Opinión

Sheinbaum, la deglución patológica de un líder y un “movimiento”

Desde que se convirtió en jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum sufrió una visible mutación de personalidad

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Sigmund Freud solía encontrar en sus pacientes de manera recurrente algunos trastornos de personalidad que se manifestaban como una cierta perturbación sobre su identidad y falta de flexibilidad en diversas áreas de su vida, lo que le permitió identificar ciertas “operaciones de defensa primitivas” que van desde la identificación proyectiva hasta la omnipotencia.

Si bien Claudia Sheinbaum llegó a la jefatura del Gobierno de la Ciudad de México (CDMX) con el lastre de la tragedia del Colegio Rebsamen en la delegación Tlalpan, entre sus principales cartas estaban una aceptable trayectoria como científica en áreas clave como el transporte y el medio ambiente en gestiones anteriores en la CDMX, una personalidad sobria pero que podría considerarse auténtica y hasta un tanto outsider, y una que no era menos importante: ser una mujer que aspiraba a gobernar un monstruo de mil cabezas como la capital mexicana que tomaba en franca decadencia tras la desastrosa gestión de Miguel Ángel Mancera (apenas destapado como aspirante a la presidencia de México por el PRD, confirmando el extravío absoluto de la oposición o su perversa rendición anticipada).

Sin embargo, desde que se convirtió en jefa de Gobierno (y vaya que fue una conversión), Claudia Sheinbaum sufrió una visible mutación de personalidad (quizá imperceptible para sus obcecados seguidores que, en esencia, son pequeñas escisiones espejo –también mutantes– de lo que su lideresa es un día sí y otro también), y poco a poco comenzó, como si de un personaje kafkiano se tratara, a adquirir matices de voz, gesticulaciones, movimientos y una personalidad que hoy resulta difícil diferenciar de la del presidente Andrés Manuel López Obrador, como si de un doble se tratara, revelando lo que en psicoanálisis se define como una introyección manifiesta de la investidura objetal (presidencial, en este caso) y una identificación (deglutativa, para Sheinbaum) como correlato narcisista con el líder del movimiento autodenominado Cuarta transformación.

Introyección cuatritransformadora (en este caso, el término viene de maravilla) mediante la introducción de los objetos exteriores (el denominado movimiento, su ideología, discurso, miembros y líder. All inclusive) en la esfera del yo, donde amar a otro equivale a integrar al otro en el propio yo:

“Compañero que sea calumniado, tiene que ser defendido. Esa es la unidad. No lo digo por mí, lo digo por todos”, expresaba Claudia Sheinbaum arrastrando un poco la voz para que no quedara duda ante su auditorio que la identificación es absoluta, auténtica, deseada. Escisión de la personalidad que, por un lado, reniega de las problemáticas urgentes en la ciudad que gobierna y, por otro, se halla en una constante búsqueda de cumplimiento de su deseo: propaganda de autopromoción no fiscalizada por las autoridades, bots en redes para potenciar o denostar tópicos sobre su gestión, conferencias sobre gobernabilidad en otros estados y una aspiración presidencial que resulta grotesca para varias millones de personas que sufren las carencias de una Ciudad de México en franco deterioro de sus servicios públicos, donde el Metro es el más visible y urgente. El típico trastorno narcisista que conocemos en los políticos mexicanos, pero cada vez menos encubierto, cada vez más expuesto y descarnado. Más perverso.

“La crítica que nos hacen es al proyecto no a la persona”, arengaba Sheinbaum en la asamblea morenista, poniendo de manifiesto esa encarnación del todo en uno, de lo individual en lo general donde los rasgos particulares se extravían porque nada importan. Perturbación de la identidad en la que el padre devora a sus hijos para seguir reinando revelada a través de este lapsus en el discurso que, en una frase tan corta pero contundente, muestra esa línea que ya se ha puesto en acción desde el gobierno de México contra instituciones como el INE o cualquiera que cuestione, critique o intente poner límites a ese dios Chronos que busca controlar los tiempos (sexenales, en este caso) de manera absoluta, y para quien es necesario ser omnipotente haciendo creer a sus hijos que ellos están deglutiendo de su divinidad, cuando en realidad están siendo devorados por él.

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