un largo, largo (cómo la historia de nuestras costumbres) etcétera.

Profundizar sobre las consecuencias maravillosas y terribles no son materia de esta columna. Quise traer esto a la mesa porque esta semana, el 12 de octubre, se celebró el Día de la Resistencia Indígena, en franca respuesta al Día de la raza establecido por Álvaro Obregón en 1928, llamada así por el esfuerzo de José Vasconcelos de promover la unidad nacional (necesaria en el periodo postrevolucionario), y el orgullo de nuestra identidad que él definía en su libro La Raza Cósmica. Y que a su vez era una respuesta ante la conmemoración del “Descubrimiento de América” (e indirectamente de todas sus atrocidades).

Esto me ha servido de pretexto para reflexionar sobre cuántas de nuestras acciones, costumbres y prácticas hoy son fruto de este choque de culturas. Y cuáles de ellas son un lastre con el que cargamos y de las cuales hemos olvidado su verdadera intención. Pienso, por ejemplo, las muchas lenguas que hemos ido perdiendo en esas historias de nietas cuyas abuelas no quisieron que aprendieran maya. En cómo todavía a mi generación le enseñaron que se contestaba “mande” y no “qué” y que intuyo refleja una historia de servidumbre. Pero también en el origen de las ideas popularizadas y lamentablemente normalizadas, detrás del pensamiento de las discriminaciones racistas desde los llamados microracismos hasta aquellos que cobran la vida de personas en este país. Esta es una reflexión que le dejo también a usted lector, lectora.

Revisitemos nuestra historia, no para cambiar el pasado o porque somos “incapaces de superarla”, al contrario, con la intención de detener las costumbres, acciones y prácticas racistas de hoy. No las pasemos inadvertidamente a la siguiente generación.